A los «intelectuales», por su parte, no parecía importarles el tema. Algunos, incluso, para mostrar su desinterés, lanzaban de cuando en cuando un bostezo. Sólo abandonaron esa fingida flema para hacer juegos de palabras. El nombre de «Faure» fue pronto víctima de un retruécano: «dar a Faure» significaba, pronunciado en ruso, «dar puntos a su rival». Estallaron las risas, sabiamente hastiadas. Uno, siempre con esa risita indolente, soltó: «¡Qué forward, Faure!», aludiendo al delantero de fútbol. Otro, poniendo cara de subnormal, habló de la fortochka, el ventanuco… Me di cuenta de que ese estrecho círculo utilizaba una lengua compuesta casi exclusivamente de palabras con doble sentido, alusiones, frases distorsionadas o giros tan sólo conocidos por sus miembros. Con una mezcla de admiración y de angustia, comprobé que su lengua no necesitaba del mundo que nos rodeaba, ¡de aquel sol, de aquel viento! No tardé en imitar con desenvoltura a aquellos malabaristas de las palabras…
La única persona a quien no gustó mi cambio fue Pachka, aquel mal alumno con el que salía antes a pescar. A veces se acercaba a nuestro grupo, nos escuchaba y, cuando yo empezaba a contar mis historias francesas, me miraba con recelo.
Un día se formó a mi alrededor un corro más nutrido que de costumbre. Mi relato debía de interesarles especialmente. Les hablaba (resumiendo la novela de Spivalski, aquel pobre desgraciado al que habían acusado de todos los pecados mortales y asesinado en París) de los dos amantes que habían pasado una larga noche en un tren casi vacío, huyendo a través del imperio moribundo de los zares. Al día siguiente, se separaban para siempre…
Mis oyentes pertenecían en esta ocasión a las tres castas: hijos de proletarios, futuros ingenieros, intelligentsia. Yo describía los fogosos abrazos en el fondo de un compartimiento, el tren nocturno que atravesaba pueblos muertos y puentes incendiados. Me escuchaban ávidamente. Estaba claro que les resultaba más fácil imaginar a una pareja de amantes en un tren que a un presidente de la República en compañía de su amada en un palacio… Y para complacer a los amantes de los juegos de palabras, evoqué la detención del tren en una ciudad de provincias: el protagonista bajaba el cristal de la ventanilla y preguntaba a los escasos individuos que transitaban por el andén cómo se llamaba el lugar. ¡Era una ciudad sin nombre! Una ciudad poblada por extranjeros. El grupo de estetas dejó escapar un suspiro de satisfacción. Y yo, merced a un hábil flash-back, regresé al compartimiento para volver a los amores errabundos de mis extravagantes pasajeros… En ese momento, vi asomar por encima del auditorio la cabeza desgreñada de Pachka. Escuchó unos minutos y luego rezongó, dominando fácilmente mi voz con su áspero vozarrón:
– Estarás contento, ¿no? A esta panda de hipócritas la tienes encandilada. ¡Se les cae la baba con tus cuentos chinos!
Nadie se habría atrevido a plantar cara a Pachka de haberse hallado a solas con él. Pero la multitud se arma de un valor especial. Le contestó un gruñido indignado. Para calmar los ánimos, repliqué con tono conciliador:
– ¡Que no, Pachka, que no son cuentos chinos! Que es una novela autobiográfica. Ese tipo, después de la revolución, huyó realmente de Rusia con su amante. Y luego lo asesinaron en París…
– Entonces ¿por qué no les cuentas lo de la estación, eh?
Me quedé de una pieza. De pronto recordé que ya le había contado esa historia a mi amigo. Resulta que, por la mañana, los enamorados se hallaban en una cervecería vacía a orillas del mar Negro, en una ciudad enterrada bajo la nieve. Tomaban té muy caliente ante una ventana cubierta de escarcha… Varios años después, volverían a verse en París y se confesarían que les eran más queridas aquellas horas matinales que todos los sublimes amores de su vida. Sí, aquella mañana gris, umbría, los toques apagados de las sirenas de la niebla, y su presencia cómplice en medio del huracán asesino de la historia…
A esa cervecería de la estación se refería Pachka… Me sacó del apuro el timbre. Mis oyentes apagaron el cigarrillo y se precipitaron al aula. Y yo, desconcertado, pensaba que ninguno de mis estilos -ni el que adoptaba hablando a los «proletarios», ni el de los «tejnars», ni siquiera las acrobacias verbales que encandilaban a los «intelectuales»-, no, ninguno de esos lenguajes podía recrear el misterioso hechizo de aquella mañana de nieve transcurrida en el borde del abismo de los tiempos. Su luz, su silencio… Por lo demás, ¡a ninguno de mis compañeros le habría interesado esa escena! Era demasiado sencilla: sin ganchos eróticos, sin intriga, sin juegos de palabras.
Al regresar de la escuela, recordé que todavía no les había hablado a mis compañeros, al referirles la anécdota del presidente enamorado, de la espera muda junto a la ventana oscura del Elíseo. El solo, frente a la noche de otoño, y en algún lugar de aquel mundo oscuro y lluvioso, una mujer con el rostro oculto tras un velo refulgente de bruma. Pero ¿quién me habría escuchado si se me hubiera ocurrido hablar de aquel velo húmedo en la noche de otoño?
Pachka intentó dos o tres veces, y siempre patosamente, arrancarme de mi nuevo círculo de amigos. Un día me invitó a pescar en el Volga. Con expresión un tanto desdeñosa, decliné la invitación delante de todo el mundo. Pachka permaneció varios segundos ante nuestro grupo, solo, titubeante, extrañamente frágil pese a su complexión robusta… En otra ocasión, me alcanzó a la vuelta de la escuela y me pidió que le prestara el libro de Spivalski. Al día siguiente ni me acordaba…
Me tenía demasiado absorto un nuevo placer colectivo: la Montaña Alegre.
Así llamaban en nuestra ciudad a un enorme recinto de baile al aire libre, situado en la cumbre de una colina desde la que se divisaba el Volga. Apenas sabíamos bailar. Pero nuestros contoneos rítmicos no tenían, en realidad, más que una sola meta: abrazar un cuerpo femenino, tocarlo, someterlo. Para no tener miedo después. Por las noches, durante nuestras escapadas a la Montaña, desaparecían las castas y las camarillas. Todos éramos iguales en el ardor de nuestro deseo. Sólo los jóvenes soldados que disfrutaban de permiso formaban un grupo aparte. Yo los observaba con envidia.
Una noche oí que alguien me llamaba. La voz parecía venir de las copas de los árboles. Alcé la cabeza, ¡y vi a Pachka! La pista de baile estaba rodeada de una alta valla de madera. Tras ella se erguía una masa de vegetación silvestre, una espesura, mezcla de jardín abandonado y de bosque. Y allí, encaramado a una gruesa rama de arce, por encima de la valla, estaba él…
Acababa yo de abandonar el baile tras haber topado patosamente con los pechos de mi pareja… Era la primera vez que bailaba con una muchacha tan desarrollada. Mis manos, posadas en su espalda, estaban empapadas en sudor. Una inesperada floritura de la orquesta me despistó, hice un movimiento en falso y mi pecho se aplastó contra el suyo. ¡El efecto fue más intenso que una descarga eléctrica! La suave elasticidad del seno femenino me conmocionó. Seguí moviéndome sin oír la música, viendo, en vez de la bonita cara de mi pareja, un óvalo luminiscente. Cuando la orquesta enmudeció, la muchacha se fue sin decir palabra, visiblemente desilusionada. Crucé la pista, escurriéndome por entre las parejas como si caminara sobre hielo, y salí.
Necesitaba quedarme solo, serenarme, tomar aire. Caminé por la alameda que bordeaba la pista de baile. El viento que soplaba del Volga me refrescaba la frente, que me ardía. «¿Y si ha sido ella», pensé de súbito, «la que ha querido chocar conmigo a propósito?» Sí, a lo mejor pretendía que yo notara la tersura de su pecho y su gesto era una señal que yo, en mi ingenuidad y timidez, no había sabido interpretar. ¡Luego quizás había desperdiciado la oportunidad de mi vida!