Vincent, tras encaramarse al antepecho de la ventana, saltaba a los brazos de su hermana Albertine y de Charlotte, que se alojaban en su casa durante su estancia en París… La Atlántida, silenciosa hasta entonces, se llenaba de sonidos, de emociones, de palabras. Cada noche, los relatos de nuestra abuela iluminaban algún nuevo fragmento de ese universo sepultado por el tiempo.
Y también, aquel tesoro oculto. La maleta llena de viejos papeles que, cuando nos aventurábamos bajo la gran cama de la habitación de Charlotte, nos inquietaba por su masa obtusa. Abríamos las cerraduras, levantábamos la tapa y… ¡cuántos papelajos! La vida adulta, exhalando todo su hastío y su inquietante seriedad, nos cortaba la respiración con su olor a polvo y a cerrado… ¿Podíamos siquiera imaginar que nuestra abuela, en medio de aquellos vetustos periódicos, de aquellas cartas que ostentaban inimaginables fechas, encontraría para enseñárnosla la foto de los tres diputados en su barca?
…Fue Vincent quien transmitió a Charlotte la afición a esas ilustraciones periodísticas y la incitó a coleccionarlas recortando en los diarios esos efímeros reflejos de la realidad. Con el tiempo -debía de pensar Vincent-, cobrarían otro relieve, al igual que esos objetos de plata teñidos por la pátina de los siglos.
Durante una de aquellas veladas en las que el fragante hálito de las estepas lo llenaba todo, la réplica de un transeúnte, bajo nuestro balcón, nos sacó de nuestras ensoñaciones.
– Que sí, te lo juro, que lo han dicho en la radio: ¡ha salido al espacio!
Y otra voz, dubitativa, contestaba alejándose:
– ¿Me tomas por idiota, o qué? «Que ha salido…»
¡Pero si ahí arriba no hay nada adonde se pueda salir! Es como saltar de un avión sin paracaídas…
Esta discusión nos devolvió a la realidad. En torno a nosotros se extendía el enorme imperio, que se lanzaba con especial orgullo a la exploración del insondable cielo que se erguía sobre nuestras cabezas. El imperio y su temible ejército, sus rompehielos atómicos que destripaban el Polo Norte, sus fábricas, que no tardarían en producir más acero que todos los países del mundo juntos, sus campos de trigo que ondulaban desde el mar Negro hasta el Pacífico… Y esa estepa sin límites.
Y en nuestro balcón, una francesa nos hablaba de la barca que cruzaba una gran ciudad inundada y se arrimaba a la pared de un edificio… Reaccionamos, tratando de comprender dónde estábamos. ¿Aquí? ¿Allá? En nuestros oídos se apagaba el susurro de las olas.
No, no era la primera vez que experimentábamos tal desdoblamiento. Vivir con nuestra abuela implicaba ya sentirse en otro lugar. Cuando la abuela cruzaba el patio, nunca iba a sentarse en el banco de las babuchkas, esa institución sin la que resulta impensable un patio ruso. Ello no quitaba para que las saludara muy amistosamente, preguntara por una de ellas si llevaba varios días sin verla, o les hiciera algún pequeño favor, explicándoles, por ejemplo, cómo quitarles a los lactarius salados ese regusto un poco ácido… Pero mientras les dirigía tan amables palabras, permanecía de pie. Y las viejas conversadoras del patio aceptaban esa disparidad. Todo el mundo comprendía que Charlotte no acababa de ser una babuchka rusa.
Eso no quería decir que viviera aislada del mundo o que tuviera algún prejuicio social. A veces, de niños, muy temprano, nos despertaba un grito sonoro que retumbaba en medio del patio.
– ¡La leche!
Entre sueños, reconocíamos la voz y sobre todo la inimitable entonación de Avdotia, la lechera, que venía del pueblo vecino. Las amas de casa bajaban con sus lecheras y se dirigían hacia los dos enormes recipientes de aluminio que aquella vigorosa campesina cincuentona acarreaba de casa en casa. Un día me despertó su grito y no volví a dormirme… Oí cerrarse suavemente nuestra puerta y unas voces que penetraron en el comedor. Al poco, una de ellas susurró con placentero abandono:
– ¡Ah, qué bien se está en tu casa, Chura! Es como si estuviera tumbada en una nube…
Intrigado por esas palabras, miré tras la cortina que separaba el comedor de nuestra habitación. Avdotia estaba echada en el suelo, con los brazos y las piernas en cruz, los ojos entornados. Todo su cuerpo -desde los pies descalzos cubiertos de polvo hasta el cabello desparramado- se solazaba en un descanso profundo. Sus labios entreabiertos dibujaban una sonrisa distraída.
– ¡Qué bien se está en tu casa, Chura! -repitió muy quedo, dirigiéndose a mi abuela con ese diminutivo que solía utilizar la gente para sustituir su insólito nombre.
Adiviné el cansancio de aquel corpachón femenino desplomado en medio del comedor. Comprendí que Avdotia sólo podía permitirse semejante abandono en casa de mi abuela. Sabía que allí nadie la regañaría ni lo interpretaría mal… Terminaba su extenuante ronda doblada bajo el peso de los enormes recipientes. Y cuando se acababa la última gota de leche, subía a casa de «Chura», con las piernas entumecidas y los brazos pesados. El suelo siempre limpio, desnudo, conservaba un grato frescor matinal. Avdotia entraba, saludaba a mi abuela y, tras quitarse sus botazas, se estiraba en el suelo. «Chura» le llevaba un vaso de agua, se sentaba a su lado en un pequeño taburete, y hablaban en voz baja hasta que Avdotia se veía con fuerzas para ponerse de nuevo en camino…
Aquel día, oí algunas de las palabras que mi abuela dirigía a la lechera mientras ésta permanecía postrada en su venturoso abandono. Las mujeres evocaron las faenas agrícolas, la cosecha de trigo sarraceno… Y me quedé perplejo al oír hablar a Charlotte de esa vida del campo con perfecto dominio de la materia. Pero sobre todo porque su ruso, siempre muy puro, muy delicado, no desentonaba en absoluto con la lengua desenfadada, ruda y gráfica de Avdotia. La conversación derivó también hacia el inevitable tema de la guerra: el marido de la lechera había muerto en el frente. Cosecha, trigo sarraceno, Stalingrado… ¡Y esa noche la abuela iba a hablarnos del París inundado o nos leería unas páginas de Héctor Malot! Noté que un pasado lejano, oscuro -un pasado ruso, en esta ocasión-, despertaba de las profundidades de su vida de antaño.
Avdotia se levantó, besó a mi abuela y reemprendió su camino, que la llevaba a través de los campos infinitos, bajo un sol de estepa, en una telega ahogada en el océano de espigadas hierbas y flores… Cuando salió de la estancia, la vi tocar con sus gruesos dedos de campesina, y con vacilante precaución, la fina estatuilla que reposaba sobre la cómoda de nuestro vestíbulo: una ninfa de cuerpo chorreante y envuelta en sinuosos tallos, esa figurita de comienzos de siglo, uno de los escasos vestigios del pasado milagrosamente preservados…
Por sorprendente que pueda parecer, gracias al borracho del pueblo, Gavrilych, pudimos entrever esa otra vida insólita que llevaba dentro nuestra abuela. Era Gavrilych un hombre de quien temíamos hasta su tambaleante figura cada vez que aparecía tras los álamos del patio. Un hombre que desafiaba a los milicianos interrumpiendo la circulación de la calle principal con el caprichoso zigzag de sus andares, un hombre que echaba pestes contra las autoridades y que, con sus atronadores juramentos, hacía temblar los cristales y barría a la hilera de babuchkas de su banco. Sin embargo, ese mismo Gavrilych, cuando se cruzaba con mi abuela, se detenía y, procurando contener el aliento cargado de vapores de vodka, balbucía con profundo respeto:
– ¡Buenos días, Charlota Norbertovna!
Sí, era el único del vecindario que la llamaba por su nombre francés, si bien ligeramente rusificado. Pero además recordaba, no se sabía cómo ni desde cuándo, el nombre del padre de Charlotte, y creaba ese exótico patronímico -«Norbertovna»-, el summum de la cortesía y de la obsequiosidad en sus labios. Se le iluminaban los ojos turbios, su cuerpo de gigante recobraba un precario equilibrio, su cabeza esbozaba una serie de movimientos un poco desordenados, y obligaba a su lengua macerada en alcohol a ejecutar este número de acrobacia sonora: