Lo que vi a través de la hendidura era a la par trivial y extraordinario. Una mujer, de quien sólo veía la cabeza, de perfil, y la parte superior del cuerpo, parecía acodada en una mesa, con los brazos paralelos, las manos inmóviles. Su rostro parecía sereno e incluso soñoliento. Sólo su presencia allí, en aquella gabarra, podía resultar sorprendente. Aunque al fin y al cabo… Sacudía levemente la cabeza de rizos claros, como si asintiera sin parar a un interlocutor invisible.
Me separé del ojo de buey y eché una mirada a Pachka. Estaba perplejo.
– Bueno, ¿qué es lo que había que ver? -inquirí.
Pero él, con las manos pegadas a la superficie desconchada de la gabarra, tenía la frente arrimada al contrachapado.
Me desplacé entonces hacia el ojo de buey contiguo, asomándome a una de las fisuras que perforaban la madera…
Me dio la impresión de que nuestra barca se iba a pique, descendía hasta el fondo de aquel canal atestado, y de que la borda de la gabarra, por el contrario, ascendía hacia el cielo. Febrilmente, me dejé imantar por su áspero metal, intentando retener la imagen que acababa de deslumbrarme.
Era un trasero femenino de una desnudez blanca, maciza. Sí, las caderas de una mujer arrodillada, vista siempre de lado, sus piernas, sus muslos, cuya envergadura me espantó, y el arranque de su espalda cortada por el campo de visión de la rendija. Tras ese enorme trasero estaba un soldado, también de rodillas, con el pantalón desabrochado y la guerrera desaliñada. Se aferraba a las caderas de la mujer y tiraba de ellas hacia sí, como si quisiera hundirse en aquel amasijo de carne que al mismo tiempo rechazaba sacudiendo violentamente todo el cuerpo.
Nuestra barca empezó a escurrirse bajo mis pies. Un barco que remontaba el Volga había mandado olas a nuestro canal.
Una de ellas logró hacerme perder el equilibrio. Para evitar caerme, di un paso hacia la izquierda y quedé al nivel del primer ojo de buey. Apreté la frente contra el marco de acero. En la rendija apareció la mujer de pelo rizado, la del rostro indiferente y somnoliento que había visto primero. Acodada en lo que parecía un mantel, vestida con una blusa blanca, continuaba asintiendo con pequeños cabeceos y, distraídamente, se examinaba los dedos…
El primer ojo de buey. Y el segundo. La mujer con los párpados entornados de sueño, su ropa y su peinado, tan corrientes. Y la otra. El trasero desnudo y erguido, la carne blanca en la que se hundía un hombre que parecía enclenque a su lado, los muslos macizos, el pesado movimiento de las caderas. En mi joven cerebro espantado, ningún vínculo podía asociar ambas imágenes. ¡Imposible unir la parte superior de ese cuerpo femenino con la parte inferior!
Era tal mi excitación que el costado de la gabarra me pareció de repente horizontal. Aplastado como un lagarto sobre su superficie, me desplacé hacia el ojo de buey de la mujer desnuda. Seguía allí, pero ahora la robusta redondez de sus carnes permanecía inmóvil. El soldado, de frente, se abrochaba con gestos blandos y torpes. Otro soldado, más bajo que el primero, se arrodilló tras las ancas blancas. Sus movimientos, en cambio, eran de una rapidez nerviosa, medrosa. En cuanto empezó a menearse, empujando con el vientre los pesados hemisferios blancos, pasó a ser idéntico al primero. En nada se diferenciaban sus gestos.
Mis ojos se llenaron de puntitos negros. Me flaqueaban las piernas. Y mi corazón, pegado al metal oxidado, hacía vibrar todo el barco con sus latidos profundos, jadeantes. Una nueva serie de pequeñas olas sacudió la barca. El costado de la gabarra recobró la verticalidad, y, privado ya de mi agilidad de lagarto, me deslicé hacia el primer ojo de buey. La mujer de la blusa blanca movía maquinalmente la cabeza, contemplándose las manos. La vi rascarse una uña para descascarillarse la capa de esmalte…
Esta vez los pasos sonaron en orden inverso: el martilleo metálico en la cubierta, el taconeo en las tablas de la pasarela, el chasquido de la arcilla húmeda. Sin mirarme, Pachka saltó desde nuestra barca a un pontón medio sumergido, y de allí a un embarcadero. Yo le seguí, con los blandos brincos de una marioneta de trapo.
Al llegar a la orilla, se sentó, se quitó las botas y, arremangándose el pantalón hasta las rodillas, entró en el agua abriéndose paso entre los largos tallos de las cañas. Apartó las lentejas de agua y se lavó durante largo rato, lanzando gruñidos de placer que, de lejos, alguien habría tomado por gritos de angustia.
Era un gran día en la vida de la muchacha. Esa noche de junio iba a entregarse por primera vez a uno de sus jóvenes amigos, a uno de aquellos muchachos que pateaban la pista de la Montaña Alegre.
A decir verdad, la chica no valía gran cosa. Su rostro tenía esos rasgos neutros que, en el desfile humano, pasan inadvertidos. El cabello, de un rojo pálido, tan sólo permitía adivinar su color a la luz del día. Bajo los focos de la Montaña o en la azulada aureola de los faroles, parecía sencillamente rubia.
Yo había descubierto aquella práctica amorosa hacía apenas unos días. En el hormigueo humano del baile, veía formarse grupos; un torbellino de adolescentes nacía, rebullendo, excitándose, y se dispersaba para iniciarse en lo que parecía tan pronto estúpidamente sencillo como fabulosamente misterioso y profundo: el amor.
Debió de quedar marginada en uno de esos grupos. Primero había bebido como los demás, a escondidas, entre los arbustos que cubrían las laderas de la Montaña. Luego, cuando el pequeño círculo agitado se dispersó en parejas, se quedó sola, pues el azar matemático no le brindó compañero. Las parejas se habían eclipsado. Se notaba ya achispada. No estaba habituada al alcohol y había bebido demasiado, por excesivo afán, por temor a no estar a la altura de los demás, por su deseo también de mitigar la angustia de aquel gran día… Había regresado a la pista, sin saber qué hacer con su cuerpo, presa de una impaciente exaltación. Pero empezaban ya a apagar los focos.
Todo esto lo adivinaría yo más tarde… Aquella noche tan sólo vi a una adolescente que deambulaba por un rincón del parque, dando vueltas en torno al círculo lívido de un farol, cual mariposa nocturna atrapada por un rayo de luz. Me sorprendieron sus andares: caminaba como sobre una cuerda, con pasos ingrávidos y tensos a la par. Comprendí, por cada uno de sus gestos, que luchaba contra la ebriedad. Su rostro tenía una expresión envarada. Todo su ser se concentraba en ese único esfuerzo: no caerse, evitar que se le notase la ebriedad, seguir dando vueltas en torno al círculo luminoso hasta que los árboles oscuros dejasen de bambolearse, de brincar ante ella agitando sus ramas sonoras.
Me dirigí a su encuentro. Penetré en el círculo azul del farol. Su cuerpo (su falda negra, su blusa clara) concentró de súbito todo mi deseo. Sí, se convirtió de inmediato en la mujer que siempre había deseado. Pese a su jadeante fragilidad, pese a sus rasgos difuminados por la ebriedad, pese a todo lo que en su cuerpo y en su rostro hubiera debido disgustarme y que sin embargo se me antojaba de pronto tan hermoso.
En sus vueltas, se tropezó conmigo y alzó los ojos. Vi sucederse varias expresiones en su rostro: miedo, ira, sonrisa. Acabó imponiéndose la sonrisa, una sonrisa vaga que parecía dirigirse a otra persona. Me cogió del brazo. Bajamos la colina.
Al principio, hablaba sin parar. Su voz juvenil no lograba mantener un tono uniforme. Tan pronto susurraba como casi gritaba. Asiéndose a mi brazo, tropezaba de cuando en cuando y lanzaba entonces una palabrota, llevándose con regocijada celeridad la mano a los labios.
O, de repente, se apartaba bruscamente de mí, con cara ofendida, para apretarse contra mi hombro un instante después. Adiviné que mi acompañante estaba representando una comedia amorosa preparada con mucha antelación, un juego que tenía por objeto demostrar a su pareja que no era una chica cualquiera. Pero, en su ebriedad, trastocaba el orden de esos pequeños interludios. Y yo, pésimo actor, permanecía mudo, pues me subyugaba esa presencia femenina súbitamente tan accesible y, sobre todo, la sorprendente facilidad con que iba a ofrecérseme aquel cuerpo. Siempre había pensado que tal ofrecimiento vendría precedido por un largo camino sentimental, mil palabras, un ingenioso devaneo amoroso. Me callaba, sintiendo aplastarse contra mi brazo un pechito femenino. Y mi compañera, en animado chapurreo, rechazaba las insinuaciones de un fantasma cada vez más atrevido, hinchaba los carrillos por unos segundos como muestra de rechazo, para luego envolver a su amante imaginario en una mirada que se le antojaba lánguida y que simplemente estaba enturbiada por el vino y la excitación.