La llevé hacia el único lugar que podía albergar nuestro amor: la isla flotante donde, a comienzos de verano, espiara con Pachka a la prostituta y a los soldados.
En la oscuridad, debí de equivocarme de dirección. Tras un largo deambular por entre las barcas adormecidas, nos detuvimos en una especie de vieja chalana cuya baranda tenía los soportes rotos y se hundía en el agua.
La muchacha enmudeció bruscamente. Probablemente se le estaba pasando la borrachera. Yo permanecía inmóvil, adivinando su tensa espera en la oscuridad. No sabía cómo actuar. Me arrodillé y palpé las tablas, arrojando al agua un rollo de cuerdas raídas y un montón de algas secas. Entregado a ese quehacer, rocé casualmente su pierna. La piel se le cubrió de carne de gallina bajo mis dedos…
Permaneció muda hasta el final. Mantuvo siempre los ojos cerrados, y parecía ausente, abandonándome su cuerpo sacudido por pequeños estremecimientos. Debí de hacerle mucho daño con mis movimientos apresurados. Aquel acto tan soñado naufragó en una serie de torpes y dificultosas manipulaciones, como si el amor abocara en una precipitada y nerviosa prospección. Rodillas y codos adoptaban una extraña fijeza anatómica.
El placer fue como la llama de una cerilla en el viento helado: un fuego que apenas tiene tiempo de quemar los dedos antes de apagarse, dejando un punto cegador en los ojos.
Al intentar besarla (pensé que era el momento en que debía hacerlo) noté que se mordía con fuerza la boca…
Y lo que más me aterró fue que un segundo después no necesitaba ni sus labios, ni sus pechos picudos que asomaban por la blusa abierta, ni sus escurridos muslos, que se había apresurado a cubrir con la falda. Su cuerpo me era ya indiferente e inútil. Una vez satisfecho mi obtuso placer camal, no necesitaba nada más. «¿Qué hace ahí tumbada y medio desnuda?», me preguntaba malhumorado. Sentí bajo la espalda la aspereza de las tablas y la quemazón de unas astillas en la mano. El viento tenía un penetrante regusto a agua estancada.
Se produjo quizás, en aquel intervalo nocturno, un olvido pasajero, un fulgurante sueño que duró unos minutos. Porque no vi acercarse el barco. Abrimos los ojos cuando su enormidad blanca estaba ya encima, con sus deslumbrantes luces. Pensaba que nuestro refugio se hallaba en el fondo de una de las innumerables bahías atestadas de herrumbrosos restos de embarcaciones. Pero había ocurrido lo contrario. Habíamos llegado, en la oscuridad, al extremo de un cabo que despuntaba casi sobre el centro del río… El barco iluminado que descendía lentamente por el Volga se alzó bruscamente sobre nuestra vieja chalana mostrando sus tres cubiertas escalonadas. Las figuras humanas se recortaron en el cielo oscuro. Se veía a gente bailando en la cubierta superior, bajo la luz de los focos. Nos llegó el cálido fluir de un tango, envolviéndonos. Las ventanas de los camarotes, más discretamente iluminadas, parecieron inclinarse, dejándonos penetrar en su intimidad… El paso del barco creó un flujo tan potente que nuestra balsa describió un semicírculo, un rápido deslizamiento que nos dio vértigo. El navío pareció rodearnos con su luz y su música… En ese instante, la muchacha me apretó la mano y se acurrucó contra mí. La cálida densidad de su cuerpo parecía concentrarse por entero en mis manos como el cuerpo palpitante de un pájaro. Sus brazos, su cintura, tenían la flexibilidad del ramo de nenúfares que recogiera yo un día, juntando en el agua varios tallos resbaladizos…
Pero ya el barco se perdía en la oscuridad. El eco del tango se apagó. En su periplo a Astrakán, se llevaba la noche con él. El aire se llenó de una palidez vacilante en torno a nuestra balsa. Se me hizo extraño vernos en medio de un gran río, en ese tímido despuntar del día, sobre las tablas húmedas de una balsa. Y en la orilla se dibujaban lentamente los contornos del puerto.
La muchacha no me esperó. Sin mirarme, comenzó a saltar de una a otra barca. Se escabullía con la desabrida premura de una joven bailarina tras una salida equivocada a escena. Yo seguía con la vista su nerviosa carrera, con el corazón en suspenso. En cualquier momento podía resbalar en la madera mojada, fallarle una pasarela suelta, hundirse entre dos barcas cuyas bordas se cerrarían sobre su cabeza. La intensidad de mi mirada la sujetaba en sus piruetas a través de la bruma matinal.
Un instante después la vi caminar por la orilla. En el silencio, la arena húmeda crujía suavemente bajo sus pasos… Hacía un instante estaba tan cerca de mí, y ahora se alejaba. Me embargó un dolor muy nuevo para mí: una mujer se alejaba, rompiendo los invisibles lazos que todavía nos unían. Y allí, en la orilla desierta, se convertía en un ser extraordinario. La mujer a la que amaba se tomaba de pronto independiente de mí, ajena a mí; luego hablaría con los demás, sonreiría… ¡Viviría!
Se volvió al oírme correr tras ella. Vi su cara pálida, sus cabellos, que eran -ahora me daba cuenta- de un tono rojizo muy claro. No sonreía y me miraba en silencio. No recordaba ya lo que quería decirle al oír, un minuto antes, crujir la arena bajo sus pies. «Te quiero» hubiera sido una mentira impronunciable. Su falda negra arrugada, sus brazos, delgados como los de un niño, me eran más caros que todos los «te quiero» del mundo. Proponerle que volviéramos a vernos ese día o el siguiente resultaba impensable. Nuestra noche sólo podía ser única. Como el barco que había pasado, como nuestro sueño fulgurante, como su cuerpo en el frescor del gran río aletargado.
Intenté decírselo. Hablé, deshilvanadamente, del crujir de la arena bajo sus pasos, de su soledad en la orilla, de su fragilidad, aquella noche, que me había traído a la memoria los tallos de los nenúfares. Sentí de repente, y con intensa felicidad, que tenía que hablarle del balcón de Charlotte, de nuestras veladas en las estepas, de las tres elegantes en los Campos Elíseos una mañana de otoño…
Su rostro se crispó en una expresión a la par despectiva e inquieta. Le temblaron los labios.
– Pero ¿tú estás tocado o qué? -dijo, interrumpiéndome con ese tono una pizca nasal con que increpaban las muchachas a los pelmazos en la Montaña.
Permanecí inmóvil. Ella se encaminó a los primeros edificios del puerto y no tardó en perderse en su densa sombra. Empezaban a aparecer obreros en las puertas de los talleres.
A los pocos días, en medio del hervidero nocturno de la Montaña, oí una conversación de mis compañeros de escuela, que no habían reparado en mi proximidad. Una de las muchachas de su pandilla se había quejado -según decían- de su pareja, que no sabía hacer el amor (expresaron la idea con mucha mayor crudeza), y había referido, al parecer, detalles cómicos («tronchantes», al decir de uno de ellos) de su comportamiento. Yo los escuchaba esperando alguna revelación erótica. De pronto salió a relucir el nombre del galán escarnecido: Frantsuz… Era mi mote, del que yo me sentía bastante orgulloso. Frantsuz, «francés» en ruso. A través de sus risas me llegó un intercambio de réplicas, entre dos amigos, a modo de conciliábulo: «Esta noche nos encargamos de ella cuando acabe el baile. Pero los dos, ¿eh?».