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Adiviné que seguían hablando de la muchacha. Abandoné mi rincón y me encaminé hacia la salida. Mis compañeros me vieron. «¡Frantsuz! Frantsuz…» Ese cuchicheo me acompañó un momento y se esfumó con la oleada de música.

Al día siguiente, salí para Saranza sin avisar a nadie.

3

Me dirigía a la pequeña ciudad adormecida, perdida en medio de las estepas, para destruir Francia. Había que acabar de una vez por todas con la Francia de Charlotte, que me había convertido en un extraño mutante, incapaz de vivir en el mundo real.

En mi mente, esa destrucción debía asemejarse a un largo grito, a un rugido de ira que expresase lo mejor posible mi rebelión. Ese alarido brotaba aún sin palabras, pero estaba seguro de que me saldrían no bien los serenos ojos de Charlotte se posasen en mí. De momento, gritaba para mis adentros. Sólo me asaltaba un caótico y abigarrado torrente de imágenes.

Veía el brillo de unas lentes en la hermética penumbra de un cochazo negro. Beria elegía un cuerpo femenino para esa noche. Y nuestro vecino de enfrente, apacible y sonriente jubilado, regaba las flores en su balcón, escuchando el runrún de un transistor. Y en nuestra cocina, un hombre con los brazos cubiertos de tatuajes hablaba de un lago helado lleno de cadáveres desnudos. Y los pasajeros del vagón de tercera que me llevaba hacia Saranza parecían no enterarse de las paradojas que me desgarraban. Seguían viviendo. Tranquilamente.

Con mi grito quería volcar sobre Charlotte esas imágenes. Esperaba de ella una respuesta. Quería que se explicase y se justificase. Porque esa sensibilidad francesa -la suya- que me había transmitido me condenaba angustiosamente a vivir entre dos mundos.

Le hablaría de mi padre y de su «agujero» en el cráneo, aquel pequeño cráter en el que latía su vida. Y de mi madre, de quien habíamos heredado el miedo al timbrazo inesperado los días de fiesta. Ambos estaban muertos. Inconscientemente, echaba en cara a Charlotte que hubiera sobrevivido a mis padres. Le echaba en cara su serenidad durante el entierro de mi madre. Y aquella vida tan europea, por su sensatez y pulcritud, que llevaba en Saranza. Veía en ella la encamación de Occidente, ese Occidente racional y frío al que los rusos siguen profesando incurable odio. Esa Europa que, desde la fortaleza de su civilización, observa con condescendencia nuestros infortunios de bárbaros: las guerras en las que moríamos por millones, las revoluciones cuyas tramas ha escrito ella para nosotros… En mi rebelión juvenil había una gran parte de ese recelo innato.

El injerto francés, que creía atrofiado, seguía vivo en mí y no me permitía ver. Escindía la realidad en dos. Como hiciera con el cuerpo de la mujer a la que había espiado a través de dos ojos de buey diferentes: había dos mujeres; la una con blusa blanca, apacible y muy normal, y la otra, aquel gigantesco trasero que hacía casi totalmente superfluo, por su eficacia camal, el resto del cuerpo.

Y sin embargo, yo sabía que ambas mujeres no eran sino una. Igual que la realidad desgarrada. Mi ilusión francesa me enturbiaba la vista como si estuviera ebrio, duplicando el mundo en un espejismo engañosamente vivo…

Mi grito maduraba. Las imágenes que iban a convertirse en palabras remolineaban en mis ojos cada vez más rápidamente: Beria murmurándole al chófer: «¡Acelera! ¡Alcanza a ésa! Voy a ver…», y un hombre disfrazado de Papá Noel, mi abuelo Fiódor detenido en la víspera de Año Nuevo, y el pueblo calcinado de mi padre, y los escuálidos brazos de mi joven amada, unos brazos infantiles de venas azuladas, y el trasero que se erguía con fuerza bestial, y la mujer descascarillándose el esmalte rojo de las uñas mientras poseían la parte inferior de su cuerpo, y el bolso del Pont-Neuf, y el «Verdún», ¡y todo ese fárrago francés que echaba a perder mi juventud!

En la estación de Saranza, permanecí un momento en el andén. Buscaba por costumbre la figura de Charlotte. Luego, con ira zumbona, me taché de idiota. No podía esperarme nadie. ¡Mi abuela no tenía ni idea de mi visita! Además, el tren que me había dejado allí no tenía nada que ver con el que cogía cada verano para ir a esa ciudad. Esta vez llegaba a Saranza no por la mañana, sino por la noche. Y el convoy, increíblemente largo, demasiado largo y voluminoso para una pequeña estación de provincias, arrancó pesadamente y partió para Tashkent, hacia los confines asiáticos del imperio. Urguench, Bujará, Samarcanda…, el eco de su trayecto resonó en mi cabeza despertando esa tentación oriental, dolorosa y profunda para todo ruso.

En esta ocasión todo era distinto.

La puerta estaba abierta. Era aún la época en que sólo cerraba su piso de noche. La empujé como en un sueño. Me había imaginado tan nítidamente ese instante, creía saber palabra por palabra lo que iba a decirle a Charlotte, y de qué iba a acusarla…

Sin embargo, al oír el imperceptible chirrido de la puerta, tan familiar como la voz de un allegado, al respirar el ligero y grato olor que flotaba siempre en el piso de Charlotte, sentí que mi mente se vaciaba de palabras. Sólo seguían sonando en mis oídos unos pocos retazos del grito que tenía preparado:

«¡Beria! Y el viejo regando tranquilamente sus gladiolos. ¡Y la mujer cortada en dos! ¡Y la guerra olvidada! ¡Y tu violación! ¡Y la maleta siberiana, atestada de viejos papelajos franceses, que llevo arrastrando como un recluso sus cadenas! ¡Y nuestra Rusia, que tú, la francesa, no entiendes ni entenderás nunca! ¡Y mi amada, de la que van a “encargarse” esos dos jóvenes cabrones!».

No me oyó entrar. La vi sentada delante de la puerta del balcón. Tenía el rostro inclinado sobre una prenda de color claro extendida en sus rodillas, y su aguja brillaba (no sé por qué, pero en mi memoria, Charlotte estaba siempre zurciendo un cuello de encaje)…

Percibí su voz. No era un canto, sino más bien una lenta recitación, un murmullo melodioso salpicado de pausas, acompasado por un fluir de pensamientos silenciosos. Sí, una canción medio canturreada, medio dicha. En el caluroso bochorno de la noche, sus notas producían una impresión de frescor semejante a la fina sonoridad de un clavecín. Escuché las palabras y, por unos segundos, tuve la sensación de oír una lengua extranjera, desconocida, una lengua que no me decía nada. Al cabo de un minuto, reconocí el francés… Charlotte canturreaba muy lentamente, suspirando de vez en cuando, dejando penetrar entre una estrofa y otra el insondable silencio de la estepa.

Era la canción cuyo hechizo descubriera siendo todavía muy niño, y en ella se concentró ahora todo mi rencor.

Aux quatre coins du lit,

Un bouquet de pervenches… [13]

«¡Sí, precisamente esa sensiblería francesa que no me deja vivir!», pensé airado.

Et là, nous dormirions

Jusqu’à la fin du monde… [14]

¡No, no podía oír esas palabras!

Entré en la estancia y anuncié con estudiada brusquedad y en ruso:

– ¡Aquí estoy! ¡Seguro que no me esperabas!

Ante mi gran asombro y decepción, la mirada que me dirigió Charlotte era totalmente serena. Adiviné en sus ojos ese infalible dominio de sí mismo que se adquiere controlando día a día el dolor, la angustia, el peligro.

Cuando supo, por algunas preguntas discretas y de apariencia trivial, que no había venido a comunicarle ninguna noticia trágica, salió al vestíbulo y telefoneó a mi tía para informarle de mi llegada. Y de nuevo me sorprendió la soltura con que Charlotte se dirigía a aquella mujer tan distinta a ella. Su voz, esa voz que canturreaba hacía un rato una vieja canción francesa, se tiñó de un leve acento popular y en pocas palabras supo explicarlo todo, solventarlo todo, atribuyendo mi fuga a nuestros habituales encuentros estivales. «Intenta imitamos», pensé mientras la oía hablar. «¡Nos parodia!» La serenidad de Charlotte y esa voz muy rusa no hicieron sino exacerbar mi irritación.

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[13] En las cuatro esquinas de la cama, / Un ramo de vincapervincas…

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[14] Y allí dormiríamos / Hasta el fin del mundo…