Espié cada una de sus palabras. Una de ellas tenía que desencadenar mi explosión. A buen seguro, Charlotte me propondría tomar «bolas de nieve», nuestro postre favorito, y de ese modo yo podría arremeter contra todas esas fruslerías francesas. O, intentando recrear la atmósfera de nuestras veladas de antaño, empezaría a hablar de su infancia, por ejemplo de un esquilador de perros en un muelle del Sena…
Pero Charlotte no decía nada. Me prestaba poca atención. Como si mi presencia no hubiese perturbado en nada el clima de una velada más de su vida. De cuando en cuando se cruzaban nuestras miradas, me sonreía, y su rostro tomaba a velarse.
Me sorprendió la cena por su sencillez. No hubo «bolas de nieve», ni ninguna otra golosina de nuestra infancia. Advertí con estupor que aquellas rebanadas de pan negro y el té claro constituían la alimentación habitual de Charlotte.
Después de cenar, la esperé en el balcón. Las mismas guirnaldas de flores, la misma estepa infinita bajo la calurosa bruma. Y entre dos rosales, el rostro de la bacante de piedra. De pronto me acometieron deseos de arrojar la cabeza de la bacante por la barandilla, de arrancar las flores, de quebrar con mi grito la inmovilidad de la llanura. Sí, Charlotte se sentaría en su sillita, colocaría una labor sobre sus rodillas…
Apareció, pero en vez de acomodarse en la sillita, vino a apoyarse en la barandilla, a mi lado. Así permanecíamos mi hermana y yo en otro tiempo, el uno al lado del otro, viendo cómo se sumergía lentamente la estepa en la noche, mientras escuchábamos los relatos de nuestra abuela.
Sí, se acodó en la madera resquebrajada y contempló la extensión sin límites envuelta en una transparencia violeta. Y de repente, sin mirarme, rompió a hablar con voz lejana y cavilosa que parecía dirigirse a mí y a alguien no presente:
– Fíjate qué extraño… Hace una semana conocí a una mujer. Fue en el cementerio. Su hijo está enterrado en la misma calle que tu abuelo. Hablamos de ellos, de su muerte, de la guerra. ¿De qué otra cosa puede hablarse ante las tumbas? Su hijo fue herido un mes antes de acabar la guerra. Nuestros soldados marchaban ya sobre Berlín. La mujer rezaba cada día (era creyente, o la espera le hacía serlo) para que su hijo permaneciese ingresado en el hospital una semana más, tres días… Pero su hijo murió en Berlín, en el transcurso de uno de los últimos combates. En las calles de Berlín ya… Bueno, me contaba todo eso con mucha sencillez. Hasta sus lágrimas eran sencillas cuando hablaba de sus oraciones… ¿Y sabes qué me recordó su relato? A un soldado herido de nuestro hospital. Le daba miedo volver al frente, y cada noche se abría la herida con una esponja. Yo lo sorprendí y se lo conté al médico jefe. Le pusimos al herido un yeso, y al poco tiempo, ya curado, marchaba de nuevo al frente… Ya ves, por entonces todo eso me parecía tan claro, tan justo… Y ahora me siento un poco perdida. Sí, la vida ha quedado atrás, y de repente le doy vueltas a todo. Puede que te resulte estúpido, pero a veces me hago esta pregunta: «¿Y si yo mandé a la muerte a aquel joven soldado?». Me digo que probablemente, en algún lugar perdido de Rusia, había una mujer que cada día rezaba para que su hijo se quedase en el hospital el mayor tiempo posible. Sí, como la mujer del otro día, en el cementerio. No sé… No puedo olvidar la cara de esa madre. Verás, aunque no fuera en absoluto así, ahora creo que había en su voz como un pequeño tono de reproche. No sé cómo explicarme todo eso a mí misma…
Calló, permaneció largo rato sin moverse, con los ojos muy abiertos; sus iris parecían conservar la luz del crepúsculo apagado. Yo, inmóvil, la miraba a hurtadillas, incapaz de volver la cabeza, de modificar la postura del brazo, de aflojar los dedos entrecruzados…
– Te prepararé la cama -me dijo por fin, abandonando el balcón.
Me incorporé y miré sorprendido a mi alrededor. La sillita de Charlotte, la lámpara con la pantalla color turquesa, la bacante de piedra con su melancólica sonrisa, el estrecho balcón suspendido sobre la estepa nocturna… ¡Todo se me antojó de repente tan frágil! Recordé, estupefacto, mi deseo de destruir ese efímero marco… El balcón se tomaba minúsculo -como si lo observase desde muy lejos-; sí, minúsculo e indefenso.
Al día siguiente, invadió Saranza un viento ardiente y seco. En las esquinas de las calles aplastadas por el sol se formaban pequeños tomados de polvo, seguidos de una sonora detonación: tocaba una banda militar en la plaza principal, y la sofocante ventolera traía hasta la casa de Charlotte retazos de bullanga guerrera. Luego, regresaba bruscamente el silencio y se oía el repiquetear de la arena contra los cristales y el febril bordoneo de una mosca. Era el primer día de las maniobras que tenían lugar a pocos kilómetros de Saranza.
Caminamos largo rato. Primero, cruzando la ciudad, después por la estepa. Charlotte hablaba con la misma serenidad y despego que la noche anterior en el balcón. Su voz se fundía con la alegre baraúnda de la banda militar, y, cuando de repente cedía el viento, sus palabras sonaban con extraña nitidez en el vacío hecho de sol y de silencio.
Me refería su breve estancia en Moscú, dos años después de la guerra… Una clara tarde de mayo, caminaba a través del nudo de callejas de la Presnia que bajaban hacia el Moskova, y se sentía como convaleciente, reponiéndose de la guerra, del miedo, e incluso, sin atreverse a confesárselo, de la muerte de Fiódor, o más bien de su ausencia cotidiana, obsesiva… En la esquina de una calle, oyó un fragmento de la conversación que sostenían dos mujeres que pasaban a su lado. «Samovares…», dijo una de ellas. «El buen té de antaño…», pensó, como en eco, Charlotte. Cuando salió a la plaza, frente al mercado, con sus puestos de madera, sus kioscos y su cerca de gruesos tableros, comprendió que se había equivocado. Un hombre sin piernas, embutido en una especie de caja de madera con ruedas, se acercó a ella alargando su único brazo:
– ¡Anda, guapa, un rublillo para este inválido!
Charlotte lo evitó instintivamente, pues el desconocido semejaba un hombre brotado de la tierra. Entonces reparó en que los aledaños del mercado eran un hervidero de soldados mutilados: de «samovares». Desplazándose con su caja, provista en unos casos de pequeñas ruedas con neumáticos de goma, en otros de simples cojinetes de bolas, los lisiados abordaban a la gente a la salida, pidiendo dinero o tabaco. Algunos transeúntes daban algo, otros apretaban el paso, otros soltaban un juramento y agregaban con tono moralizante: «Ya os alimenta el Estado… ¡Menuda vergüenza!». Los samovares eran en su mayoría jóvenes; algunos iban ostensiblemente borrachos. Todos miraban con ojos penetrantes, un tanto enloquecidos… Tres o cuatro cajas se abalanzaron hacia Charlotte. Los soldados hincaban su bastón en el suelo pisoteado de la plaza, contorsionándose, ayudándose mediante violentas sacudidas con todo el cuerpo. No obstante el esfuerzo que ponían, aquello parecía más bien un juego.
Charlotte se detuvo, sacó apresuradamente un billete del bolso y se lo dio al primero que se acercó. El hombre no pudo cogerlo: su mano única, la mano izquierda, no tenía dedos. Fue deslizando el billete hasta el fondo de la caja y, de repente, tambaleándose en su asiento y alargando el muñón hacia Charlotte, le rozó el tobillo y alzó hacia ella una mirada de amarga demencia…
Charlotte no tuvo tiempo de comprender lo que ocurrió a continuación. Otro mutilado, éste con dos brazos útiles, apareció junto al primero y, brutalmente, le arrebató el billete arrugado en el fondo de la caja. Charlotte lanzó un grito y abrió de nuevo el bolso. Pero el soldado que acababa de acariciarle el tobillo parecía haberse resignado y, volviendo la espalda a su agresor, subía ya por la empinada calleja cuya parte superior se abría al cielo… Charlotte permaneció un instante indecisa. ¿Alcanzarle? ¿Volver a darle dinero? Otros samovares desplazaban ya sus cajas hacia ella. La invadió un hondo malestar, mezcla de temor y vergüenza. Un grito ronco desgarró el monótono rumor que flotaba sobre la plaza.