Charlotte se acomodaba con un libro a la sombra de los sauces, a un paso de la corriente. Yo nadaba hasta el agotamiento, me zambullía, cruzando varias veces el río estrecho y poco profundo. A lo largo de sus orillas se alineaba un rosario de islotes cubiertos de tupida hierba donde apenas había espacio para tumbarse e imaginarse en una isla desierta en medio del océano…
Luego, estirado en la arena, escuchaba el insondable silencio de la estepa… Nuestras conversaciones nacían sin causa aparente y parecían derivar del soleado fluir del Sumra, del rumor de las largas hojas de los sauces. Charlotte, con las manos posadas en el libro abierto, miraba más allá del río, hacia la llanura abrasada por el sol, y rompía a hablar, tan pronto contestando a mis preguntas como anticipándose intuitivamente a ellas.
Durante una de esas largas tardes de verano transcurridas en medio de la estepa, donde la sequedad y el calor arrancaban un sonido a cada hierba, supe lo que se me había ocultado antaño de la vida de Charlotte. Y también lo que mi inteligencia infantil no alcanzaba entonces a concebir.
Supe que aquel soldado de la Gran Guerra, el que le deslizara en la mano la piedrecita llamada «Verdún», había sido realmente su primer amor, el primer hombre de su vida. Sólo que no se habían conocido el día del solemne desfile del 14 de julio de 1919, sino dos años más tarde, pocos meses antes de que Charlotte partiese para Rusia. Supe también que el soldado distaba mucho de ser el héroe bigotudo y resplandeciente de medallas que forjara nuestra cándida imaginación. Era más bien flaco, de cara pálida y ojos tristes. Tosía con frecuencia. Tenía los pulmones abrasados, pues había sido víctima del gas en el curso de uno de los primeros ataques con este tipo de arma. Tampoco había abandonado el gran desfile para acercarse a Charlotte y alargarle el «Verdún». Le había entregado dicho talismán en la estación, el día de su marcha para Moscú. Estaba seguro de volver a verla muy pronto.
Un día, Charlotte me habló de la violación… Su voz serena tenía ese tono que parecía decir: «Por supuesto, ya sabes de qué se trata… Ya no es un secreto para ti». Yo confirmaba esa entonación con una serie de pequeños «sí, sí» pronunciados con alegre indolencia. Me daba miedo, al levantarme, tras escuchar aquel relato, ver a otra Charlotte, ver un rostro que ostentase la expresión indeleble de una mujer violada. Pero lo primero que se grabó en mi cerebro fue aquel resplandor luminoso.
Un hombre tocado con un turbante y vestido con una especie de abrigo, muy grueso y caluroso, sobre todo en medio de las arenas del desierto que le rodeaban. Unos ojos oblicuos como cuchillas, la cobriza piel curtida de su cara redonda y reluciente de sudor. Es joven. Con gestos febriles, intenta asir el puñal curvo que pende de su cinturón, al otro lado del fusil. Esos pocos segundos parecen interminables. Porque el desierto y el hombre de gestos apresurados son vistos por una minúscula parcela de la mirada, por ese intersticio entre las pestañas. Una mujer postrada en el suelo, con el vestido hecho jirones y el pelo revuelto medio enterrado en la arena, parece enquistarse para siempre en ese paisaje vacío. Un hilillo rojo cruza su sien izquierda. Pero está viva. La bala le ha desgarrado la piel bajo el pelo y se ha hundido en la arena. El hombre se contorsiona buscando el arma. Desea que la muerte sea más física -el cuello rebanado, el chorro de sangre empapando la arena-. El puñal que busca ha caído al otro lado cuando, poco antes, con los faldones de su larga prenda ampliamente abiertos, se debatía sobre el cuerpo aplastado… Tira de su cinturón con rabia, lanzando miradas de encono al rostro petrificado de la mujer. De repente, oye un relincho. Vuelve la cabeza. Sus compañeros galopan ya lejos; sus perfiles, en lo alto de una cresta, se recortan con nitidez sobre el fondo del cielo. Se siente de pronto extrañamente solo: él, el desierto a la luz del crepúsculo, aquella mujer agonizante. Escupe rabioso, golpea con su bota puntiaguda el cuerpo inerte y, con la agilidad de un caracal, salta al caballo. Cuando se desvanece el ruido de los cascos, la mujer abre lentamente los ojos. Comienza a respirar, vacilante, como si hubiera perdido la costumbre. El aire sabe a piedra y a sangre…
La voz de Charlotte se confundió con el leve silbido de los sauces. Luego calló. Pensé en la ira de aquel joven uzbeco: «¡Necesitaba a toda costa degollarla, reducirla a una carne sin vida!». Y comprendí, con lucidez ya viril, que no era una simple crueldad. Recordé de pronto los primeros minutos que seguían al acto amoroso, cuando el cuerpo deseado un instante antes se tomaba de pronto inútil, desagradable a la vista y al tacto, casi hostil. Recordé a mi joven compañera en nuestra balsa nocturna: era cierto, le reprochaba no desearla ya, sentirme decepcionado, notarla allí, pegada a mi hombro… Llevando mi pensamiento hasta el límite, desplegando ese egoísmo de macho que me aterraba y me tentaba a la par, pensé: «¡La verdad es que, después del amor, es mejor que la mujer desaparezca!». Y se me apareció de nuevo aquella mano febril buscando el puñal.
Me incorporé bruscamente y me volví hacia Charlotte. Quería hacerle la pregunta que me torturaba desde hacía meses y que, mentalmente, había formulado y vuelto a formular mil veces: «Dime, en una sola palabra, en una sola frase, ¿qué es el amor?».
Pero Charlotte, creyendo sin duda anticiparse a una pregunta mucho más lógica, habló antes que yo.
– ¿Y sabes lo que me salvó? O mejor dicho, ¿quién me salvó?… ¿No te lo ha contado nadie?
Yo la miraba. No, el relato de la violación no había dejado huella alguna en sus rasgos. Tan sólo se veía una palpitación de sombra y de sol en las hojas de los sauces que rozaban su rostro.
La había salvado un saigak, ese antílope del desierto de enormes ollares, semejantes a una trompa de elefante tronchada, y -en asombroso contraste- de grandes ojos temerosos y tiernos. Charlotte los había visto con frecuencia correr en manadas a través del desierto… Cuando pudo por fin incorporarse, vio un saigak que trepaba lentamente por una duna. Charlotte lo siguió sin pensárselo, instintivamente: el animal era la única baliza en medio de las infinitas ondulaciones de arena. Como en un sueño (el aire lila tenía esa engañosa vacuidad de los sueños), logró acercarse al animal. El saigak no huyó. En la desvaída luz del crepúsculo, Charlotte vio unas manchas oscuras en la arena: sangre. El animal se desplomó; luego, agitando violentamente la cabeza, se levantó del suelo, titubeó con sus largas patas temblequeantes y dio unos saltos desgalichados. Cayó de nuevo. Estaba herido de muerte. ¿Habían sido los mismos hombres que habían estado a punto de matarla a ella? Tal vez. Era primavera. La noche fue gélida. Charlotte se hizo un ovillo, pegando el cuerpo al lomo del animal. El saigak ya no se movía. Pequeñas sacudidas le recorrían la piel. Su respiración silbante se asemejaba a los suspiros humanos, a las palabras susurradas. Charlotte, entumecida por el frío y el dolor, se despertaba a menudo, percibiendo ese murmullo que parecía esforzarse obstinadamente en decir algo. Durante uno de esos despertares, en plena noche, divisó con estupor una chispa que brillaba en la arena. Una estrella caída del cielo… Charlotte se inclinó hacia ese punto luminoso. Era el ojo abierto del saigak, y una soberbia y frágil constelación se reflejaba en aquel globo lleno de lágrimas… No supo en qué instante los latidos del corazón de aquel ser se detuvieron… Por la mañana, el desierto refulgía de escarcha. Charlotte permaneció unos minutos de pie ante el cuerpo inmóvil salpicado de cristales. Luego, lentamente, escaló la duna que el animal no había podido salvar la víspera. Al llegar a la cresta exhaló un «¡ah!» que resonó en el aire matinal. A sus pies se extendía un lago, teñido de rosa por los primeros rayos de sol. A esa agua quería llegar el saigak… Encontraron a Charlotte, sentada en la orilla, aquella misma tarde.