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Ya en las calles de Saranza, al caer la noche, agregó a manera de emocionado epílogo:

– Tu abuelo -dijo muy quedo- jamás sacó a relucir esta historia. Jamás… Y quería a Serge, tu tío, como si fuese su propio hijo. Incluso quizá más. Es duro, para un hombre, aceptar que su primer hijo haya nacido de una violación. Sobre todo si piensas que Serge no se parecía a nadie de la familia. No, nunca quiso hablar de eso…

Noté un leve temblor en su voz. «Amaba a Fiódor», pensé sencillamente. «El hizo que aquel país, en el que ella tanto había sufrido, pudiera ser el suyo. Y sigue amándole. Después de tantos años sin él. Le ama en esta estepa nocturna, en esta inmensidad rusa. Le ama…»

El amor se me apareció de nuevo en toda su dolorosa simplicidad. Inexplicable. Inexpresable. Como la constelación que se reflejaba en el ojo de un animal herido, en medio de un desierto cubierto de hielo.

El azar de un lapsus me reveló una realidad desconcertante: el francés que yo hablaba no era ya el mismo…

Aquel día, mientras le hacía una pregunta a Charlotte, se me trabó la lengua. Debí de toparme con una de esas parejas de palabras que inducen a error, muy abundantes en francés. Sí, eran gemelas del estilo de «percepteur-précepteur», o «décemer-discemer». Estos pérfidos dúos, tan peligrosos como «luxe-luxure», provocaban antaño, por mis torpezas verbales, no pocas mofas de mi hermana y discretas correcciones de Charlotte…

En esta ocasión no era cosa de que nadie me soplase la palabra exacta. Tras una segunda vacilación, me corregí a mí mismo. Pero mucho más trascendental que ese momentáneo titubeo fue la siguiente revelación: ¡estaba hablando una lengua extranjera!

Mis meses de rebeldía habían dejado, por lo tanto, secuelas. No es que notase de pronto menos soltura para expresarme en francés. Pero se había producido una ruptura. De niño me confundía con la materia sonora de la lengua de Charlotte. Me movía en ella sin preguntarme por qué ese reflejo en la hierba, ese brillo coloreado, perfumado, vivo, tan pronto existía en masculino y poseía una identidad crujiente, frágil, cristalina impuesta, al parecer, por su nombre: tsvetok, como se envolvía en un aura aterciopelada, afelpada y femenina, convirtiéndose en «une fleur».

Más adelante me vendría a la mente la historia del ciempiés. Cuando le preguntó alguien por la técnica de su danza, el bicho se hizo de inmediato un lío con los movimientos, antes instintivos, de sus innumerables miembros.

Mi caso no fue tan desesperado. Pero desde el día del lapsus la cuestión de la «técnica» resultó insoslayable. En lo sucesivo, el francés se convertía en un instrumento cuyo alcance yo podía medir al hablar. Sí, en un instrumento independiente de mí, que yo manejaba siendo consciente de cuando en cuando de lo extraño de semejante acto.

Por desconcertante que fuese, mi descubrimiento me proporcionó una penetrante intuición con respecto al estilo. Aquella lengua -instrumento cincelada, afilada, perfeccionada -me decía a mí mismo-, no era ni más ni menos que la escritura literaria. En las anécdotas sobre Francia, con las que entretuve a mis colegas durante todo aquel año, había notado ya el primer esbozo de esa lengua novelesca: ¿no la había manipulado acaso para agradar lo mismo a los «proletarios» que a los «estetas»? La literatura se revelaba como una permanente sorpresa ante ese fluir verbal en el que se fundía el mundo. El francés, mi lengua «abuelomatema», era -ahora lo veía- la «lengua del asombramiento» por excelencia.

…Sí, desde el lejano día transcurrido a orillas de un riachuelo perdido en medio de la estepa, a veces, en plena conversación en francés, me viene a la memoria mi sorpresa de antaño: una señora de cabello gris y grandes ojos serenos está sentada con su nieto en el corazón de la llanura desierta, abrasada por el sol y muy rasa en la infinitud de su aislamiento, y hablan en francés con la mayor naturalidad del mundo… Revivo la escena, me sorprende hablar francés, balbuceo, abomino de mi francés. Lo curioso, o más bien muy lógico, es que en tales momentos, cuando me muevo entre las dos lenguas, me da la impresión de vivir y sentir más intensamente que nunca.

Quizás ese mismo día en que, al pronunciar «preceptor» en vez de «perceptor», penetraba en un silenciosa «mixtura de lenguas», reparé también en la belleza de Charlotte…

La idea de esa belleza se me antojó en un principio inverosímil. En la Rusia de aquella época, toda mujer que rebasaba la cincuentena se transformaba en babuchka, un ser cuya feminidad y, máxime, belleza resultaba absurdo suponer. No digamos ya afirmar: «Mi abuela es guapa»…

Y sin embargo, Charlotte, que tendría por entonces sesenta y cuatro o sesenta y cinco años, era guapa. Acomodándose en la parte inferior de la orilla escarpada y arenosa del Sumra, leía bajo las ramas de los sauces, que cubrían su vestido con una trama de sombra y de sol. Sus cabellos plateados estaban recogidos en la nuca. En ocasiones, sus ojos me miraban sonriendo levemente. Yo intentaba discernir qué era lo que irradiaba, en aquel rostro, en aquel vestido tan sencillo, la belleza cuya existencia casi me avergonzaba reconocer.

No, Charlotte no era de esas mujeres «que no aparentan su edad». Sus rasgos no tenían tampoco ese huraño atractivo que poseen los rostros «bien conservados» de las mujeres que viven en lucha permanente contra las arrugas. No intentaba camuflar su edad. Pero el envejecer no provocaba en ella ese encogimiento que demacra los rasgos y reseca el cuerpo. Miré con atención el reflejo plateado de sus cabellos, las líneas de su rostro, sus brazos ligeramente bronceados, los pies descalzos que casi tocaban la perezosa corriente del Sumra… Y con insólita alegría, descubrí que no mediaba una estricta frontera entre el tejido floreado del vestido y la sombra moteada del sol. Los contornos de su cuerpo se perdían imperceptiblemente en la luminosidad del aire; sus ojos, cual una acuarela, se confundían con el cálido brillo del cielo, el gesto de sus dedos volviendo las páginas se entreveraba con el ondular de las largas ramas de los sauces… ¡Así pues, en esa fusión se escondía el misterio de su belleza!

Sí, su rostro, su cuerpo, no se crispaban, asustados por la llegada de la vejez, sino que se impregnaban del viento soleado, de las amargas fragancias de la estepa, del frescor de los sauces. Y su presencia confería una extraña armonía a aquella extensión desierta. Charlotte estaba allí, y, en la monotonía de la llanura abrasada por el sol se formaba una inaprensible consonancia: el melodioso rumor de la corriente, el acre olor de la arcilla húmeda mezclada con la penetrante fragancia de las hierbas secas, el juego de luces y sombras bajo las ramas. Un instante único, irrepetible, en el nebuloso transcurrir de los días, los años, los tiempos…

Un instante que no pasaba.

Descubrí la belleza de Charlotte. Y, casi al mismo tiempo, su soledad.

Aquel día, tumbado en la orilla, la escuchaba hablar del libro que se llevaba en nuestros paseos. Desde mi lapsus, no podía dejar de observar, a la par que seguía la conversación, el francés de mi abuela. Comparaba su lengua con la de los autores que yo leía y con la de los escasos periódicos que llegaban a nuestro país. Conocía todas las particularidades de su francés, sus giros favoritos, su sintaxis personal, su vocabulario e incluso la pátina del tiempo que se traslucía en sus frases: el tinte «Belle-Epoque»…

En aquella ocasión, más que ese tipo de observaciones lingüísticas, me vino un sorprendente pensamiento a la mente: «Hace ya medio siglo que esta lengua vive en total aislamiento, pugnando con una realidad ajena a su naturaleza, cual planta que se afana en crecer en un acantilado desnudo…». Y, sin embargo, el francés de Charlotte había conservado un extraordinario vigor, denso y puro, esa transparencia ambarina que cobra el vino al envejecer. Había sobrevivido a tempestades de nieve siberianas, al ardor de las arenas en el desierto de Asia central. Y seguía resonando a orillas de aquel río que serpenteaba por la estepa infinita…