El río creció antes de que la tormenta llegara adonde nos encontrábamos. Reaccionamos al oír que la corriente chapoteaba ya, invadiendo las raíces de los sauces. El cielo se teñía de violeta y de negro. La estepa, erizada, se petrificaba en cegadores y lívidos paisajes. Con el frescor del primer aguacero nos invadió un efluvio penetrante y ácido. Y Charlotte, al tiempo que doblaba la servilleta que nos había servido de mantel, concluía su exposición:
– Pero al final, en el último verso, se produce una auténtica paradoja en la traducción. ¡Brussov supera a Baudelaire! Sí, Baudelaire habla de los «cantos de los marineros» en esa isla nacida de «el olor de tu seno entrañable». Y Brussov, al traducirlo, oye «las voces de los marineros gritando en varias lenguas». Lo maravilloso es que el ruso puede expresar eso con un solo adjetivo. Esos gritos en lenguas diferentes resultan mucho más vivos que los «cantos de los marineros», de un romanticismo un tanto cursi, la verdad. Como ves, ocurre lo que decíamos el otro día: el traductor de prosa es esclavo del autor, mientras que el de poesía es su rival. Además, en este soneto…
No tuvo tiempo de concluir la frase. La corriente se precipitó bajo nuestros pies arrastrando mis ropas, algunas hojas de papel y una alpargata de Charlotte. El cielo saturado de lluvia se desplomó sobre la estepa. Nos lanzamos a salvar nuestras cosas. Rescaté mi pantalón y mi camisa, que por suerte se habían quedado prendidos a las ramas de los sauces, y pesqué por los pelos la alpargata de Charlotte. También pude alcanzar las hojas con las copias de las traducciones. El aguacero no tardó en convertirlas en bolitas teñidas de tinta…
Si sentimos miedo, no llegamos a notarlo, pues el ensordecedor estrépito del trueno ahuyentó con su violencia todo pensamiento. Las trombas de agua nos aislaron en las temblorosas fronteras de nuestros cuerpos. Percibíamos con sorprendente intensidad nuestros corazones ahogados en aquel diluvio que mezclaba cielo y tierra.
A los pocos minutos, brilló el sol. Desde lo alto de la orilla contemplábamos la estepa, que parecía respirar, reluciente, estremecida por mil chispas irisadas. Intercambiamos una mirada sonriente. Charlotte había perdido su pañuelo blanco, y el cabello mojado le resbalaba en oscuras trenzas sobre los hombros. En sus pestañas brillaban gotitas de lluvia. El vestido empapado se le pegaba al cuerpo. «Es joven. Y muy guapa. A pesar de todo», dijo en mi interior esa voz involuntaria que no nos obedece y nos importuna con su ruda franqueza, pero que revela lo que la palabra meditada censura.
Nos detuvimos ante el terraplén del ferrocarril. Vimos acercarse, en lontananza, un largo tren de mercancías. Con frecuencia se detenía en aquel lugar un jadeante convoy, cortándonos el paso durante breves instantes. Nos divertía tropezamos con ese obstáculo, que respondía sin duda a un cambio de agujas o algún semáforo. Los vagones se interponían formando un gigantesco muro cubierto de polvo. De sus paredes expuestas al sol se desprendía una densa ola de calor. Y a lo lejos, el resuello de la locomotora era lo único que rompía el silencio de la estepa. Cada vez que esto ocurría, yo sentía la tentación de no esperar a que arrancara el tren y de cruzar la vía escurriéndome bajo los vagones. Pero Charlotte me sujetaba asegurándome que acababa de oír el pitido. A veces, cuando la espera se hacía demasiado larga, trepábamos a la plataforma descubierta que tenían en aquella época los vagones de mercancías y pasábamos al otro lado de la vía. Durante esos pocos segundos, nos invadía una gozosa excitación: ¿y si el tren arrancaba y nos llevaba hacia un destino desconocido, fabuloso?
En esta ocasión, no podíamos esperar. Empapados como estábamos, urgía regresar antes de que cayera la noche. Trepé el primero y le tendí la mano a Charlotte, que subió al estribo. En ese momento arrancó el tren. Cruzamos corriendo la plataforma. Yo podía haber saltado. Pero no Charlotte… Permanecimos ante la abertura exterior, donde la corriente se hacía cada vez más viva. El trazado de nuestro sendero se perdió en la inmensidad de la estepa.
No, no estábamos inquietos. Sabíamos que en una u otra estación tenía que detenerse nuestro tren. Incluso me daba la impresión de que a Charlotte, en cierto modo, le divertía nuestra imprevista aventura. Contemplaba la llanura, reavivada por la tormenta. Sus cabellos ondeaban al viento y se le pegaban al rostro. De vez en cuando, se los apartaba con un rápido gesto. A pesar del sol, caía a ratos una lluvia muy fina. Charlotte me sonreía a través de aquel velo rutilante.
Lo que se produjo de repente en aquella plataforma bamboleante en medio de la estepa se asemejó a la fascinación de un niño que, tras observar en vano un dibujo, descubre entre sus líneas sabiamente entremezcladas un personaje o un objeto camuflados. Lo ve, y los arabescos del dibujo cobran un sentido y una vida nuevos…
Lo mismo sucedía con mi mirada interior. ¡De repente, vi! O más bien cobré conciencia, en todo mi ser, del luminoso vínculo que ligaba aquel instante surcado de espejeos irisados con otros instantes que había vivido anteriormente: aquella noche lejana, con Charlotte, el melancólico pitido de la Kukuchka; la mañana parisiense, envuelta, en mi imaginación, en una bruma soleada; el episodio nocturno en la balsa con mi primera enamorada, cuando el enorme barco envolvió desde lo alto nuestros cuerpos abrazados; y las veladas de mi infancia vividas -así me lo pareció- ya en otra vida… Esos instantes, trabados, formaban un universo singular, con su propio ritmo, su aire y su sol particulares. Casi otro planeta. Un planeta en el que la muerte de aquella mujer de grandes ojos grises resultaba inconcebible. En el que el cuerpo femenino abocaba en una sucesión de instantes soñados. En el que mi «lengua del asombra- miento» sería comprensible para los demás.
Dicho planeta era el mismo mundo que veíamos desfilar desde el vagón. Sí, esa misma estación donde se detuvo por fin el tren. El mismo andén desierto, barrido por el aguacero. Los mismos escasos transeúntes con sus problemas cotidianos. Ese mismo mundo, pero visto de otra manera.
Mientras ayudaba a apearse a Charlotte, traté de precisar esa «otra manera». Sí, para ver ese otro planeta había que comportarse de un modo especial. Pero ¿cómo?
– Ven, vamos a comer algo -me dijo mi abuela, sacándome de mis cavilaciones, y se encaminó hacia el restaurante situado en una de las alas de la estación.
El comedor estaba vacío, y las mesas, sin poner. Nos acomodamos junto a la ventana abierta, desde la que se divisaba una plaza rodeada de árboles. En las fachadas de los edificios se veían largas bandas de calicó rojo con las habituales proclamas ensalzando el Partido, la Patria, la Paz… Se acercó un camarero y, con tono huraño, nos anunció que la tormenta les había dejado sin luz y que por consiguiente el restaurante cerraba. Quise levantarme, pero Charlotte insistió con esa cortesía envolvente que, por sus fórmulas anticuadas -calcadas del francés, como yo sabía- impresionaba siempre a los rusos. El hombre titubeó un segundo y se retiró, visiblemente desconcertado.
Nos trajo un plato sorprendente por su sencillez: una docena de rodajas de salchichón y un enorme pepino en salmuera cortado en finas láminas. Y lo más importante: colocó ante nosotros una botella de vino. Nunca había cenado así. El propio camarero debió de reparar en la pareja insólita que formábamos y en lo peregrino de aquella cena fría. Sonrió y balbució unas observaciones sobre el tiempo, como para disculparse del recibimiento que acababa de dispensamos.
Nos quedamos solos en el comedor. El viento que penetraba por la ventana olía a follaje húmedo. En el cielo se escalonaban nubes grises y violetas iluminadas por el crepúsculo. De cuando en cuando chirriaban las ruedas de un coche sobre el asfalto húmedo. Cada sorbo de vino confería una densidad distinta a aquellos sonidos y colores: la fresca frondosidad de los árboles, los cristales brillantes bañados por la lluvia, la tela roja de las "proclamas en las fachadas, el chirrido húmedo de las ruedas, el cielo aún tumultuoso… Notaba que, poco a poco, lo que vivíamos en el comedor vacío se desgajaba del momento presente, de aquella estación, de aquella ciudad desconocida, de su vida diaria…