– ¿Sigue usted bien, Charlota Norbertovna?
Mi abuela le devolvía el saludo y hasta intercambiaba con Gavrilych unas palabras no carentes de implícitas intenciones educativas. El patio, en esos momentos, cobraba un aspecto muy singular: las babuchkas, expulsadas por la tempestuosa entrada en escena del borracho, se refugiaban en la escalinata de la casona de madera situada frente a nuestra casa, los niños se escondían tras los árboles, a las ventanas se asomaban rostros entre curiosos y asustados. Y en la palestra, nuestra abuela charlaba con un Gavrilych amansado. Este, por lo demás, no tenía un pelo de tonto. Hacía tiempo que había comprendido que su función rebasaba la borrachera y el escándalo. Se sentía en cierto modo imprescindible para el bienestar psíquico del patio. Gavrilych se había convertido en un personaje, una figura original, una curiosidad: el portavoz del destino imprevisible, peregrino, tan caro a los corazones rusos. Y de repente se topaba con aquella francesa, con la apacible mirada de sus ojos grises, elegante pese a la sencillez de su vestido, delgada y tan distinta de las mujeres de su edad, de las babuchkas a quienes Gavrilych acababa de expulsar de su nido.
Un día, intentando decirle a Charlotte algo que no se redujera a un simple saludo, carraspeó, cubriéndose la boca con su manaza, y rezongó:
– Pues sí, Charlota Norbertovna, usted tan sola, aquí, en nuestras estepas…
Gracias a tan torpe frase pude imaginar (cosa que no había hecho hasta entonces) a mi abuela en nuestra ausencia, en invierno, sola en su habitación.
En Moscú o en Leningrado todo habría sido distinto. El abigarramiento humano de la gran ciudad habría difuminado la singularidad de Charlotte. Pero había recalado en aquella pequeña ciudad, Saranza, ideal para vivir días idénticos los unos a los otros. Su pasado seguía estando intensamente presente, como si lo hubiera vivido la víspera.
Tal era Saranza: petrificada, en el confín de las estepas, en un profundo pasmo frente al infinito que se abría ante sus puertas. Calles serpenteantes, polvorientas, que trepaban siempre colinas arriba, y cercados de madera sobre el verdor de los jardines. Sol, soñolientas perspectivas. Y transeúntes que asomaban por el extremo de una calle y parecían acercarse eternamente sin llegar nunca a nuestra altura.
La casa de mi abuela se hallaba en los aledaños de la ciudad, en el lugar llamado «el Calvero del Oeste»: esa coincidencia (Oeste-Europa-Francia) nos hacía mucha gracia. Era un edificio de tres plantas, construido en los años diez, que debía inaugurar, según el proyecto de un ambicioso gobernador, toda una avenida que ostentara la impronta del estilo moderno. Sí, el edificio era una lejana réplica de aquella moda de comienzos de siglo. Parecía como si todas las sinuosidades, perfiles y curvas de aquella arquitectura, tras brotar de su fuente europea, hubieran fluido, debilitadas, desvaídas, hasta penetrar en las profundidades de Rusia; y, bajo el gélido viento de las estepas, ese fluir se hubiera estancado en los extraños ojos de buey ovalados, en los tallos de rosal cincelados que ornaban las entradas de las casas… El proyecto del gobernador ilustrado había quedado en nada. La Revolución de Octubre cortó de raíz esas decadentes tendencias del arte burgués. Y el edificio -una estrecha franja de la avenida soñada- había pasado a ser único en su género. Además, tras numerosos retoques, tan sólo conservaba una sombra de su estilo inicial. Fue sobre todo la campaña oficial de lucha «contra los excesos arquitectónicos» (de la que fuimos testigos siendo muy niños) la que le asestó el golpe de gracia. Todo parecían «excesos»: los obreros arrancaron los tallos de los rosales, condenaron los ojos de buey… Y como siempre surgen personas que se aplican en poner excesivo celo a cuanto se les encomienda (gracias a ellas triunfan de verdad las campañas), el vecino de abajo se afanó en arrancar de la pared la broza arquitectónica más flagrante: dos bonitos rostros de bacantes que se sonreían melancólicamente a ambos lados del balcón de nuestra abuela. Para ello, se vio obligado a realizar arriesgadísimas maniobras, encaramado en el antepecho de su ventana con una larga herramienta de acero en la mano. Los dos rostros se desprendieron uno tras otro de la pared y fueron a parar al suelo. Uno de ellos se rompió en mil fragmentos tras estrellarse contra el asfalto; el otro, siguiendo una trayectoria diferente, se hundió en el tupido arriate de dalias, que amortiguó su caída. Por la noche, lo recuperamos y lo trasladamos a casa. A partir de entonces, durante nuestras largas veladas veraniegas en el balcón, aquel rostro de piedra nos contemplaba con su mustia sonrisa y sus tiernos ojos desde las macetas floridas, y parecía escuchar los relatos de Charlotte.
Al otro lado del patio, cubierto por el follaje de tilos y chopos, se erguía una casona de madera de dos pisos, de oscuros y recelosos ventanucos, renegrida por el paso de los años. Ese tipo de construcción, y otros similares, era lo que quería eclipsar el gobernador con la grácil luminosidad del estilo moderno. En aquella casona, que se remontaba a dos siglos atrás, vivían las babuchkas más folklóricas, directamente surgidas de los cuentos, con sus gruesos chales, sus rostros mortalmente lívidos, sus manos huesudas, casi azules, posadas en las rodillas. Siempre que penetrábamos en aquella oscura morada, se me pegaba a la garganta el olor áspero, denso, pero no del todo ingrato, que flotaba, estancado, en los atestados pasillos. Era el olor de la vida pretérita, tenebrosa y sumamente primitiva cuando se enfrenta a la muerte, el nacimiento, el amor, el dolor. Una suerte de clima opresivo, pero lleno de una extraña vitalidad; comoquiera que fuera, el único que casaba con los habitantes de la enorme isba. El hálito ruso… En el interior, nos sorprendía el número y disimetría de las puertas, que se abrían a habitaciones sumidas en una humosa penumbra. Yo percibía, casi físicamente, la densidad carnal de los seres cuyas vidas allí se entremezclaban. Gavrilych vivía en el sótano, que compartía con tres familias. La angosta ventana de su habitación se hallaba a ras de suelo y, desde la primavera, la obstruían los hierbajos. Las babuchkas, sentadas en su banco a escasos metros, dirigían de cuando en cuando inquietas miradas hacia allí, pues no era raro ver aparecer entre esos tallos, por la ventana abierta, la ancha cara del «escandalizador». Su cabeza parecía brotar de la tierra. Pero durante esos instantes de contemplación, Gavrilych permanecía siempre tranquilo. Echaba el rostro hacia atrás como si quisiera contemplar el cielo y el refulgente crepúsculo en las ramas de los álamos… Un día en que nos aventuramos hasta el desván de la gran isba negra, bajo su tejado caldeado por el sol alzamos el pesado batiente de una buharda. En el horizonte, un aterrador incendio abrasaba la estepa; el humo no iba a tardar en eclipsar el sol…
La revolución, en definitiva, había conseguido una única innovación en aquel apacible rincón de Saranza: despojar de su cúpula a la iglesia, que se alzaba en uno de los extremos del patio. Habían eliminado también el iconostasio y lo habían sustituido por un gran lienzo de seda blanca; se trataba de una pantalla, confeccionada con las cortinas requisadas en uno de los pisos del edificio «decadente». El cine La Barricada se hallaba listo para recibir a los primeros espectadores…
Sí, nuestra abuela era esa mujer que podía hablar tranquilamente con Gavrilych, la mujer que se oponía a todas las campañas y que, un día, nos dijo con un guiño, refiriéndose a nuestro cine: «Esa iglesia decapitada…». Y vimos elevarse por encima del achaparrado edificio (cuyo pasado ignorábamos) la esbelta silueta de un bulbo dorado y una cruz.
Esos pequeños detalles, mucho más que su indumentaria o su físico, nos revelaban la peculiaridad de Charlotte. Por lo que respecta al francés, lo considerábamos más bien nuestro dialecto familiar. Al fin y al cabo, cada familia tiene sus pequeñas manías verbales, sus tics lingüísticos, su argot íntimo, sus apodos, que jamás traspasan el umbral de una casa.