La vida se agotó rápidamente. El tiempo se estancó. Tan sólo me resultaba perceptible por el desgaste de mis tacones sobre el asfalto húmedo y por la sucesión de ruidos, muy pronto archisabidos, que las corrientes de aire transmitían de la mañana a la noche por los pasillos del hotel. La ventana de mi cuarto daba a un edificio en demolición. En medio de los cascotes se erguía una pared empapelada. Colgado en aquel lienzo coloreado, un espejo sin marco reflejaba la ligera y huidiza profundidad del cielo. Cada mañana me preguntaba si vería ese reflejo al abrir las cortinas. Ese suspense matinal comunicaba también un ritmo a un tiempo inmóvil al que me habituaba cada vez más. E incluso la idea de que un día sería preciso poner punto final a esa vida, romper la pequeña parcela que me ligaba todavía a aquellos días de otoño, a aquella ciudad, suicidarme quizá, se convirtió muy pronto en una costumbre… Y cuando, una mañana, oí que algo se desplomaba con un ruido seco y vi, tras las cortinas, que la pared había desaparecido dejando un vacío humeante de polvo, esa idea se me apareció como un maravilloso mutis por el foro…
Lo recordé unos días más tarde… Estaba sentado en un banco, en medio del bulevar empapado por una fina lluvia. Embotado por la fiebre, sentía en mi interior como un diálogo mudo entre un niño asustado y un hombre: el adulto, inquieto a su vez, intentaba tranquilizar al niño hablándole con tono falsamente jovial. La voz alentadora me decía que podía levantarme, tomarme otra copa de vino en el café y pasar allí una hora calen- tito. O bajar a la tibia humedad del metro. O incluso dormir otra noche en el hotel, aunque no tuviera con qué pagarlo. O, en última instancia, entrar en la farmacia de la esquina y sentarme en una silla de cuero, no moverme, callarme y, cuando se me acercasen los empleados alarmados, susurrar muy quedo: «Déjenme tranquilo, sólo un minuto; dejen que disfrute de esta luz y este calor. Me marcharé, se lo prometo…».
El aire frío que soplaba por el bulevar se condensó, se disgregó en una llovizna insistente. Me levanté. La voz tranquilizadora había enmudecido. Me daba la impresión de que una nube de algodón ardiente me envolvía la cabeza. Evité a un transeúnte que caminaba con una niña cogida de la mano. Temía asustar a la niña con mi cara encendida, con los temblores de fiebre que me sacudían… Al ir a cruzar la calzada, tropecé con el bordillo de la acera y agité los brazos como un funámbulo. Frenó un coche, evitándome por los pelos. Noté contra mi mano el breve roce de la portezuela. El conductor se tomó la molestia de bajar el cristal y soltarme un insulto. Vi su mueca, pero sus palabras me llegaron con una extraña lentitud algodonosa. En el mismo instante, me vino a la mente un pensamiento que me fascinó por su simplicidad: «Eso necesito. Este golpe, este impacto con el metal, pero mucho más violento. Un golpe que me destroce la cabeza, la garganta, el pecho. Y luego, el silencio inmediato, definitivo». Unos toques de silbato atravesaron la niebla febril que me abrasaba el rostro. Absurdamente, pensé que me perseguía un policía. Apreté el paso, chapoteando en un césped empapado de agua. Me ahogaba. La vista se me quebró en una multitud de facetas cortantes. Me entraron ganas de refugiarme en una madriguera, como un animal.
Tras un portalón abierto de par en par se extendía una ancha avenida cuyo brumoso vacío me aspiró. Me dio la impresión de nadar entre dos hileras de árboles, en el aire desvaído del crepúsculo. Casi de inmediato comenzaron a sonar toques de silbato en la avenida. Torcí por un pasaje más estrecho, resbalé en una losa, me interné entre unos extraños cubos grises. Por fin, me acurruqué desfallecido tras uno de ellos. Los toques de silbato siguieron sonando un rato y luego enmudecieron. A cierta distancia, oí el chirrido de la verja del portalón. En la pared porosa del cubo leí unas palabras que no entendí en un primer momento: «Concesión a perpetuidad. N°… Año 18…».
En algún lugar tras los árboles, sonó un silbato, seguido de una conversación. Dos hombres, dos guardianes, subían por la avenida.
Me incorporé lentamente. Y en medio del cansancio y del embotamiento de mi incipiente enfermedad, sentí que se dibujaba una sonrisa en mis labios: «La irrisión debe entrar a formar parte de la naturaleza de las cosas de este mundo. Con igual legitimidad que la ley de la gravitación…».
Todos los portalones del cementerio estaban ahora cerrados. Rodeé el panteón funerario tras el que me había dejado caer. Su puerta de vidrio cedió fácilmente. El interior me pareció casi espacioso. El suelo de losas, aparte del polvo y de unas hojas secas, estaba limpio y seco. Ya no me aguantaban las piernas. Me senté, y acabé tumbándome. Rocé con la cabeza un objeto de madera en la oscuridad. Lo toqué. Era un reclinatorio. Apoyé la nuca en el terciopelo ajado. Curiosamente, su superficie se me antojó tibia, como si alguien acabase de arrodillarse en él…
Los dos primeros días sólo abandonaba mi refugio para ir a buscar pan y lavarme. Regresaba de inmediato, me tumbaba y caía en un sopor febril que sólo los toques de silbato que sonaban al cerrar el cementerio interrumpían durante unos minutos. El portalón principal rechinaba en la niebla, y el mundo se reducía a esas paredes de piedra porosa que podía tocar abriendo los brazos, al reflejo de los cristales esmerilados de la puerta, al silencio sonoro que me parecía oír bajo las losas, bajo mi cuerpo…
No tardé en perder la noción del tiempo. Recuerdo tan sólo que una tarde me sentí por fin un poco mejor. Entrecerrando los párpados bajo el sol que asomaba de nuevo, regresaba… a casa. ¡A casa! Sí, lo pensé, eso pensé, y me eché a reír, atragantándome con un ataque de tos que hizo volverse a los transeúntes. Aquel panteón funerario que contaba más de un siglo, situado en la parte menos frecuentada del cementerio, pues no había por allí tumbas famosas, era… mi casa. Me dije con estupor que no había utilizado esa palabra desde mi infancia…
Aquella tarde, a la luz del sol de otoño que iluminaba el interior del panteón, leí las inscripciones de las placas de mármol empotradas en las paredes. Era, en realidad, una pequeña capilla que pertenecía a las familias Belval y Castelot. Y los lacónicos epitafios de las placas grabados en punteado bosquejaban su historia.
Me sentía aún demasiado débil. Leía una o dos inscripciones y luego me sentaba en las losas, respirando como tras realizar un gran esfuerzo, con la cabeza zumbándome de vértigo. Nacido en Burdeos el 27 de septiembre de 1837. Fallecido el 4 de junio de 1888 en París. Quizás eran esas fechas las que me daban vértigo. Percibía aquel tiempo pretérito con la sensibilidad de un alucinado. Nacido el 6 de marzo de 1849. Llamado junto al Señor el 12 de diciembre de 1901. Esos intervalos se llenaban de rumores, de figuras, de movimientos en los que se entreveraban la historia y la literatura. Era un flujo de imágenes cuya intensidad vivida y muy concreta me hacía casi daño. Se me antojaba oír el frufrú del largo vestido de una dama que subía a un coche de punto. Con tan sencillo gesto compendiaba los días lejanos de todas las mujeres desconocidas que habían vivido, amado, sufrido, que habían contemplado ese cielo, respirado ese aire… Sentía físicamente la envarada inmovilidad de un prohombre vestido con un traje negro: el sol, la plaza mayor de una ciudad de provincias, los discursos, los emblemas republicanos recientes… Las guerras, las revoluciones, el bullicio popular y las fiestas se concentraban por un segundo en un personaje, en un ruido, una voz, una canción, una salva, un poema, una sensación, y el tiempo seguía fluyendo entre la fecha del nacimiento y la de la muerte. Nacida el 26 de agosto de 1861 en Biarritz. Fallecida el 11 de febrero de 1922 en Vincennes…
Recorrí lentamente las inscripciones de los distintos epitafios: Capitán en el regimiento de Dragones de la Emperatriz. General de división. Pintor de escenas históricas al servicio del Ejército francés: África, Italia, Siria, México. Intendente general. Presidente de departamento en el Consejo de Estado. Literata. Ex gran refrendario del Senado. Teniente en el 224 de Infantería. Cruz de Guerra con Palmas. Muerto por Francia… Eran las sombras de un imperio que había resplandecido antaño en el mundo entero… La inscripción más reciente era también la más breve: Françoise, 2 de noviembre de 1952 -10 de mayo de 1969. Dieciséis años; no hacía falta añadir más.