Me senté en el suelo de losas, cerrando los ojos. Notaba en mi interior la palpitante densidad de todas aquellas vidas. Y sin tratar de hilvanar mis pensamientos murmuré:
– Adivino el ambiente que rodeó sus días y su muerte. Y el misterio de ese nacimiento en Biarritz, el 26 de agosto de 1861. La inconcebible individualidad de ese nacimiento, precisamente en Biarritz, ese día, hace más de un siglo. Y siento la fragilidad de ese rostro desaparecido el 10 de mayo de 1969, la siento como una emoción intensamente vivida por mí mismo… Esas vidas desconocidas me son familiares.
Me marché en plena noche. El recinto de piedra no era muy alto en aquella zona. Pero se me quedó enganchado el faldón del abrigo en una de las puntas de hierro clavadas en la parte superior del muro. Estuve en un tris de precipitarme de cabeza al suelo. En la oscuridad, el ojo azul de un farol describió un interrogante. Caí sobre una espesa capa de hojas secas. La caída se me antojó larguísima; me dio la impresión de aterrizar en una ciudad desconocida. Sus casas, a esas horas de la noche, semejaban monumentos de una ciudad abandonada. El aire olía a bosque húmedo.
Bajé por una avenida desierta. Por lo demás, todas las calles que tomaba bajaban, como para empujarme cada vez más hacia el fondo de aquella megalópolis opaca. Los pocos coches con que me cruzaba parecían huir de ella a toda velocidad. A mi paso, rebulló un vagabundo en su caparazón de cajas de cartón. Al asomar la cabeza le iluminó el escaparate de enfrente. Era un africano en cuyos ojos flotaba una especie de locura aceptada, serena. Habló. Me incliné hacia él, pero no entendí nada. Debía de hablar en su lengua… Las cajas de cartón que le cobijaban estaban cubiertas de jeroglíficos.
Cuando crucé el Sena, el cielo comenzaba a palidecer. Desde hacía ya un rato caminaba como un sonámbulo. La alegre euforia de convaleciente había desaparecido. Tenía la sensación de chapotear en la sombra todavía densa de las casas. Con el vértigo, las perspectivas se distorsionaban y parecían envolverme. Los edificios hacinados a lo largo de los muelles semejaban un gigantesco decorado de cine en la oscuridad de los focos apagados. No podía recordar por qué había abandonado el cementerio.
Al cruzar la pasarela de madera, me volví en varias ocasiones. Me pareció oír un ruido de pasos a mi espalda. O el latir de la sangre en mis sienes. El eco se dejó oír con más fuerza en una calle curva que me arrastró como un tobogán. Di media vuelta. Creí entrever una silueta femenina, envuelta en un largo abrigo, que se deslizó bajo un arco. Permanecí de pie, sin fuerzas, apoyado en una pared. El mundo se desintegraba, la pared cedía a la presión de mi mano, las ventanas se disgregaban y se escurrían sobre las fachadas lívidas de las casas…
Aquellas palabras estampadas en una placa de metal renegrido aparecieron como por ensalmo. Me aferré a su mensaje: como un hombre a punto de hundirse en la ebriedad o la locura se aferra a una máxima cuya lógica trivial, pero infalible, le retiene en este mundo… La placa estaba clavada a un metro del suelo. Leí tres o cuatro veces lo que decía:
CRECIDA. ENERO DE 1910
…No era un recuerdo, sino la vida misma. No, yo no revivía, vivía. Experimentaba sensaciones muy simples en apariencia. El calor de la barandilla de madera de un balcón suspendido en el aire de una noche estival. Las fragancias secas y aromáticas de las hierbas. El lejano pitido melancólico de una locomotora. El leve ruido de las páginas sobre las rodillas de una mujer sentada en medio de las flores. Sus cabellos grises. Su voz… Y ese ruido y esa voz se mezclaban ahora con el de las largas ramas de los sauces: me hallaba ya en la orilla de aquel río perdido en la luminosa inmensidad de la estepa. Veía a la mujer de pelo gris que, abismada en un límpido ensueño, caminaba lentamente por el agua y parecía tan joven… Y esa impresión de juventud me transportaba a la plataforma de un vagón que avanzaba raudo a través de la llanura resplandeciente de lluvia y de luz. La mujer, a quien tenía enfrente, me sonreía apartándose los mechones húmedos de la frente. Sus pestañas se irisaban con los rayos del crepúsculo…
CRECIDA. ENERO de 1910. Oía el silencio brumoso, el chapoteo del agua al pasar una barca. Una cría, pegada la frente al cristal, miraba el pálido espejo de una avenida inundada. Y yo vivía tan intensamente esa mañana silenciosa en un espacioso piso parisiense de comienzos de siglo… Y a esa mañana le sucedía otra en la que se oía el crujir de la grava en una alameda dorada por las hojas del otoño. Tres mujeres, embutidas en largos vestidos de seda negra, tocadas con amplios sombreros cargados de velos y plumas, se alejaban como si se llevasen con ellas ese instante, su sol y el aire de una época fugitiva… Otra mañana: Charlotte (ahora la reconocía), acompañada de un hombre, caminando por las calles sonoras del Neuilly de su infancia. Charlotte, embargada por una alegría un poco confusa, juega a hacer de guía. Me parecía distinguir la transparencia de la luz matinal en cada adoquín, ver la palpitación de cada hoja, adivinar aquella ciudad desconocida en la mirada del hombre y la perspectiva de las calles, tan familiar para los ojos de Charlotte.
Comprendí en ese instante que la Atlántida de Charlotte me había dejado entrever, desde mi infancia, la misteriosa consonancia de los instantes eternos. Estos, sin saberlo yo, trazaban desde entonces como otra vida, invisible e inconfesable, paralela a la mía. Al igual que un carpintero que se pasa los días tallando patas de silla o cepillando tablas no repara, hoy, en los encajes de virutas que forman en el suelo un hermoso tapiz rutilante de resina, atractivo por su clara transparencia, ni, mañana, en el rayo de sol que, a través de una angosta ventana atestada de herramientas, refleja el resplandor de la nieve.
Esa vida de pronto era esencial. Aunque todavía no sabía cómo, tenía que hacerla expandirse en mí. Merced a una silenciosa labor de la memoria, tenía que aprender las gamas de esos instantes. Aprender a preservar su eternidad de la rutina de los gestos cotidianos, del embotamiento de las palabras triviales. Vivir, consciente de esa eternidad…
Regresé al cementerio apenas un instante antes de que cerraran el portalón. La noche era clara. Me senté en el umbral de la puerta y empecé a escribir en mi agenda, que no había utilizado desde hacía mucho tiempo:
«Mi situación de ultratumba resulta ideal, no sólo para descubrir esa vida esencial, sino para recrearla, registrándola con un estilo que todavía ha de inventarse. O mejor dicho, ese estilo será en lo sucesivo mi manera de vivir. Mi vida la constituirán esos instantes al renacer en una hoja…».
No tardaría en interrumpir mi manifiesto por falta de papel. Escribirlo fue un gesto sumamente importante para mi proyecto. En mi grandilocuente credo, afirmaba que sólo las obras creadas al pie de la tumba o en ultratumba resistirían el paso del Tiempo. Citaba la epilepsia de unos, el asma y la habitación forrada de corcho de otros, el exilio, más profundo que los panteones, y otras cosas… El tono ampuloso de esa profesión de fe desaparecería rápidamente. Sería sustituido por un bloc que compré al día siguiente y en cuya primera página me limité a escribir:
«Charlotte Lemonnier. Notas biográficas».
Por lo demás, aquella misma mañana abandoné definitivamente el panteón de los Belval y Castelot… Me desperté en plena noche. Una idea imposible, descabellada, acababa de cruzar por mi mente, como una bala luminosa. Tan extraordinaria era que tuve que pronunciarla en voz alta para calibrarla: