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– ¡Oiga, menudo rincón perdido, Saranza! Gracias a usted he descubierto la Rusia profunda, ¡ja, ja! Y todas esas calles que van a dar a la estepa. Y esa estepa que no se acaba nunca… Su abuela está muy bien, no se inquiete. Sí, sigue muy activa. No estaba en casa cuando llegué. Me dijo su vecina que había ido a una reunión. Los vecinos del edificio donde vive han creado un comité de apoyo, o algo así, para salvar una vieja isba que hay en su patio y que quieren derribar, un enorme caserón que tiene dos siglos… Así que su abuela… No, no la vi, había ido allí entre dos trenes, y por la noche tenía que estar ineludiblemente en Moscú. Pero le dejé una nota… Puede usted ir a verla. Ahora dejan pasar a todo el mundo. ¡Ja, ja, ja! El Telón de Acero es, como quien dice, un colador…

Yo tenía todos mis documentos de refugiado, más un visado que me permitía viajar «a todos los países excepto la U.R.S.S.». Al día siguiente de mi conversación con el «nuevo ruso», me personé en la prefectura de policía con el fin de informarme de los trámites que se requerían para la naturalización. Intenté acallar un pensamiento que me rondaba insidiosamente por la cabeza: «A partir de ahora, tendré que enfrentarme con una invisible carrera contrarreloj. A la edad de Charlotte, cada año, o cada mes, puede ser el último».

Por ese motivo no quería escribir ni telefonear. Me daba un miedo supersticioso comprometer mi proyecto con unas palabras triviales. Tenía que conseguir rápidamente un pasaporte francés, ir a Saranza, hablar varias noches seguidas con Charlotte y traérmela a París. Veía realizarse todo esto con la fulgurante sencillez de un sueño. Y, bruscamente, esa imagen se velaba y un magma viscoso dificultaba mis movimientos: el Tiempo.

El papeleo que me exigían me tranquilizó: no había ningún documento imposible de encontrar ni se interponía traba burocrática alguna. Sólo mi visita al médico me dejó una impresión angustiosa. Y eso que el examen no duró más de cinco minutos y fue, en definitiva, bastante superficiaclass="underline" mi estado de salud parecía compatible con la nacionalidad francesa. Tras auscultarme, el médico me indicó que me inclinara manteniendo las piernas rectas y tocando el suelo con los dedos. Obedecí. Fue mi diligencia febril la que debió de crear ese malestar. El médico, incómodo, balbució: «Gracias, está bien», como si temiese que, llevado por mi impulso, repitiese la inclinación. Con frecuencia, un detalle nimio en nuestra actitud basta para transformar las situaciones más cotidianas: dos hombres, en un estrecho consultorio médico, una luz blanca, intensa; uno de ellos, de repente, se inclina, toca el suelo casi a los pies del otro y permanece así un instante, como esperando su aprobación.

Al salir a la calle, pensé en los campos de concentración, donde, mediante pruebas físicas similares, clasificaban a los prisioneros. Pero esa reflexión un tanto exagerada no explicaba mi malestar.

El problema residía en el excesivo celo con el que había obedecido la orden. Lo comprobé al ojear las páginas de mi expediente antes de entregarlo. En todo él se traslucía ese deseo de convencer a alguien. Y aunque en ningún formulario aparecía reseñada la pregunta, había mencionado mis lejanos orígenes franceses. Sí, había hablado de Charlotte como si quisiera adelantarme a cualquier objeción y disipar, de antemano, cualquier escepticismo. Y ahora no podía sustraerme a la sensación de haberla en cierto modo traicionado.

Era menester esperar unos meses. Me indicaron un plazo, que expiraba en mayo. Y de inmediato, esos días de primavera, todavía muy irreales, se llenaron de una luminosidad particular, desgajándose del círculo de los meses y formando un universo que vivía con su propio ritmo, en su propio clima.

Fue para mí una época de preparativos, pero sobre todo de largas conversaciones silenciosas con Charlotte. Cuando caminaba por las calles, me daba la impresión de observarlas con sus ojos. De ver, como ella hubiera visto, ese muelle desierto en el que los álamos, azotados por una ráfaga de viento, parecían transmitirse un mensaje susurrado, urgente; de sentir, como ella hubiera sentido, la sonoridad del pavimento en una vieja plazuela cuya tranquilidad provinciana, en pleno París, ocultaba la tentación de una dicha sencilla, de una vida sin pena ni gloria.

Comprendí que, a lo largo de los tres años de mi vida en Francia, mi proyecto no había interrumpido nunca su lento y discreto caminar. Desde la vaga imagen de una mujer vestida de negro que cruzaba a pie un pueblo fronterizo, mi sueño se había dirigido hacia una visión más real. Me veía yendo a buscar a mi abuela a la estación, acompañarla hasta el hotel donde residiría durante su estancia en París. Luego, una vez superado el periodo de miseria más extrema, me imaginé una vivienda más confortable que una habitación de hotel, donde Charlotte se sintiera más a sus anchas…

Tal vez gracias a esos sueños pude soportar la miseria y la humillación, con frecuencia atroz, que acompaña los primeros pasos en ese mundo en el que el libro, el órgano más vulnerable de nuestro ser, se convierte en mercancía. Una mercancía vendida en pública subasta, expuesta en los tenderetes y liquidada a precio de saldo. Mi sueño era un contraveneno. Y las «Notas», un refugio.

Durante esos meses de espera, la topografía de París cambió. Al igual que en ciertos planos donde los distritos aparecen pintados de diferente color, la ciudad se llenaba, a mis ojos, de tonalidades variadas que matizaban la presencia de Charlotte. Había calles cuyo soleado silencio, por la mañana temprano, conservaba el eco de su voz. Terrazas de café donde adivinaba su cansancio al regresar de un paseo. Una fachada, una vidriera que, ante su mirada, se revestía con la leve pátina de las reminiscencias.

Esa topografía soñada dejaba numerosas manchas blancas en el abigarrado mosaico de los distritos. Nuestros trayectos, de manera totalmente espontánea, evitarían las audacias arquitectónicas de los últimos años. La estancia en París de Charlotte sería demasiado breve. No tendríamos tiempo para familiarizarnos con todas esas pirámides, arcos y torres de vidrio. Sus perfiles quedarían inmovilizados en un extraño mañana futurista que no turbaría el eterno presente de nuestros paseos.

Tampoco quería que Charlotte viera el barrio donde yo vivía… Alex Bond, al reunirse conmigo, había exclamado con tono guasón: «¡Pero bueno, amigos míos, esto ya no es Francia, esto es África!», y se despachó con una perorata que, por su contenido, me recordó los argumentos de tantos otros «nuevos rusos». Aparecía todo: la degeneración de Occidente y el inminente fin de la Europa blanca, la invasión de los nuevos bárbaros («Nosotros, los eslavos, incluidos», agregó para ser ecuánime), un nuevo Mahoma «que quemará todos los Beaubourgs» y un nuevo Gengis Khan «que acabará con todas sus pamplinas democráticas». Inspirándose en el incesante desfile de gentes de color ante la terraza donde estábamos sentados, mezclaba en su discurso las previsiones apocalípticas con la esperanza de una Europa regenerada por la joven sangre de los bárbaros, los augurios de una guerra interétnica con la confianza en un mestizaje universal… Era un tema que le apasionaba. Debía de sentirse tan pronto en la esfera del Occidente moribundo -pues su piel era blanca y su cultura europea- como en la de los nuevos hunos. «Dirán ustedes lo que quieran, ¡pero la verdad es que hay demasiados extranjeros!», concluyó olvidando que, un minuto antes, había puesto en manos de éstos la salvación del viejo continente…

Nuestros paseos, en mis sueños, orillaban ese barrio y el hervidero intelectual que su realidad engendraba. No porque sus habitantes pudieran herir la sensibilidad de Charlotte. Mi abuela, emigrante por excelencia, había vivido siempre inmersa en una enorme multiplicidad de pueblos, culturas y lenguas. Desde Siberia hasta Ucrania, desde el norte ruso hasta la estepa, había conocido toda la diversidad de razas humanas que aglutinaba el imperio. Durante la guerra, había vuelto a verlas en el hospital, en absoluta igualdad frente a la muerte, una igualdad tan desnuda como los cuerpos operados.