Y cuanto más se acercaba el mes de mayo, más crecía esa venturosa inconsciencia, esa locura derrochadora. Empecé a comprar en los chamarileros pequeños objetos antiguos para que imprimieran -tal era mi idea- un poco de carácter a aquella habitación de aspecto demasiado vulgar. En una tienda de antigüedades, encontré una lámpara de mesa. El anticuario la encendió para que yo la viera. Me imaginé a Charlotte a la luz de aquella pantalla. No podía irme sin comprar esa lámpara. Llené la estantería de viejos libros con el lomo de cuero y revistas ilustradas de principios de siglo. Cada noche, en la mesa redonda que ocupaba el centro de la habitación, desplegaba mis trofeos: media docena de copas, un viejo fuelle, un montón de postales antiguas.
Por más que me dijera que Charlotte no querría abandonar Saranza y menos aún la tumba de Fiódor durante mucho tiempo, y que hubiera estado tan a gusto en un hotel como en ese museo improvisado, no podía dejar de comprar y de añadir objetos. Y es que el hombre, incluso iniciado en la magia de la memoria, en el arte de recrear un instante perdido, se aferra por encima de todo a los fetiches materiales del pasado: como ese prestidigitador que, aun gozando, por voluntad de Dios, de dotes de taumaturgo, prefería la habilidad de sus dedos y las maletas de doble fondo, que tenían la ventaja de no turbar su sentido común. Y la auténtica magia -me constaba- se revelaría en el reflejo azulado de los tejados, en la fragilidad etérea de las líneas tras la ventana que Charlotte abriría al día siguiente de su llegada, a primera hora de la mañana. Y en la sonoridad de las primeras palabras francesas que intercambiaría con alguien en la esquina de una calle…
Una de las últimas noches de mi espera, me sorprendí rezando… No, no era propiamente una oración. No me sabía ninguna, pues había crecido a la luz desmitificadora de un ateísmo militante y casi religioso por su incansable cruzada contra Dios. No, era más bien una especie de súplica diletante y confusa cuyo destinatario me era desconocido. Al sorprenderme en flagrante delito de tan insólito acto, me apresuré a ridiculizarlo. Pensé que, dada la ausencia de religiosidad en mi vida pasada, habría podido exclamar como ese marino de un cuento de Voltaire: «¡He pisado cuatro veces el crucifijo en cuatro viajes al Japón!». Me taché de pagano, de idólatra. Con todo, esas burlas no disiparon el vago murmullo in- tenor que había atisbado en lo más hondo de mí mismo. Su entonación tenía algo de infantil. Era como si yo le propusiera un trato a mi interlocutor anónimo: sólo viviría veinte años más, incluso quince, bueno, conforme, sólo diez, a condición de que ese encuentro, esos instantes recobrados, se hicieran realidad…
Me levanté y abrí la puerta de la habitación contigua. En la penumbra de la noche de primavera, la habitación velaba, sumida en una discreta espera. Incluso el viejo abanico, aunque lo había comprado dos días antes, parecía llevar largos años sobre la mesita baja, iluminado por la palidez nocturna que se colaba por los cristales.
Era un día feliz. Uno de esos días perezosos y grises, perdidos en medio de las fiestas de comienzos del mes de mayo. Por la mañana, clavé un enorme perchero en la entrada. Podían colgarse en él por lo menos una decena de prendas. Ni siquiera pensé si nos serían de alguna utilidad en verano.
La ventana de Charlotte estaba abierta. Ahora, entre las superficies plateadas de los tejados, se veían, diseminados, los islotes claros de las primeras hojas.
A media mañana añadí un nuevo fragmento a mis «Notas». Recordé que un día, en Saranza, Charlotte me había hablado de su vida en París después de la primera guerra mundial. Me decía que en esa posguerra, que se convertía, sin que nadie pudiera adivinarlo, en un periodo de entreguerras, se adivinaba algo profundamente falso. Un ambiente de falso júbilo, un olvido demasiado fácil. Todo eso le recordaba, curiosamente, los eslóganes publicitarios que había leído en los periódicos durante la guerra: «¡Caliéntese sin carbón!», y a continuación explicaban que podían utilizarse «bolas de papel». O también: «¡Amas de casa, hagan la colada sin agua caliente!». E incluso: «Amas de casa, ahorren: ¡el cocido sin lumbre!»… Charlotte esperaba que al regresar a París con Albertine, con quien iba a reunirse en Siberia, se encontrarían con la Francia de antes de la guerra…
Al escribir esas líneas, me decía a mí mismo que pronto podría hacerle montones de preguntas a Charlotte, precisar mil detalles, enterarme, por ejemplo, de quién era ese señor vestido de frac que aparecía en una de nuestras fotos de familia y por qué la mitad de esa foto había sido cuidadosamente recortada. Y quién era esa mujer con una chaqueta enguatada cuya presencia entre los personajes de la Belle Epoque me sorprendiera en otro tiempo.
Al atardecer, cuando salí a la calle, descubrí en mi buzón un sobre de color crema que llevaba el membrete de la prefectura de policía. Me detuve en medio de la acera y tardé largo rato en abrirlo, rasgándolo torpemente…
Los ojos comprenden más rápidamente que la mente, sobre todo cuando se trata de una noticia que ésta no quiere comprender. Durante ese breve momento de indecisión, la mirada intenta quebrar el implacable encadenamiento de las palabras, como si pudiera modificar el mensaje antes de que el pensamiento acierte a captar su sentido.
Las letras brincaron ante mis ojos, acribillándome de fragmentos de palabras, de retazos de frases. Al final, la palabra esencial, impresa en gruesos caracteres espaciados como para ser deletreada, se impuso pesadamente: DENEGADO. Y, mezclándose con los latidos de la sangre en mis sienes, seguían todas las fórmulas explicativas de tumo: «Su situación no responde…», «en efecto, no reúne usted…». Permanecí casi un cuarto de hora sin moverme, con los ojos clavados en la carta. Por fin, arranqué a andar, olvidando adonde iba.
Todavía no pensaba en Charlotte. Durante los primeros minutos me torturó el recuerdo de mi visita al médico: sí, esa absurda inclinación hasta el suelo y mi diligencia se me antojaban ahora doblemente inútiles y humillantes.
Sólo al regresar a casa cobré realmente conciencia de lo que me sucedía. Colgué la chaqueta en el perchero y, tras la puerta del fondo, vi la habitación de Charlotte… Luego no era el Tiempo (¡oh, cuánto hay que desconfiar de las mayúsculas!) el que podía comprometer mi proyecto, sino la decisión de un modesto funcionario, con unas cuantas frases en una sola hoja mecanografiada. Un hombre a quien no conocería nunca y que únicamente me conocía a través de unos formularios. En definitiva, mis diletantes oraciones tenían que haberse dirigido a él…
Al día siguiente, interpuse un recurso. «Un recurso de alzada», como lo llamaba mi comunicante. Nunca hasta entonces había escrito una carta tan falsamente personal, tan estúpidamente altiva y al propio tiempo implorante.
No notaba ya el paso de los días. Mayo, junio, julio. Allí estaba aquel piso que había llenado de viejos objetos y de sensaciones de antaño, aquel museo abandonado cuyo inútil conservador era yo. Y la ausencia de la persona a la que esperaba. Por lo que respecta a las «Notas», no había añadido ninguna desde el día en que recibiera el rechazo de mi solicitud. Sabía que la naturaleza misma del manuscrito dependía de ese encuentro, el nuestro, en el que a pesar de todo confiaba.
Y con frecuencia, durante aquellos meses, me despertaba el mismo sueño en plena noche. Una mujer con un largo abrigo oscuro entraba en un pueblo fronterizo una silenciosa mañana de invierno.
Es un juego antiguo. Se elige un adjetivo que exprese una cualidad extrema: «abominable», por ejemplo. A continuación se busca un sinónimo que, siendo muy parecido, traduzca la misma cualidad de manera un poco menos intensa: «horrendo», pongamos por caso. El término siguiente repetirá esa imperceptible atenuación: «horrible». Y así sucesivamente, descendiendo cada vez un minúsculo escalón en la cualidad anunciada: «intolerable», «penoso», «desagradable»… Para llegar sencillamente a «malo» y, pasando por «mediocre», «regular», «del montón», empezar a remontar la pendiente con «modesto», «satisfactorio», «aceptable», «decente», «agradable», «bueno». Y llegar, una decena de palabras después, a «excepcional», «excelente», «sublime».