Las noticias que recibí de Saranza a principios de agosto debieron de seguir una gradación similar: transmitidas primero a Alex Bond, que había dejado a Charlotte su número de teléfono en Moscú, estas noticias y el paquetito que las acompañaba habían viajado largo tiempo, pasando de una a otra persona. Cada vez que se producía una transmisión, su sentido trágico disminuía, la emoción se difuminaba. Y aquel desconocido, cuando me telefoneó, me anunció con tono casi joviaclass="underline"
– Escuche, me han dado un paquetito para usted. Se lo manda…, no sé quién era, bueno, esa pariente suya que falleció… en Rusia. Imagino que estará usted al corriente. Sí, le manda su testamento, je, je…
Había querido decir, en broma, «su herencia». Por error, sobre todo por esa dejadez verbal que observaba yo con frecuencia en los «nuevos rusos», cuya lengua más usual era el inglés, habló de «testamento».
Lo esperé durante largo rato en el vestíbulo de uno de los mejores hoteles parisienses. El vacío helado de los espejos, a ambos lados de los sillones, casaba perfectamente con el que llenaba mi mirada y mis pensamientos.
El desconocido salió del ascensor cediendo el paso a una mujer rubia, alta y llamativa, cuya sonrisa no parecía dirigirse a nadie en concreto. Les acompañaba un hombre muy ancho de espaldas.
– Val Grig -dijo el desconocido, estrechándome la mano, y me presentó a sus acompañantes, precisando-: Mi voluble intérprete y mi fiel guardaespaldas.
Sabía que no podría evitar la invitación a tomar algo en el bar. Escuchar a Val Grig sería una manera de agradecerle sus servicios. Me necesitaba para saborear plenamente el confort del hotel, su flamante condición de businessman international, y la belleza de su «voluble intérprete». Hablaba de sus éxitos y del desastre ruso, quizá sin percatarse de una chusca relación de causa a efecto que se establecía entre ambas cosas. La intérprete, que a buen seguro le había oído relatar sus gestas más de una vez, parecía dormir con los ojos abiertos. El guardaespaldas, como para justificar su presencia, miraba de arriba abajo a cuantas personas entraban y salían. «Me resultaría más fácil», pensé de repente, «explicarles lo que siento a unos marcianos que a estos tres…»
Abrí el paquete al subir al metro. Una tarjeta de visita de Alex Bond cayó al suelo. Eran unas palabras de pésame y disculpas (Taiwan, Canadá…) por no haber podido entregarme el paquete personalmente. Pero sobre todo figuraba la fecha de la muerte de Charlotte. ¡El 9 de septiembre del año anterior!
Había perdido la noción de las estaciones. No la recobré hasta que el metro se detuvo en la terminal. Septiembre del año anterior… Alex Bond había estado en Saranza en agosto, hacía ahora un año. Unas semanas después, solicitaba yo la naturalización. Quizás en el mismo momento en que moría Charlotte. Y todas mis gestiones, todos mis proyectos, todos los meses de espera, se enmarcaban ya después de su vida. Al margen de su vida. Sin ningún vínculo posible con esa vida ya concluida… El paquete lo había conservado la vecina, y, hasta llegada la primavera, no se lo había mandado a Bond. En el papel de embalaje aparecían unas palabras escritas por Charlotte de su puño y letra: «Le ruego haga llegar este sobre a Alexéi Bondartchenko, que tendrá la bondad de entregárselo a mi nieto».
Volví a coger el metro en la terminal. Al abrir el sobre, pensé con doloroso alivio que, en definitiva, no había sido la decisión de un funcionario lo que había dado al traste con mi proyecto, sino el tiempo. Un tiempo que daba muestras de poseer una chirriante ironía y que, con sus juegos e incoherencias, nos recuerda su poder sin límites.
El sobre contenía una veintena de páginas manuscritas sujetas con un clip. Como sea que me esperaba una carta de despedida, no comprendí semejante extensión, sabedor de lo poco proclive que era Charlotte a las fórmulas solemnes y a las efusiones verbosas. No decidiéndome a leerlas de un tirón, hojeé las primeras páginas, sin tropezarme con ninguna de esas fórmulas del tipo «cuando leas estas líneas, yo ya no estaré aquí», que temía precisamente encontrarme.
Además, la carta, al comienzo, parecía no ir dirigida a nadie. Pasando rápidamente de una línea a otra, de un punto a otro, creí comprender que se trataba de algo que no guardaba la menor relación con nuestra vida en Saranza, con nuestra Francia-Atlántida y ese fin cuya inminencia hubiera podido insinuarme Charlotte…
Salí del metro y, como no me apetecía subir a casa de inmediato, proseguí distraídamente mi lectura, sentándome en el banco de un parque. Veía ahora que el escrito de Charlotte no tenía que ver con nosotros. Relataba, con su fina y precisa caligrafía, la vida de una mujer. Sin darme cuenta, debí de saltarme el momento en que mi abuela explicaba cómo se habían conocido, cosa que, por lo demás, me importaba poco. Porque esa vida que describía Charlotte sólo era un destino femenino más, uno de esos destinos trágicos de los tiempos de Stalin, que nos conmocionaban cuando éramos jóvenes y cuyo dolor se había mitigado desde entonces. La mujer, hija de un kulak, había conocido, de niña, el exilio en las tierras pantanosas de la Siberia occidental. Más tarde, después de la guerra, acusada de hacer «propaganda antikoljosiana», había sido internada en un campo… Recorrí aquellas páginas como si se tratase de un libro que me sabía de memoria. El campo, los cedros que derribaban los prisioneros hundiéndose en la nieve hasta la cintura, la crueldad diaria, trivial, de los vigilantes, las enfermedades, la muerte. Y el amor forzado, bajo la amenaza de un arma o de la obligación de realizar un trabajo inhumano, y el amor comprado con una botella de alcohol… El hijo que la mujer había dado a luz purgaba la pena de su madre; tal era la ley. En ese «campo de mujeres», había una barraca aislada prevista para esos nacimientos. La mujer había muerto, atropellada por un tractor, meses antes de la amnistía del deshielo. El niño iba a cumplir dos años y medio…
La lluvia me obligó a abandonar el banco. Oculté la carta de Charlotte bajo la chaqueta y corrí hacia nuestra casa. El relato ininterrumpido me parecía muy típico: con la aparición de los primeros signos de liberalización, los rusos habían empezado a extraer de los profundos escondites de su memoria el pasado censurado. Y no entendían que la Historia no necesitara de esos innumerables pequeños gulags; le bastaba uno solo, monumental y admitido como clásico. Charlotte, al mandarme ese testimonio, había debido de sucumbir, como los demás, a la embriaguez de la palabra liberada. La conmovedora inutilidad de ese envío me dolió en lo más hondo. Comprobé de nuevo la desdeñosa indiferencia del tiempo. Aquella mujer, recluida con su hijo en el campo, se tambaleaba al borde del olvido definitivo, retenida únicamente por unas hojas manuscritas. ¿Y la propia Charlotte?
Abrí la puerta de entrada. Una corriente de aire agitó con un ruido sordo los batientes de una ventana abierta. Fui a cerrarla a la habitación de mi abuela…
Pensé en su vida. Una vida que enlazaba épocas tan distintas: los comienzos de siglo, esa edad casi arcaica, casi tan legendaria como el reinado de Napoleón y el final de nuestro siglo, el final del milenio. Todas esas revoluciones, guerras, utopías fracasadas y terrores perpetrados. Mi abuela había destilado su esencia en los dolores y alegrías de su vida. Y esa palpitante densidad de lo vivido se hundiría muy pronto en la nada. Como el minúsculo gulag de la prisionera y su hijo.