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Permanecí un rato ante la ventana de Charlotte. Durante varias semanas me la había imaginado mirando desde allí los tejados…

Al anochecer, sintiéndome un poco culpable, me decidí a leer las páginas de Charlotte hasta el final. Retomé a la prisionera, a las atrocidades del campo y al niño que había traído a ese mundo duro y sucio unos instantes de serenidad… Charlotte escribía que había logrado autorización para personarse en el hospital donde estaba muriendo la mujer…

De súbito, la página que sostenía en la mano se transformó en una fina hoja de plata. Sí, me deslumbró por un reflejo metálico y pareció emitir un sonido frío, agudo. Una línea brilló con la misma intensidad con que el filamento de una bombilla lacera la vista. La carta estaba escrita en ruso, y sólo en esa línea Charlotte pasaba al francés, como si ya no se fiara de su dominio del ruso. O como si el francés, ese francés de otra época, hubiera de permitirme cierto despego con respecto a lo que iba a comunicarme:

«Esa mujer, que se llamaba María Stepanovna Dolina, era tu madre. Ella quiso que conservara este secreto el mayor tiempo posible…».

En esa última hoja aparecía prendido un pequeño sobre. Lo abrí. Había una foto que no me costó reconocer: una mujer con un voluminoso chascás, cuyas orejeras estaban bajadas, y una chaqueta enguatada. En un pequeño rectángulo de tela cosido al lado de la hilera de botones, un número. En sus brazos, una criatura arrebujada en una prenda de lana…

Por la noche, me vino a la memoria la imagen que siempre se me había antojado una suerte de reminiscencia prenatal, que me venía de mis abuelos franceses y de la que, de niño, me sentía muy orgulloso. Veía en ella la prueba de mi origen francés. Era aquél un día de soleado otoño, en la linde de un bosque, con una invisible presencia femenina, un aire muy puro y unas telas de araña ondeando en ese espacio luminoso… Ahora comprendía que el bosque era, en realidad, una taiga infinita, y que el delicioso veranillo de San Martín daría paso a un invierno siberiano que duraría nueve meses. Las telas de araña, plateadas y tenues en mi ilusión francesa, no eran sino unas hileras de alambradas nuevas que todavía no se habían oxidado. Me paseaba con mi madre por aquella zona del «campo de mujeres»… Era mi primerísimo recuerdo de infancia.

Dos días después abandoné el piso. El dueño se había presentado la víspera y había aceptado una solución amistosa: se quedaría con todos los muebles y objetos antiguos que yo había acumulado durante varios meses…

Dormí poco. A las cuatro estaba ya en pie. Preparé la mochila con idea de salir ese mismo día para realizar mi caminata habitual. Antes de irme, eché la última ojeada a la habitación de Charlotte. Iluminada por la luz gris de la mañana, su silencio no recordaba ya un museo. No, no parecía deshabitada. Titubeé un momento, cogí un viejo libro posado en el antepecho de la ventana y salí.

Las calles estaban desiertas y sumidas en el sueño. Sus perspectivas se perfilaban conforme avanzaba hacia ellas.

Pensé en las «Notas», que llevaba en la mochila. Esa misma tarde o al día siguiente, me decía, añadiría el nuevo fragmento que me había venido a la mente por la noche. Ocurría en Saranza, durante mi último verano en casa de mi abuela… Aquel día, en vez de tomar el sendero que nos llevaba a través de la estepa, Charlotte se había internado bajo los árboles de aquel bosque atestado de material de guerra que los vecinos llamaban Stalinka. Yo la había seguido indeciso: según se rumoreaba, en los matorrales de la Stalinka podía uno pisar una mina… Charlotte se había detenido en medio de un calvero y había murmurado: «¡Mira!». Vi tres plantas idénticas que nos llegaban hasta las rodillas. Grandes hojas picudas, zarcillos que se enroscaban en unos finos palos hundidos en el suelo. ¿Minúsculos arces? ¿Jóvenes arbustos de grosellero? No comprendía la misteriosa alegría de Charlotte.

– Es una viña, una viña de verdad -dijo por fin. -Ah…

La revelación no aumentó mi curiosidad. No podía relacionar aquella modesta planta con el culto que profesaba al vino la patria de mi abuela. Permanecimos unos minutos en el corazón de la Stalinka, ante la plantación secreta de Charlotte…

Al recordar aquella viña, sentí un dolor casi insoportable y, al propio tiempo, una profunda alegría. Una alegría que me pareció al principio vergonzosa. Charlotte había muerto y en el lugar donde se hallaba ubicada la Stalinka, por lo que contaba Alex Bond, habían construido un estadio. No cabía prueba más tangible de la desaparición total, definitiva. Pero prevalecía la alegría. Nacía de ese instante vivido en medio de un calvero, de las ráfagas de viento de las estepas, del sereno silencio de aquella mujer erguida ante cuatro arbustos bajo cuyas hojas adivinaba yo ahora los jóvenes racimos.

Mientras caminaba, miraba de cuando en cuando la foto de la mujer con la chaqueta enguatada. Comprendía ahora lo que confería a sus rasgos una lejana semejanza con los personajes que aparecían en los álbumes de mi familia adoptiva. Era esa leve sonrisa, surgida gracias a la fórmula de Charlotte: ¡«petitepomme»! Sí, la mujer fotografiada junto a las alambradas del campo de concentración debió de pronunciar, para sí, las enigmáticas sílabas… Luego me detenía un segundo, miraba sus ojos. «Tendré que hacerme a la idea de que esa mujer, más joven que yo, es mi madre», me decía.

Guardaba la foto y echaba a andar. Y cuando pensaba en Charlotte, su presencia en aquellas calles aletargadas poseía la discreta y espontánea evidencia de la vida misma.

Sólo me faltaban las palabras para expresarlo.

***