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…Nicolás estaba sentado a la mesa de honor, guarnecida con magníficas guirnaldas de mediolla. Llegaba a sus oídos tan pronto una amable réplica de Madame Faure, sentada a su derecha, como la suave voz de barítono del presidente dirigiéndose a la emperatriz. Los destellos de la cristalería y el espejeo de la plata maciza deslumbraban a los comensales… A los postres, el presidente se levantó y, alzando la copa, declaró:

– La presencia de Vuestra Majestad entre nosotros ha sellado, ante las aclamaciones de todo un pueblo, los vínculos que ligan a ambos países en una armoniosa actividad y en una mutua confianza en sus destinos. La alianza entre un poderoso imperio y una laboriosa república… Fortalecida por una acreditada fidelidad… Erigiéndome en intérprete de toda una nación, renuevo ante Vuestra Majestad… Por la grandeza de su reino… Por la felicidad de Su Majestad la Emperatriz… Alzo la copa en honor de Su Majestad el Emperador Nicolás y de Su Majestad Alejandra Fiodorovna.

La orquesta de la guardia republicana atacó el himno ruso… Y por la noche, la gran gala en la Opera fue apoteósica.

La pareja imperial subió la escalera, precedida de dos lacayos con candelabros. Parecían avanzar por entre una cascada viviente: las curvas blancas de los hombros femeninos, las flores abiertas en los corpiños, el fragante esplendor de los tocados, el refulgir de las joyas en las carnes desnudas, todo ello destacando sobre el fondo de los uniformes y los fracs. El poderoso grito de «¡Viva el Emperador!» elevaba con sus ecos el majestuoso techo, hasta fundirlo con el cielo… Cuando al finalizar el espectáculo la orquesta atacó la Marsellesa, el zar se volvió hacia el presidente de la República y le tendió la mano.

Mi abuela apagó la lámpara y permanecimos unos minutos sumidos en la oscuridad, los necesarios para que desaparecieran las mosquitas que buscaban una muerte luminosa bajo la pantalla. Paulatinamente, nuestros ojos empezaban a ver. Las estrellas volvieron a formar sus constelaciones. La Vía Láctea se impregnó de luminosidad. Y en una esquina de nuestro balcón, entre los tallos entremezclados de guisantes de olor, la bacante depuesta fijaba en nosotros su sonrisa de piedra.

Charlotte se detuvo en el umbral de la puerta y suspiró dulcemente:

– Veréis, esa Marsellesa, en realidad, era simplemente una marcha militar. Algo similar a los cantos de la Revolución rusa. Durante periodos como ése, a nadie le asusta la sangre… -Entonces penetró en la habitación y desde allí la oímos recitar unos versos a media voz, cual extraña letanía del pasado-;…l’étendard sanglant est levé… Qu'un sang impur abreuve nos sillons…

Aguardamos a que el eco de estas palabras se fundiese con la oscuridad, y exclamamos ambos a un tiempo: -¿Y Nicolás? ¿Sabía el zar de qué hablaba la canción?

La Francia-Atlántida poseía una gran gama de sonidos, colores, fragancias. Tras los pasos de nuestros guías, descubríamos los diferentes tonos que componían la misteriosa esencia francesa.

El Elíseo se nos mostró en el esplendor de sus arañas y el centelleo de sus espejos. La Opera deslumbraba con la desnudez de los hombros femeninos, nos embriagaba con el perfume que exhalaban los espléndidos tocados. Notre-Dame nos produjo una sensación de piedra fría bajo un cielo tumultuoso. Sí, casi podíamos tocar aquellos ásperos y porosos muros: una gigantesca roca, cincelada, según nos parecía, por la ingeniosa erosión de los siglos…

Estas facetas sensibles trazaban los contornos aún vagos del universo francés. El continente emergido se poblaba de cosas y de seres. La emperatriz se arrodillaba en un enigmático «reclinatorio» que no evocaba para nosotros ninguna realidad conocida. «Es como una silla con las patas cortadas», explicaba Charlotte, y la imagen del mueble mutilado nos dejaba suspensos. Al igual que Nicolás, reprimimos las ganas de tocar el manto de púrpura que cubriera a Napoleón el día de su coronación. Necesitábamos ese tacto sacrílego. El universo en gestación carecía aún de materialidad. En la Sainte-Chapelle, nos suscitó ese deseo la rugosa textura de un vetusto pergamino; Charlotte nos explicó que esas largas cartas las habían escrito de su puño y letra, un milenio atrás, una reina de Francia y una mujer rusa, Anna Iaroslavna, esposa de Enrique I.

Pero lo más apasionante fue ver cómo la Atlántida se edificaba ante nuestros ojos. Nicolás cogió una llana de oro y extendió el mortero sobre un gran bloque de granito: la primera piedra del puente Alejandro III… Luego alargó la llana a Félix Faure: «¡Tenga usted, señor Presidente!». Y el viento, que en esos momentos hacía cabrillear las aguas del Sena, se llevaba las palabras que voceaba el ministro de Comercio, tratando de hacerse oír entre el restallar de las banderas:

– ¡Sire! Francia ha querido dedicar a la memoria de Vuestro Augusto Padre uno de los grandes monumentos de su capital. En nombre del Gobierno de la República, ruego a Vuestra Majestad Imperial se digne consagrar este homenaje colocando, con el presidente de la República, la primera piedra del puente Alejandro III, que enlazará París con la exposición de 1900, dispensando así a la magna obra, fruto de civilización y de paz, la alta aprobación de Vuestra Majestad y el gracioso patronazgo de la emperatriz.

No bien el presidente asestó dos golpes simbólicos en el bloque de granito, se produjo algo inaudito. ¡Un individuo que no formaba parte del séquito imperial ni del grupo de notables franceses se dirigió a la pareja de soberanos, tuteó al zar y, con soltura muy mundana, besó la mano de la zarina! Mi hermana y yo contuvimos la respiración, pasmados ante tamaño descaro…

La escena fue perfilándose poco a poco. Las palabras del intruso cobraron sentido, sorteando la lejanía del pasado y las lagunas de nuestro francés. Nosotros, febrilmente, captábamos su eco:

Très illustre Empereur, fils d’Alexandre Trois! La France, por jeter ta grande bienvenue, Dans la langue des Dieux par ma voix te salue, Car le poete seul peut tutoyer les rois. [2]

Lanzamos un «uf» de alivio. El insolente importuno no era otro que el poeta de cuyo nombre nos informó Charlotte: ¡José María de Heredia!

Et Vous, qui prés de lui, Madame, a cette fête

Pouviez seule donner la supréme beauté,

Souffrez que je salue en Votre Majesté

La divine douceur dont votre grace est faite! [3]

La cadencia de las estrofas nos embriagó. La resonancia de las rimas casaba a nuestros oídos palabras muy dispares: fleuve -neuve- or -encor… Sentíamos que sólo con esos artificios verbales podía expresarse el exotismo de nuestra Atlántida francesa:

Voici Paris! Pour vous les acclamations

Montent de 1a cité ríante et pavoisée

Qui, partout, aux palais comme a Vhumble croisée,

Unit les trois couleurs de nos deux nations…

Sous les peupliers d’or, la Seine aux beües rives

Vous porte la rumeur de son peuple joyeux,

Nobles Hótes, vers vous les coeurs suivent les yeux,

La France vous salue avec ses forces vives!

La Forcé accomplira les travaux éclatants

De la Paix, et ce pont jetant une arche immense

Du siécle qui finit a celui qui commence,

Est fait pour relier les peuples et les temps…

Sur la berge historique avant que de descendre

Si ton généreux coeur aux coeurs frangais répond,

Médite gravement, reve devant ce pont,

La France le consacre a ton pére Alexandre.

Tel que ton pére fut, sois fort et sois humain

Garde au fourreau l’épée illustrement trempée,

Et guerrier pacifique appuyé sur l’épée,

Tsar, regarde toumer k ghbe dans ta main.

Le geste impérial en maintient l’équilibre,

Ton bras doublement fort n’en est point fatigué,

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[2] ¡Muy ilustre Emperador, hijo de Alejandro Tercero! / Francia, para celebrar tu grande y feliz llegada / En la lengua de los dioses con mi voz te saluda, / Y es que sólo el poeta puede tutear a los reyes.

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[3] Y en Vos, Señora, que, junto a él, sois la única / Que puede dotar a esta fiesta de suprema belleza, / Permitid que en Vuestra Majestad salude / La divina dulzura que posee vuestro encanto.