Car Alexandre, avec VEmpire, t’a legué
L’bonneur d’avoir conquis Vamour d’un peuple Libre. [4]
«El honor de haber conquistado el amor de un pueblo libre», esas palabras, que al principio estuvieron a punto de pasar desapercibidas en el melodioso fluir de los versos, nos sorprendieron. Los franceses, un pueblo libre… Ahora comprendíamos por qué se había atrevido el poeta a dar consejos al señor del imperio más poderoso del mundo. Y por qué constituía un honor ser amado por aquellos ciudadanos libres. Esa libertad, aquella noche, en medio del aire sofocante de las estepas nocturnas, nos pareció como una bocanada áspera y fresca del viento que agitaba el Sena, y llenó nuestros pulmones con un soplo embriagador y un poco enloquecido…
Más adelante, sabríamos calibrar la ampulosa pesadez del poema. Aquella noche, sin embargo, su énfasis de circunstancias no nos impidió atisbar en sus estrofas ese «no sé qué francés» que por el momento no tenía nombre. ¿El ingenio francés? ¿La cortesía francesa? Todavía éramos incapaces de formularlo.
A todas éstas, el poeta se volvió hacia el Sena y alargó la mano para señalar, en la otra orilla, la cúpula de Les Invalides. Su discurso rimado tocaba ahora un punto muy doloroso del pasado franco-ruso: Napoleón, Moscú en llamas, Bereziná… Angustiados, mordiéndonos los labios, acechábamos su voz en tan peligrosísimo lugar. El rostro del zar se tomó grave. Alejandra bajó los ojos. ¿No hubiera sido mejor omitir aquello, guardar las apariencias y pasar directamente de Pedro el Grande a la Entente cordial?
Pero Heredia parecía incluso alzar la voz:
Et sur Je ciel, au loin, ce Dome éblouissant
Garde encor des héros de l'époque lointaine
Oü Russes et Frangais en un toumoi sans haine,
Prévoyant l’avenir, mélaient déja leur sang. [5]
Nosotros, atónitos, nos preguntábamos sin cesar: «¿Por qué aborrecemos hasta ese punto a los alemanes, y recordamos la agresión teutona de hace siete siglos, en tiempos de Alexander Nevski, tanto como la última guerra? ¿Por qué somos incapaces de olvidar las exacciones de los invasores polacos y suecos, que se remontan a tres siglos y medio atrás? Por no hablar de los tártaros… ¿Y por qué el recuerdo de la terrible catástrofe de 1812 no ha empañado la fama de los franceses entre los rasos? Tal vez se debiera precisamente a la elegancia verbal de ese “torneo sin odio”».
Pero donde ese «no sé qué francés» se encamó sobre todo fue en la presencia de una mujer. Ahí estaba Alejandra, concentrando sobre su persona una atención discreta, saludada en cada discurso de modo bastante menos grandilocuente que su esposo, si bien mucho más cortés. E incluso entre las paredes de la Academia Francesa, donde nos sofocó el olor de los viejos muebles y los gruesos volúmenes polvorientos, ese «no sé qué» permitió a Alejandra seguir siendo mujer. Sí, lo era aun en medio de aquellos ancianos que adivinábamos gruñones, pedantes y también un poco sordos, porque tenían las orejas llenas de pelos. Uno de ellos, el director, se levantó y, con expresión desabrida, declaró abierta la sesión. Luego enmudeció como para poner en orden sus ideas, que -no lo dudábamos- no tardarían en hacer sentir a la audiencia la dureza de sus sillones de madera. El olor a polvo se hacía más denso. De pronto el anciano director irguió la cabeza y, con una chispa de malicia en los ojos, habló:
– ¡Sire, Señora! Hace cerca de doscientos años, Pedro el Grande se presentó un día, de improviso, en el lugar donde se reunían los miembros de esta Academia y se interesó por sus trabajos… Vuestra Majestad hace hoy mucho más: suma un honor a otro honor no viniendo solo. -Volviéndose hacia la Emperatriz, prosiguió-: Vuestra presencia, Señora, aportará a nuestras graves sesiones algo en extremo inusuaclass="underline" el encanto.
Nicolás y Alejandra intercambiaron una rápida mirada. Y el orador, como presintiendo que había llegado el momento de evocar lo esencial, intensificó el timbre de la voz para preguntarse de manera harto retórica: -¿Se me permitirá decirlo? Este testimonio de simpatía va dirigido no sólo a la Academia, sino a nuestra propia lengua nacional,…, que no es para vos una lengua extranjera, y en ello se echa de ver como un deseo de entrar en más íntima comunicación con el gusto y el espíritu franceses…
«¡Nuestra lengua!» Mi hermana y yo nos miramos por encima de las hojas que leía la abuela y a ambos se nos hizo la luz: «…que no es para vos una lengua extranjera». ¡Luego ésa era la clave de nuestra Atlántida! La lengua, esa misteriosa materia, invisible y omnipresente, que alcanzaba con su esencia sonora cada rincón del universo que estábamos explorando. Esa lengua que modelaba a los hombres, que esculpía los objetos, rutilaba en los versos, rugía en las calles invadidas por las multitudes y arrancaba una sonrisa a una zarina llegada del otro extremo del mundo… Pero que, sobre todo, palpitaba en nosotros, cual fabuloso injerto en nuestros corazones, cubierto ya de hojas y de flores, portando en sí el fruto de toda una civilización. Sí, ese injerto, la lengua francesa.
Y merced a esa rama abierta en nosotros penetramos, por la noche, en el palco de la Comédie Française, especialmente acondicionado para recibir a la pareja imperial. Desplegamos el programa: Un capricho de Musset, fragmentos de El Cid y el tercer acto de Las mujeres sabias. No habíamos leído ninguna de esas obras por aquel entonces, pero un leve cambio en la entonación de Charlotte nos permitió adivinar la importancia de aquellos títulos para los habitantes de la Atlántida.
Se alzó el telón. Toda la compañía se hallaba en el escenario, ataviada con trajes de ceremonia. El de más edad avanzó, se inclinó y habló de un país que no reconocimos de inmediato:
Il est un beau pays aussi vaste qu’un monde
Où l'horizon lointain semble ne pas finir.
Un pays àl'âme féconde,
Très grand dans le passé, plus grand dans l'avenir.
Blod du blond des épis, blanc du blanc de la neige,
Ses fils, chefs ou soldats, y marchent d’un pied sûr.
Que le sort clément le protege,
Avec ses moissons d’or sur un sol vierge et pur! [6]
Por primera vez en mi vida miraba a mi país desde el exterior, de lejos, como si yo ya no perteneciera a él. Catapultado a una gran capital europea, me volví para contemplar la inmensidad de los campos de trigo y de las nevadas llanuras bajo la luz de la luna. ¡Veía a Rusia en francés! Me hallaba en otro lugar, fuera de mi vida rusa. Y tan aguda era esa ruptura, y a la par tan estimulante, que tuve que cerrar los ojos. Me daba miedo no poder volver a la realidad, quedarme para siempre en aquella noche parisiense. Aspiré profundamente, apretando los párpados. El cálido viento de la estepa nocturna soplaba de nuevo sobre mí.
Aquel día, decidí robarle su magia. Quise adelantarme a Charlotte, entrar antes que ella en la ciudad en fiestas, unirme al séquito del zar sin el halo hipnótico de la pantalla color turquesa.
Era un día silencioso, gris; un día de verano, incoloro y triste, de esos que, curiosamente, permanecen grabados en la memoria. El aire, que traía efluvios de tierra mojada, hinchaba los visillos blancos de la ventana abierta; la tela se animaba, cobraba volumen y volvía a caer dejando entrar en la estancia a un ser invisible.
Feliz de mi soledad, llevé a cabo mi plan. Saqué la maleta siberiana y la coloqué sobre la alfombra, junto a la cama. Los cierres produjeron el leve chasquido que aguardábamos cada noche. Levanté la tapa grande y me incliné sobre aquellos viejos papeles cual corsario sobre el tesoro de un cofre…
En los montones superiores, reconocí algunas fotos, volví a ver al zar y a la zarina delante del Panteón y a orillas del Sena. Pero lo que yo buscaba estaba más al fondo, en aquella masa compacta y ennegrecida de los caracteres de imprenta. Separé, como un arqueólogo, una capa tras otra. Nicolás y Alejandra aparecieron en lugares que me eran desconocidos. Una nueva capa, y los perdí de vista. Divisé entonces largos acorazados en un mar liso, aeroplanos de alas cortas, ridículas, y soldados en las trincheras. Intentando seguir el rastro de la pareja imperial, empecé a revolver al buen tuntún, mezclando los recortes. El zar reapareció un instante, a caballo, con un icono en las manos, ante una hilera de soldados de infantería hincados de rodillas… Le noté el rostro envejecido, sombrío. Yo lo quería de nuevo joven, en compañía de la hermosa Alejandra, aclamado por la multitud, glorificado por las entusiastas estrofas.
[4] ¡He aquí París! En vuestro honor llegan los vítores / De la ciudad risueña y engalanada / Que, por doquier, en palacios como en humilde ventana, / Une los tres colores de nuestras dos naciones… // Bajo los dorados álamos, el Sena de hermosas riberas / Os trae el rumor de su pueblo jubiloso, / Nobles huéspedes; corazones y ojos os miran, / ¡Francia os saluda con sus fuerzas vivas! // La fuerza será el brillante artífice / De la paz, y este puente, que tiende un arco inmenso / Entre el siglo que acaba y el que empieza, / Servirá para unir a los pueblos y los tiempos… II Antes de descender a tan histórica orilla, / Si a los corazones franceses tu generoso corazón corresponde, /Medita gravemente, sueña ante este puente: / A tu padre Alejandro, Francia lo consagra. // Sé, como tu padre, fuerte y humano. / Enfunda el sable ilustremente templado, / Y cual pacífico guerrero en el sable apoyado, / Mira, oh, Zar, cómo gira el mundo en tu mano. // El gesto impenal mantiene su equilibrio, / Tu brazo doblemente fuerte no se cansa, / Pues Alejandro te legó, con el Imperio, / El honor de haber conquistado el amor de un pueblo libre. // El gesto impenal mantiene su equilibrio, / Tu brazo doblemente fuerte no se cansa, / Pues Alejandro te legó, con el Imperio, / El honor de haber conquistado el amor de un pueblo libre.
[5] Y lejos, recortándose en el cielo, esa Cúpula deslumbrante / Aún alberga héroes de la época lejana / En que rusos y franceses, en un torneo sin odio, / Previendo el futuro, mezclaban ya su sangre.
[6] Existe un hermoso país tan vasto como un mundo / Donde parece no tener fin el lejano horizonte. / Un país de alma fecunda, / Muy grande en el pasado, más grande en el futuro. // Rubio como las espigas, bíanco como la nieve, / Sus hijos, jefes o soldados, con pie seguro caminan. / ¡Que lo proteja el destino clemente, / Y a sus doradas cosechas en una tierra virgen y pura!