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Por fin, en el fondo de la maleta, di con su rastro. Los grandes titulares no dejaban lugar a dudas: ¡GLORIA A Rusia! Desplegué la hoja en mis rodillas, como hacía Charlotte, y comencé a leer lentamente estos versos a media voz:

Oh! grand Dieu, quelle honne nouvelle,

Quelle joie fait vibrer tous nos coeurs,

Voir crouler enfin la citadelle

Où l’esclave gémit de douleur!

Voir un peuple relever la tête,

Et du droit porter le flambeau!

Ami, nest-ce pas un grand jour de fête,

Sur nos palais faites hisser les drapeaux! [7]

No me detuve hasta llegar al estribillo, asaltado por una duda: «¿Gloria a Rusia?». Pero ¿dónde está el país rubio como las espigas, blanco como la nieve, ese país de alma fecunda? ¿Y qué pinta aquí ese esclavo que gime de dolor? ¿Y quién es ese tirano cuya caída se celebra?

Desconcertado, comencé a leer el estribillo:

Salut, salut à vous,

Peuple et soldats de la Russie!

Salut, salut a vous

Car vous sauvez votre Patrie!

Salut, gloire et honneur

A la Douma qui, souveraine,

Va, demain, pour votre bonheur

A tout jamais briser vos chaînes. [8]

De pronto, divisé unos gruesos titulares que destacaban sobre los versos:

ABDICACIÓN DE NICOLÁS II. LA REVOLUCIÓN: EL 89 RUSO. RUSIA DESCUBRE LA LIBERTAD. KERENSKI, EL DANTON RUSO. LA TOMA DE LA PRISION PEDRO Y PABLO, LA BASTILLA RUSA. EL FIN DEL REGIMEN AUTOCRATICO…

La mayoría de estas palabras no me decían nada. Pero comprendí lo esenciaclass="underline" Nicolás había dejado de ser zar y la noticia de su caída provocaba una explosión de delirante alegría entre quienes, sólo unos días antes, le aclamaban deseándole un largo y próspero reinado. Recordaba muy bien los versos de Heredia, cuyo eco resonaba todavía en nuestro balcón:

Oui, ton Pére a lié d’un lien fratemel

La France et la Russie en la méme espérance,

Tsar, écoute aujourd’hui la Russie et la France

Bénir, avec le tien, le saint nom paternel! [9]

Se me antojaba inconcebible semejante cambio. No podía creer que se hubiera cometido una traición tan abyecta. ¡Y menos aún por parte de un presidente de la República!

Oí cerrarse la puerta de entrada. Recogí apresuradamente todos los papeles, cerré la maleta y la empujé bajo la cama.

Por la noche llovía, y Charlotte encendió la lámpara del interior. Nos acomodamos junto a ella, como en nuestras veladas en el balcón. Mientras escuchaba su relato (Nicolás y Alejandra aplaudían la representación de El Cid desde su palco), yo observaba sus rostros con desengañada tristeza, pues había entrevisto el futuro, y ese conocimiento pesaba mucho en mi corazón de niño.

«¿Dónde está la verdad?», me preguntaba, atendiendo distraídamente a la historia (los soberanos se levantan, el público se vuelve para ovacionarlos). «Esos mismos espectadores no tardarán en maldecirlos. ¡Nada quedará de tan mágicos días! Nada…»

Ese final, que me había visto condenado a conocer de antemano, me pareció de repente tan absurdo e injusto, sobre todo en plena fiesta, en medio de la luminaria de la Comédie Française, que prorrumpí en sollozos y, arrojando hacia atrás el taburete en que estaba sentado, me escabullí a la cocina. Nunca había llorado así. Rechacé rabioso las manos de mi hermana, que intentaba consolarme. (¡Le reprochaba tanto que ella no supiera aún nada!) Entre lágrimas, gritaba con desespero:

– ¡Todo es falso! ¡Traidores, más que traidores! Ese mentiroso de bigote… ¡Un presidente, qué increíble! Mentiras…

No sé si Charlotte había adivinado las causas de mi zozobra (sin duda había advertido el desorden que había organizado al hurgar en la maleta siberiana, quizás incluso se había topado con la página fatídica). El caso es que, conmovida por tan inesperado acceso de llanto, vino a sentarse a mi cama y, buscando mi mano en la oscuridad, deslizó en ella una piedrecilla áspera. La apreté en mi mano. Sin abrir los ojos, reconocí por el tacto el «Verdín». En lo sucesivo, me pertenecía.

4

Nos separamos de nuestra abuela al acabar las vacaciones. La Atlántida se esfumó tras las brumas de otoño y las primeras tempestades de nieve, tras nuestra vida rusa.

Porque la ciudad a la que regresábamos nada tenía en común con la silenciosa Saraza. Esa ciudad, que se extendía por las dos orillas del Volga, encarnaba, con su millón de habitantes, sus fábricas de armas, sus amplias avenidas con amplios edificios de estilo estalinista, el poderío del imperio. Una gigantesca central hidroeléctrica río abajo, un metro en construcción y un enorme puerto fluvial consolidaban a los ojos de todos la imagen de nuestro compatriota como el hombre que había triunfado sobre las fuerzas de la naturaleza, el que vivía en nombre de un radiante futuro, el que menospreciaba, con su esfuerzo dinámico, los ridículos vestigios del pasado. Además, nuestra ciudad, por sus fábricas, estaba vedada a los extranjeros… Sí, era una ciudad en la que se advertía perfectamente el pulso del imperio.

Ese ritmo, apenas regresamos, marcó el compás de nuestros gestos y pensamientos. Nos confundíamos con la nívea respiración de nuestra patria.

El injerto francés no nos impedía, ni a mi hermana ni a mí, llevar una existencia similar a la de nuestros compañeros: el ruso tomaba a ser la lengua cotidiana, la escuela nos formaba con el patrón de jóvenes soviéticos modélicos, los ejercicios paramilitares nos habituaban al olor de la pólvora, a las explosiones de las granadas de instrucción, a la idea de ese enemigo occidental contra el que algún día habría que combatir.

Las veladas en el balcón de la abuela no nos parecían ya sino un sueño infantil. Y cuando, en las clases de historia, el profesor nos hablaba de «Nicolás II, apodado por el pueblo Nicolás el Sanguinario», no establecíamos ningún vínculo entre el mítico verdugo y el joven monarca que aplaudía El Cid. No, esos dos hombres nada tenían que ver el uno con el otro.

Sin embargo, un día, más bien por azar, se operó esta conexión en mi mente: sin que me preguntaran, me puse a hablar de Nicolás y Alejandra, de su visita a París. Mi intervención fue tan inesperada y los detalles biográficos tan abundantes que el profesor pareció desconcertado. Se oyeron risitas de estupor por toda la clase: los alumnos no sabían si tomarse mi discurso como una provocación o como puro delirio. Pero ya el profesor había tomado las riendas del asunto y proclamaba, subrayando las palabras:

– El zar fue el responsable de la terrible represión en el campo de Jodynka: millares de personas aplastadas. Ordenó abrir fuego durante la manifestación pacífica del 9 de enero de 1905: cientos de víctimas. Su régimen fue culpable de las matanzas del río Lena: ¡ciento dos personas asesinadas! Y no es casual que el gran Lenin se llamase así: ¡con ese apodo quiso fustigar los crímenes del zarismo!

Con todo, lo que más me impresionó no fue el tono vehemente de la diatriba, sino una desconcertante pregunta que se abrió paso en mi mente durante el recreo, mientras los demás alumnos me hostigaban con sus befas. («¡Fijaos! ¡Pero si tiene una corona este zar!», gritaba uno de ellos tirándome del pelo.) La pregunta, en apariencia, era muy sencilla: «Sí, lo sé, era un tirano sanguinario, está escrito en nuestro libro de historia. Pero ¿qué hacer entonces con ese viento fresco con efluvios a mar que soplaba sobre el Sena, con la sonoridad de esos versos que volaban al viento, con el crujido de la llana de oro en el granito? ¿Qué hacer con aquel día lejano? ¡Siento tan intensamente su atmósfera!».

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[7] Oh, gran Dios, qué buena nueva, / Cuán jubilosos palpitan nuestros corazones, / ¡Ver derrumbarse por fin la ciudadela / Donde et esclavo gime de dolor! / ¡Ver a un pueblo alzar la cabeza, / Y portar la antorcha del De- redlo! / Amigo, qué gran día de fiesta, / ¡En nuestros palados izad las banderas!

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[8] ¡Gloria, gloria a vosotros, / Pueblo y soldados de Rusia! / ¡Gloria, gloria a vosotros / Pues salváis a vuestra Patria! / Salve, gloria y honor / A la Cuma soberana, / Que mañana os hará felices / Rompiendo vuestras cadenas.

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[9] Sí, tu Padre ligó con lazos fraternales / A Francia y Rusia en la misma esperanza; / ¡Zar, oye hoy cómo Rusia y Francia / Bendicen, con el tuyo, el santo nombre paterno!