Poirot se levantó al fin con la carta terminada en la mano. Abrió un cajón y sacó un estuche cuadrado. Extrajo un sello de correos que mojó en una esponja y se dispuso a pegarlo en el sobre.
Pero de pronto se detuvo, con el sello en la mano, moviendo la cabeza con decisión.
—Non! —exclamó—. En esto me he equivocado.
Rasgó en dos trozos el sobre y lo tiró a la papelera.
—No debemos tratar así este asunto. Tenemos que irnos, amigo mío.
—¿Quiere usted decir que nos vamos a Market Basing?
—Precisamente. ¿Por qué no? ¿No se ahoga uno hoy en Londres? ¿No sería agradable un poco de aire campestre?
—Bueno; si pone las cosas así... —dije—. ¿Vamos en el coche?
Había adquirido un «Austin» de segunda mano.
—Excelente. Hace un buen día para dar un paseo en automóvil. Poca falta le hará la bufanda. Un ligero sobretodo; un pañuelo de seda... será bastante.
—Querido amigo; no vamos al Polo Norte —protesté.
—Hay que tener mucho cuidado para no pescar un resfriado —sentenció Poirot.
—¿En día como éste?
Sin hacer caso de mis protestas, Poirot procedió a enfundarse un sobretodo de color canela, envolviéndose luego la garganta con un pañuelo de seda blanca.
Después de colocar con cuidado el sello mojado, boca abajo, en el papel secante de la carpeta, para que se secara, salimos juntos de la habitación.
Capítulo VI
Visitamos Littlegreen House
No sé cómo se encontraría Poirot con la gabardina y el pañuelo, pero yo estaba poco menos que asado antes de que saliéramos de Londres. Un coche abierto, en pleno tráfico, dista mucho de ser un sitio fresco en un caluroso día de verano.
Sin embargo, una vez que dejamos atrás la ciudad y hubimos corrido un poco por la gran autopista del oeste, me sentí mucho mejor.
La excursión duró cerca de hora y media y eran casi las doce cuando llegamos al pueblecito de Market Basing. Primitivamente estuvo situado al borde de la carretera principal; pero ahora, una desviación de la autopista lo había dejado a unas tres millas de la corriente principal del tráfico y, por lo tanto, parecía como si hubiera tomado un aspecto de dignidad y quietud. Su única calle amplia y la gran plaza del mercado parecían decir: «En tiempos fui un pueblo importante y para cualquier persona con sentido común y educación, sigo siendo el mismo. Dejad que ese mundo apresurado se deslice por su nueva autopista. Yo fui construido para durar muchos años, en aquellos tiempos en que la solidez y la belleza iban de la mano.»
Había un aparcamiento en mitad de la gran plaza, aunque sólo unos pocos coches lo ocupaban. Estacioné el «Austin» mientras Poirot se despojaba de sus superfluos ropajes y comprobaba que sus bigotes estaban en adecuadas condiciones de simétrica arrogancia. Con esto, estuvimos listos para actuar.
Por rara casualidad, nuestra primera tentativa para orientarnos no tuvo la respuesta acostumbrada: «Lo siento, soy forastero». Según parecía, esto daba a entender que no había forasteros en Market Basing. Ésa fue la impresión que sacamos. Ya me había dado cuenta de que Poirot y yo mismo, pero especialmente Poirot, teníamos que llamar la atención. Resaltábamos, por fuerza, sobre el fondo apacible de aquel viejo pueblo inglés, firmemente agarrado a sus tradiciones.
—¿Littlegreen House? —el hombre corpulento y con ojos bovinos, nos examinó con aspecto pensativo—. Sigan derechos por la calle Alta y no pueden perderse. A la izquierda. No hay ningún letrero en la cancela; pero es el primer edificio grande después del Banco. No pueden equivocarse —repitió.
Nos siguió con la mirada mientras emprendíamos el camino.
—¡Válgame Dios! —me quejé—. Hay algo en este pueblo que me hace sentir extremadamente notable. Y usted, Poirot, tiene un aspecto exótico por completo.
—Cree usted que van a darse cuenta de que soy extranjero, ¿no es eso?
—Es cosa que clama al cielo —le aseguré.
—Y sin embargo, mis ropas están confeccionadas por un sastre inglés —refunfuñó Poirot.
—El hábito no hace al monje —continué—. No se puede negar que tiene usted una poderosa personalidad. A veces me he extrañado que ello no le produjera complicaciones en su carrera.
Mi amigo suspiró.
—Tiene usted metida en la cabeza la errónea idea de que un detective debe ser un hombre que se ponga barba postiza y se oculte tras un pilar. La barba postiza es un vieux jeu y el seguir a la gente es cosa que solamente la llevan a cabo los componentes de las clases más inferiores de nuestra profesión. Hércules Poirot, amigo mío, necesita tan sólo retreparse en un sillón y pensar.
—Lo cual explica el que ahora nos encontremos recorriendo esta calle en una calurosa mañana veraniega.
—Eso se puede refutar fácilmente, Hastings. Por una sola vez, lo reconozco, me he salido de mis casillas.
Encontramos fácilmente Littlegreen House, pero nos esperaba una sorpresa... un anuncio de venta firmado por un agente corredor de fincas.
Mientras lo leíamos, atrajo mi atención el ladrido de un perro. Los arbustos no eran muy espesos y lo pude ver en seguida. Era un terrier de pelo duro, quizá demasiado peludo para la estación en que estábamos. Se apoyaba sobre las patas abiertas, inclinado ligeramente a un lado y ladraba con evidente placer por lo que estaba haciendo, lo cual demostraba que su actitud se basaba en motivos afectuosos.
—Soy un buen perro guardián, ¿no te parece? —ladraba—. ¡No te preocupes por mis ladridos! Así es como me divierto. Aunque, desde luego, también es mi deber. ¡Sólo es para que sepan que hay un perro en la casa! ¡Qué mañana más sosa! ¡No sabes lo que me gustaría tener algo que hacer! ¿Vais a entrar? Espero que sí. ¡Maldito aburrimiento! Necesito hablar con alguien.
—¡Hola, chico! —dije, adelantando la mano.
Estiró el cuello por entre los barrotes de la verja y me olfateó con aire de sospecha. Luego movió gentilmente la cola y lanzó alegremente una serie de cortos y agudos ladridos.
—No es una presentación en regla, desde luego —pareció decir—. Qué le vamos a hacer. Pero ya veo que sabes suplir la falta.
—Buen muchacho —dije.
—¡Uf! —contestó el terrier amablemente.
—¿Y bien, Poirot? —pregunté, abandonando esta conversación y dirigiéndome a mi amigo.
Tenía una expresión rara en la cara... una expresión que no pude descifrar. La mejor forma de describirla era comparándola con una excitación deliberadamente reprimida.
—El incidente de la pelota del perro —murmuró—. Bueno; por lo menos tenemos aquí el perro.
—¡Uf! —intercaló nuestro nuevo amigo.
El perro se sentó, bostezó y nos dirigió una mirada expectante.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.
El terrier parecía que formulaba la misma interrogación.
—Parbleau! Vamos a ver a los señores..., ¿cómo se llaman? Ah, sí; señores Gabler y Strecher.
—Eso parece lo más convincente —repliqué.
Volvimos sobre nuestros pasos y mi reciente amistad canina se quedó lanzando unos cuantos ladridos de disgusto.
Las oficinas de los señores Gabler y Strecher estaban situadas en la plaza del mercado. Entramos en un sombrío antedespacho donde nos recibió una señorita de aspecto linfático y ojos sin brillo.
—Buenos días —saludó Poirot cortésmente.
La joven estaba hablando por teléfono, pero con una seña nos indicó una silla y Poirot se sentó. Yo cogí otra y la acerqué a la de mi amigo.
—No puedo decírselo, de veras —decía entretanto la joven a su invisible interlocutor—. No sé a cuánto ascenderán los derechos... ¿Cómo ha dicho? Oh, sí; me parece que tiene agua corriente; pero desde luego, no se lo puedo asegurar... Lo siento mucho... No; ha salido... No: no puedo decírselo... Sí; descuide, se lo diré... Sí. ¿8.136? ¿Quiere repetirlo, por favor...? Ah... 8.935... 39... Ah, 5.135... Sí; le diré que telefonee... después de las seis... Ah, perdón, antes de las seis... Muchísimas gracias... No lo olvidaré...