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Atravesamos el vestíbulo y la criada nos condujo a la habitación opuesta. Era mucho más grande que la anterior.

—El comedor, señor.

Era en su totalidad de estilo victoriano. El mobiliario estaba compuesto por una pesada mesa de caoba, un aparador macizo de la misma madera, con racimos de fruta esculpidos y sólidas sillas tapizadas de cuero. De las paredes colgaban algunos retratos de familia.

El terrier continuaba ladrando desde cualquier lugar oculto. Pero de pronto, el escándalo aumentó de volumen. Con un crescendo de agudos ladridos, se oyó su galope por el vestíbulo.

—«¿Quién ha entrado en la casa? ¡Le voy a hacer pedazos!», parecía decir.

El perro llegó al umbral de la puerta husmeando violentamente.

—¡Oh, Bob! qué perro tan travieso... —exclamó la mujer—. No se asusten. No les hará daño...

En efecto, una vez que Bob localizó a los intrusos cambió completamente de modales. Entró bulliciosamente en el comedor y efectuó su propia presentación de una forma muy agradable.

—Encantado de conoceros —observó mientras olfateaba alrededor de nuestros tobillos—. Perdonaréis tanto ruido, ¿no es cierto? Es un trabajo que debo hacer. Hay que tener cuidado con quien se deja entrar, ¿no os parece? Paso una vida muy aburrida y en realidad, no sabéis lo que me alegro cuando veo una cara nueva. Tienes perros, ¿verdad?

—Es bonito el bicho —dije a la mujer—. Aunque necesita que lo esquilen un poco.

—Sí, señor. Por lo general, lo esquilamos tres veces al año.

—¿Tiene mucha edad?

—No, señor. Todavía no tiene seis años. Pero a veces se porta como si fuera un cachorro. Coge las zapatillas de la cocinera y hace cabriolas con ellas. Es muy dócil, aunque nadie lo diría al oír la bulla que mete. La única persona a quien no quiere es al cartero. Es el único que lo saca de quicio.

Bob estaba ahora investigando las perneras de los pantalones de Poirot. Después de haber husmeado a su gusto lanzó un prolongado resoplido.

—¡Hum!, no está mal; pero me parece que no le gustan los perros.

Se volvió hacia mí ladeando la cabeza y mirándome, como si esperara alguna cosa.

—No sé por qué los perros han de atacar siempre a los carteros —comentó nuestra guía.

—Es una forma de discutir —explicó Poirot—. El perro se basa en una razón. Es inteligente y hace sus deducciones de acuerdo con su punto de vista. Hay gente que puede entrar en casa y hay quien no lo puede hacer; esto lo aprenden pronto los perros. Eh bien, ¿cuál es la persona que con más insistencia trata de que la admitan en la casa, llamando dos o tres veces al día y que en ninguna ocasión consigue que le dejen entrar? El cartero. Está claro, pues, que es un huésped indeseable, desde el punto de vista del dueño de la casa. Se le despide siempre, una vez que ha cumplido su deber; pero vuelve después insistiendo sobre lo mismo. Por lo tanto, la obligación de un perro no es dudosa. Debe prestar su ayuda para ahuyentar a este hombre y, si es posible, morderle. Es un proceder altamente razonable.

Señaló a Bob.

—Da la impresión de ser un bicho muy inteligente.

—Lo es; sí, señor. A veces parece humano.

La mujer abrió otra puerta.

—El salón, señor.

La vista del salón hacía rememorar tiempos pasados. Una ligera fragancia lo envolvía. Los cortinajes y tapicerías estaban usados y las guirnaldas de rosa estampadas en ellos presentaban un color desvaído. De las paredes colgaban varios grabados y acuarelas. Había gran cantidad de porcelanas; frágiles pastores y pastorcillas. Almohadones bordados a realce. Fotografías descoloridas, en primorosos marcos de plata. Varios costureros y mesillas para té, con delicadas incrustaciones. Pero lo que me pareció más interesante de todo aquello fueron dos damas, exquisitamente recortadas en papel de seda, que se veían bajo unas campanas de cristal. Una de ellas hilaba y la otra tenía un gato sobre las rodillas.

Me envolvía el ambiente de épocas pretéritas; de comodidad, de refinamiento, de «damas y caballeros»... Esto era un «gabinete». Aquí se acomodaban las señoras para hacer sus labores y si alguna vez se encendía un cigarrillo por un privilegiado miembro del sexo fuerte, ¡qué manera de sacudir los cortinajes y orear la habitación cuando aquél se marchaba!

De pronto me fijé en Bob. Estaba sentado mirando atentamente una elegante mesa, bajo cuyo tablero se veían dos cajones.

Al darse cuenta de mi observación, lanzó un corto y quejumbroso aullido, mientras su mirada pasaba de mí a la mesa.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunté.

Sin duda alguna, el interés que nos tomábamos por Bob complacía a la criada que, por lo visto, estaba muy encariñada con él.

—Es su pelota, señor. La guardábamos siempre en ese cajón. Por eso se pone ahí y la pide.

Cambió de voz y se dirigió al perro con un falsete estridente:

—Ya no está ahí, perrito mono. La pelota de Bob está en la cocina. En la cocina, Bob...

El terrier lanzó una mirada impaciente a Poirot.

—Esta mujer es tonta —parecía decir—. Tú tienes aspecto de ser un individuo inteligente. Las pelotas se guardan en determinados sitios, y este cajón es un de ellos. Siempre se ha guardado aquí una pelota. Por lo tanto, ahí mismo debe estar ahora. Esto es lógica canina, ¿no es cierto?

—No está aquí, chico —dije.

Me miró con aire de duda. Cuando salimos de la habitación nos siguió lentamente, como si no estuviera convencido del todo.

La mujer nos enseñó después varios armarios; un guardarropa instalado bajo la escalera y una pequeña alacena, «donde la señora solía guardar las flores, señor».

—¿Estuvo usted mucho tiempo al servicio de su señora? —preguntó Poirot.

—Veintidós años, señor.

—¿Cuida usted sola de la casa?

—La cocinera y yo, señor.

—¿También ha servido durante tiempo a la señorita Arundell? —preguntó a la criada.

—Solamente cuatro años, señor. La antigua cocinera murió.

—Suponiendo que adquiriera la casa, ¿estaría usted dispuesta a quedarse a mi servicio?

La mujer se sonrió ligeramente.

—Es usted muy amable, señor; pero pienso dejar el servicio. La señora me legó una pequeña cantidad y tengo el propósito de ir a vivir con mi hermana. Si me he quedado aquí ha sido tan sólo para hacerle un favor a la señorita Lawson. Estaré al cuidado de la casa hasta que se venda.

Poirot asintió.

En el silencio que siguió pudo oírse un nuevo ruido: Bump, bump, bump. Un ruido que crecía en volumen y parecía descender del piso superior.

—Es Bob, señor —dijo la criada sonriendo—. Ha cogido la pelota y hace que salte de peldaño en peldaño. Le gusta mucho ese juego.

Llegamos al pie de la escalera al mismo tiempo que una pelota de goma negra rebotaba sobre el último escalón. La cogí y miré hacia arriba. Bob estaba tendido en el borde superior de la escalera, con las patas delanteras extendidas y moviendo alegremente la cola. Le lancé la pelota. La cogió limpiamente con la boca, la mordió durante unos momentos con verdadero deleite y luego la dejó caer entre sus patas. Después la empujó un poco con la nariz hasta que llegó al borde del primer peldaño y volvió a saltar escaleras abajo. A medida que la pelota avanzaba, Bob movía la cola con más energía.

—Así estaría durante horas enteras, señor. Es su juego predilecto. Todo el día, así lo pasa. Ya está bien, Bob. Los caballeros tienen algo más importante que hacer, que jugar contigo.

Un perro es un gran promotor de relaciones amistosas. Nuestro interés por Bob había roto por completo la reserva natural de la buena sirvienta. Cuando subimos al piso superior para ver los dormitorios, nuestra guía hablaba locuazmente, contándonos diversas anécdotas sobre la maravillosa sagacidad de Bob. La pelota quedó al pie de la escalera y cuando pasamos junto al perro éste nos lanzó una mirada de profundo disgusto, mientras empezaba a descender los peldaños para recoger su juguete. Al volver le vi que subía lentamente con la pelota en la boca y el aspecto de un viejecito a quien personas sin conciencia hubieran obligado a realizar un esfuerzo con toda evidencia impropio de su edad.