Выбрать главу

A medida que recorríamos las habitaciones, Poirot iba sonsacando gradualmente a la mujer.

—Creo que fueron cuatro las señoritas Arundell que vivieron aquí, ¿verdad?

—Al principio, sí. señor; pero eso fue antes de que yo entrara en esta casa. Sólo quedaban la señorita Agnes y la señorita Emily cuando yo vine, y la primera murió pocos años después. Era la más joven de la familia. Parece extraño que muriera antes que su hermana.

—Seguramente no sería tan fuerte como ella.

—No, señor. Eso fue lo extraño. Mi señorita Emily siempre estaba delicada. Ha dado mucho quehacer a los médicos durante toda su vida. La señorita Agnes fue siempre fuerte y robusta; sin embargo, fue la primera en dejarnos. No obstante, la señorita Emily, que estuvo delicada desde niña, sobrevivió a toda la familia. A veces pasan cosas muy raras.

—Es asombroso cómo se produce a menudo ese caso.

Y Poirot se lanzó a relatar una fantástica historia sobre un hipotético tío suyo, inválido; cuento que no quiero molestarme en repetirlo aquí. Baste decir que produjo el efecto que deseaba. Las discusiones sobre la muerte y cosas por el estilo, desatan con más facilidad la lengua de los hombres que cualquier tema. Poirot se encontró entonces en disposición de formular preguntas que hubieran sido acogidas con sospechosa hostilidad veinte minutos antes.

—¿Fue muy larga y dolorosa la enfermedad de la señorita Emily?

—No; no puede decirse que lo fuera, señor. Había estado achacosa durante mucho tiempo; desde hacía dos inviernos. Era muy malo lo que tenía: ictericia. Se le puso amarilla la cara y hasta el blanco de los ojos.

—Oh, sí; realmente... (Aquí una anécdota sobre un irreal primo de Poirot que parecía el mismo Peligro Amarillo en persona.)

—Eso es... tal como usted lo dice, señor. Es horrible esa enfermedad: ¡pobre señorita! No pueden soportar nada. Le aseguro que el doctor Grainger dudaba que curara de ella. Pero la trataba de una forma admirable... amedrentándola. «¿Se ha hecho ya el ánimo de tenderse en la cama y encargar la lápida?», le decía. Y ella le replicaba: «Todavía me quedan dentro unas pocas ganas de luchar, doctor.» «Eso está bien», contestaba él. «Esto es lo que me gusta oír.» Tuvimos una enfermera del hospital que se figuró que aquello era un caso perdido; hasta le dijo al médico, en cierta ocasión, que le parecía mejor no preocupar a la señora forzándola a tomar alimento; pero el doctor le reconvino su manera de pensar. «Tonterías», dijo «¿Preocuparse de ella? Lo que debe hacer es intimidarla un poco en esa cuestión. Extracto de carne a tal y tal hora; cucharaditas de coñac...» Y al final le dijo algo que nunca olvidaré: «Es usted joven, muchacha. No se da cuenta de la cantidad de resistencia y ganas de luchar que proporciona la edad. Son los jóvenes quienes se dejan caer y mueren, porque no tienen suficiente interés por vivir. Muéstreme usted alguien que haya vivido más de setenta años y tendrá delante a un buen luchador... alguien que tiene ganas de vivir.» Y es verdad, señor... A menudo he pensado: «¡Qué dignos de admiración son los ancianos! ¡Qué vitalidad y qué interés tienen por conservar sus facultades!» Tal como dijo el doctor, precisamente por eso llegan a esas edades.

—Es muy profundo lo que está usted diciendo... muy profundo. ¿Era así la señorita Arundell? ¿Muy rica? ¿Muy interesada en vivir?

—¡Oh, sí; desde luego, señor! Tenía poca salud, pero su cerebro funcionaba muy bien. Y siguiendo con lo que decía, la señorita salió de su enfermedad con gran sorpresa de la enfermera. Era una joven muy engreída; siempre llevaba los cuellos y los puños almidonados. Había que servirla pronto y bien y pedía té a todas horas.

—¿Fue buena la convalecencia?

—Sí, señor. Aunque, como es natural, al principio la señora tuvo que seguir una rigurosa dieta. Todo lo que comía debía estar hervido; los alimentos no debían contener grasas ni se le permitía comer huevos. Fue muy monótono para ella.

— Pero lo importante era que se pusiera bien.

—Sí, señor. Tuvo pequeñas recaídas. Lo que yo llamo ataques de bilis. A veces era muy cuidadosa con lo que comía; pero así y todo, esos ataques no fueron de cuidado hasta que sobrevino el último.

—¿Fue justamente igual al que tuvo dos años antes?

—Sí; lo mismo, señor. Esa pícara ictericia. Otra vez el terrible color amarillo; las horribles náuseas y todo lo demás. Me temo que la pobre tuvo la culpa de lo que le pasó. Comió una porción de cosas que no debía haber probado. Porque cada noche que teníamos invitados, ordenaba preparar un plato de curry[3] para la cena, y ya sabe usted, señor, que el curry contiene gran cantidad de especias y es oleaginoso.

—El ataque le sobrevino de repente, ¿no es eso?

—Bueno; así parecía, señor. Pero el doctor Grainger dijo que se había estado fraguando desde hacía tiempo. Cogió un resfriado, pues el tiempo había sido muy variable aquellos días, y comió demasiadas cosas sazonadas con curry.

—Seguramente su señora, de compañía... la señorita Lawson, creo... debió disuadirla de que comiera de esos platos.

—¡Oh!; no creo que la señorita Lawson tuviera ocasión de ello. La señora no era de las que aceptan órdenes.

—¿Estuvo con ella la señorita Lawson durante su primera enfermedad?

—No; entró después a su servicio. Estuvo con la señora cerca de un año.

—Entonces, ¿es de suponer que antes tuvo otras señoras de compañía?

—Gran número de ellas, señor.

—Ya veo que no permanecían a su lado tanto tiempo como el resto del servicio —dijo Poirot sonriendo.

La mujer se sonrojó.

—Ya comprenderá usted que es diferente, señor. La señorita Arundell no salía mucho de casa y con unas cosas y otras...

Hizo una pausa y Poirot la estuvo contemplando durante un minuto hasta que comentó:

—Conozco un poco la mentalidad de las señoras ancianas. Les gusta horrores la novedad. Y quizá, profundizan hasta el fondo de cada persona.

—Se nota que es usted un experto, señor. Acertó exactamente. Cuando llegaba una nueva señora de compañía, la señorita Arundell se interesaba siempre por ella, preguntándole acerca de su vida, su infancia, dónde había estado y qué pensaba de las cosas. Luego, cuando ya estaba enterada de todo, se... bueno, supongo que se «aburría» es la palabra adecuada.

—Eso es. Pero hablando entre nosotros, las señoras que se dedican a tal oficio no son, por lo general, ni muy interesantes, ni muy divertidas, ¿no le parece?

—Desde luego que no, señor. La mayoría de ellas son unas pobres de espíritu. Tontas, sin ninguna clase de duda. La señorita Arundell pronto las calaba, por decirlo así. Y entonces hacía un cambio y tomaba otra a su servicio.

—Me figuro que debió estar muy contenta con la señorita Lawson.

—¡Oh!, no lo crea, señor.

—Pero al menos tenía un carácter destacado.

—No lo estimo yo así, señor. Es una persona completamente ordinaria.

—Le disgusta a usted, ¿verdad?

La mujer se encogió ligeramente de hombros.

—No tiene nada para gustar o disgustar. Muy minuciosa; de edad mediana y llena hasta los topes de esas tonterías acerca de los espíritus.

—¿Espíritus? —preguntó Poirot, alerta.