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—Sí, señor; espíritus. Se sientan en la oscuridad, alrededor de una mesa y los difuntos acuden y hablan. Algo completamente irreligioso, según digo yo. Como si no supiéramos que las almas, al partir de este mundo, tienen su sitio adecuado y no lo abandonan.

—Así es que la señorita Lawson es espiritista. ¿Era también creyente la señorita Arundell?

—A la señorita Lawson le hubiera gustado —estalló la mujer.

Había en su tono una especie de malicia satisfecha.

—¿Pero no llegó a serlo? —persistió Poirot.

—La señora tenía demasiado sentido común —refunfuñó la sirvienta— Le aseguro que no puedo decir si todo aquello la divertía. «Deseo que me convenza», decía. Pero a menudo se quedaba mirando a la señorita Lawson como si dijera: «Pobrecilla, ¡qué tonta eres al creer todo eso!»

—Comprendo. No creía en nada de aquello, pero le servía de distracción.

—Eso es, señor. A veces he pensado si la señora no... bueno, no se divirtió un poco, por decirlo así, empujando la mesa y haciendo cosas por el estilo, mientras los demás estaban más serios que unos jueces.

—¿Los demás?

—La señorita Lawson y las dos señoritas Tripp.

—Entonces, ¿la señorita Lawson es una espiritista absolutamente convencida?

—Cree en ello como en el Evangelio, señor.

—¿Y la señorita Arundell estaba muy ligada a ella pese a ello? ¿No es eso?

—Tal cosa sería algo discutible, señor.

—Pero si le dejó cuanto tenía... —dijo Poirot—. ¿No lo hizo así?

El cambio fue inmediato. El ser humano se desvaneció y la correcta sirvienta volvió a reaparecer. La mujer se irguió y dijo con voz carente de inflexión que llevaba implícita una repulsa a cualquier familiaridad:

—La forma en que la señora legó su dinero es cosa que difícilmente puede incumbirle, señor.

Presentí que a Poirot se le había estropeado el juego. Una vez que puso a la mujer en plan de que la conversación fuera amistosa, había procedido a explotar la ventaja. Fue lo bastante prudente para no realizar ningún intento inmediato con el fin de recobrar el tiempo perdido. Después de una vulgar observación acerca del tamaño y número de los dormitorios, se dirigió a la escalera.

Bob había desaparecido, pero cuando llegué al primer peldaño resbalé y casi caí al suelo. Me cogí al pasamano y mirando a mis pies, vi que, inadvertidamente, había puesto uno de ellos sobre la pelota que el perro dejó allí. La mujer se excusó rápidamente.

—Lo siento, señor. Bob tiene la culpa. Deja siempre la pelota ahí. Y no se puede distinguir por ser tan oscura la alfombra. Cualquier día alguien sufrirá un serio accidente. La pobre señora tuvo una desagradable caída a causa de ello. Pudo muy bien matarse.

Poirot se detuvo de pronto en la escalera.

—¿Dijo usted que sufrió un accidente?

—Sí, señor. Bob se dejó la pelota aquí, como de costumbre y la señora salió de su habitación, resbaló y cayó escaleras abajo. Pudo haberse matado.

—¿Se lastimó mucho?

—No tanto como era de temer. Tuvo mucha serte, según dijo el doctor Grainger. Se hizo un corte en la cabeza, una magulladura en la espalda, contusiones y sufrió un intenso shock. Estuvo en cama cerca de una semana; pero no fue nada serio.

—¿Hace mucho tiempo que ocurrió eso?

—Justamente una semana o dos antes de que muriera.

Poirot se inclinó para recoger algo que se le había caído.

—Perdón; mi pluma estilográfica... ah; sí, aquí está.

Se incorporó otra vez.

—Es muy descuidado el señorito Bob —observó.

—Al fin y al cabo, no sabe que hace mal, señor —dijo la mujer con voz indulgente—. Tiene mucha inteligencia, pero no puede discernirlo todo. La señora no acostumbraba a dormir bien por las noches y a menudo se levantaba, bajaba al piso interior y daba unas vueltas por él.

—¿Hacía eso muchas veces?

—Algunas noches. Pero no quería que la señorita Lawson ni nadie fuera detrás de ella.

Poirot volvió a entrar en el salón.

—Ésta es una habitación muy bonita —observó—. Me pregunto si habría suficiente espacio en este hueco para mi librería. ¿Qué le parece, Hastings?

Completamente perplejo, hice notar con precaución que sería difícil asegurar una cosa así.

—Sí; las medidas son muy engañosas. Tome mi cinta métrica de bolsillo, por favor, y mida el ancho de ese hueco.

Obediente, cogí la cinta que me daba Poirot y tomé varias medidas siguiendo sus indicaciones, mientras él escribía al dorso de un sobre.

Me extrañé de que hubiera adoptado un método tan desaliñado y fuera de sus costumbres, en lugar de anotar los datos en su agenda.

Poirot me tendió el sobre y dijo:

—Es esto, ¿verdad? Quizá será mejor que lo compruebe.

No había ningún número escrito en el papel; pero leía al siguiente nota: «Cuando subamos otra vez al piso de arriba, pretenda recordar una cita y pregunte si puede telefonear. Deje que la mujer vaya con usted y entreténgala tanto como pueda.»

—Está bien —dije guardándome el sobre—. Seguramente cabrán las dos librerías.

—Es preferible asegurarse. Si no resulta mucha molestia, me gustaría dar otro vistazo al dormitorio principal. No estoy muy seguro del espacio que puede aprovecharse en las paredes.

—No faltaba más, señor. No es ninguna molestia.

Subimos otra vez. Poirot midió un lienzo de pared y estaba comentando en voz alta las posibles posiciones en que podría colocar la cama, el armario y la mesa, cuando mirando mi reloj lancé una exclamación algo exagerada y dije:

—¡Vaya por Dios! ¿Sabe que ya son las tres? ¿Qué pensará Anderson? Debo telefonearle.

Me volví hacia la mujer.

—¿Tendría inconveniente en que usara el teléfono?

—Ninguno, señor. Está en la habitación pequeña, al lado del vestíbulo. Yo le acompañaré.

Bajamos; me indicó dónde estaba el aparato y luego le rogué que me ayudara a buscar un número en la guía telefónica. Por fin hice una llamada a un tal Anderson, de la vecina localidad de Harchester. Afortunadamente no estaba en casa, por lo que tuve ocasión de dejarle un recado, diciendo que no tenía importancia la razón de mi llamada y que la repetiría más tarde.

Cuando terminé, Poirot ya había bajado y estaba esperándonos en el vestíbulo. Sus ojos tenían un ligero matiz verde. No supe a qué atribuirlo, pero me di cuenta de que estaba excitado.

—La caída de su señora por esa escalera debió ocasionarle un gran shock —comentó el detective—. ¿Parecía estar preocupada por Bob y su pelota, después que ocurrió el accidente?

—Es curioso que diga eso, señor. Estuvo muy preocupada. Porque cuando estaba agonizando, en su delirio, divagó constantemente sobre el perro, la pelota y algo acerca de una pintura que estaba entreabierta.

—¿Una pintura que estaba entreabierta? —dijo Poirot pensativamente.

—Desde luego, no tiene ningún sentido, señor. Pero como comprenderá, estaba delirando.

—Un momento. Necesito ver otra vez el salón.

Deambuló por la habitación examinando los diversos objetos que contenía. Un gran jarrón con tapadera pareció que le atraía especialmente. No era según creo, ninguna pieza extraordinaria de porcelana. Un objeto en el que se reflejaba el humor de la época victoriana. Sobre él se veía una pintura más bien tosca, que representaba a un bull-dog sentado frente a la puerta de una casa, con cara de expresión lastimosa. Debajo aparecía la siguiente leyenda: «Trasnochar y sin llave.»

Poirot, cuyos gustos consideré como desesperadamente burgueses, parecía estar sumido en la más grande de las admiraciones.

—«Trasnochar y sin llave» —murmuró—. ¡Es divertido esto! ¿Es lo que hace el señorito Bob? ¿Se pasa algunas noches fuera de casa?