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—Muy raras veces, señor. Oh, muy pocas veces. Bob es un buen perro; sí, señor.

—Estoy seguro de que lo es. Pero hasta los mejores perros...

—¡Oh!; está usted en lo cierto, señor. Una vez o dos al año se va y no vuelve a casa hasta las cuatro de la madrugada. Luego se sienta en el portal y ladra hasta que abren.

—¿Quién le abre la puerta? ¿La señorita Lawson?

—Quien lo oye, señor. La última vez fue la señorita Lawson. Precisamente la noche en que la señora sufrió el accidente, Bob volvió cerca de las cinco. La señorita Lawson corrió escaleras abajo para dejarle entrar antes de que hiciera más ruido. Temía que despertara a la señora. Para no preocuparla no le dije nada de que Bob se había ido.

—Comprendo. Creyó que lo mejor era que no se enterara la señorita Arundell.

—Eso es lo que dijo, señor. Nos advirtió: «Es seguro que el perro volverá, como hace siempre. Pero la señora puede preocuparse y eso no es conveniente en el estado en que se encuentra.» Así es que en consecuencia no le dijimos nada.

—¿Quería mucho Bob a la señorita Lawson?

—Pues más bien la desdeñaba, si sabe usted a qué me refiero, señor. Los perros son así. Ella era muy amable con él. Lo llamaba «perrito bueno», «perrito mono»; pero él acostumbraba a mirarla con desdén y no prestaba ninguna atención ni hacia lo que ella le ordenaba.

Poirot asintió con la cabeza.

—Ya me doy cuenta —dijo.

De pronto hizo algo que me sobresaltó.

Sacó una carta del bolsillo. La carta que había recibido aquella mañana.

—¿Sabe usted algo acerca de esto? —preguntó.

El cambio que se apreció en la cara de la mujer fue notable.

Dejó caer la barbilla y se quedó mirando a Poirot con una expresión de aturdimiento casi cómico.

—Bueno —exclamó al fin—. ¡Yo no lo hice!

La observación carecía de coherencia, quizá; pero no dio lugar a dudas sobre lo que la sirvienta quería decir.

Recobrando sus facultades mentales, habló lentamente:

—¿Es usted entonces el caballero a quien iba dirigida la presente carta?

—El mismo. Soy Hércules Poirot.

Como hace la mayoría de la gente, la mujer no había leído el nombre escrito en el permiso para visitar la propiedad que Poirot le enseñó cuando llegamos.

Nuestra interlocutora movió la cabeza afirmativamente.

—Ese nombre era —dijo Hércules Poirot—. ¡Palabra! —exclamó—. La cocinera va a quedarse sorprendida.

Poirot replicó rápidamente:

—Quizá no estaría mal que fuésemos a la cocina y allí, junto con su amiga, habláramos de esto.

—Bueno... si no tiene inconveniente, señor —dijo la mujer con tono de duda.

Este particular dilema de conveniencias sociales parecía nuevo para ella. Pero las maneras positivas de Poirot la tranquilizaron y nos dirigimos hacia la cocina.

Nuestro guía explicó la situación a una mujer alta, de cara larga y agradable, que, cuando entramos, estaba retirando un puchero de un fogón de gas.

—Pásmate, Annie. Este caballero es a quien iba dirigida la carta. Ya sabes: la carta que encontramos en la carpeta.

—Recuerde usted que yo estoy a oscuras respecto al asunto —dijo Poirot—. ¿Me puede decir por qué esta carta se franqueó con tanto retraso?

—Pues verá, señor. A decir verdad, yo no sabía qué hacer. Ninguna de nosotras, ¿verdad?

—Desde luego, Ellen. No sabíamos qué hacer —-confirmó la cocinera.

—Pues sucedió así, señor. Cuando la señorita Lawson empezó a revolver las cosas, después que murió la señora se vendió gran cantidad de chismes y otros los tiramos. Entre ellos había una papelera o carpeta, según dicen. Era muy bonita, con un lirio de los valles bordado en ella. La señora la utilizaba siempre para escribir en la cama. La señorita Lawson no la quiso y me la dio, junto con otros cachivaches que habían pertenecido a la señora. Lo puse todo en un cajón y hasta ayer no lo saqué. Quería colocar en la carpeta un papel secante nuevo y habilitarla para mi uso. En el interior hay una especie de bolsillo y al deslizar la mano dentro de él me encontré una carta escrita por la señora. Como ya he dicho, no sabía concretamente qué era lo que debía hacer con ella. Era la escritura de la señora, desde luego, y me figuré que la había escrito y dejado en la carpeta pensando mandarla al correo al día siguiente; pero luego se le olvidó, cosa que a la pobre solía ocurrirle muy a menudo. En cierta ocasión se extravió un documento del Banco y nadie pudo suponer dónde estaba, hasta que al fin lo encontramos en el fondo del casillero de su mesa de escritorio.

—¿Tan desordenada era? —preguntó Poirot un tanto extrañado.

—¡Oh, no señor! Justamente todo lo contrario. Siempre estaba colocando las cosas en su sitio y ordenándolas. Pero esto era sólo un inconveniente. Si le hubiera dejado todo como estaba hubiera sido mejor. Pues tenía la costumbre de arreglarlo y luego olvidarse de lo que había hecho.

—¿Cosas como la pelota de Bob, por ejemplo? —dijo Poirot sonriendo.

El sagaz terrier llegaba en aquel momento de la calle y nos saludó de nuevo amistosamente.

—Sí; desde luego, señor. Tan pronto como Bob terminaba de jugar con la pelota, la señora la guardaba. Pero con ello no había ningún contratiempo, porque tenía su sitio determinado. El cajón que le mostré antes.

—Comprendo. Pero la he interrumpido. Siga, por favor. Quedamos en que descubrió usted la carta dentro de la carpeta.

—Sí, señor. Así ocurrió; y entonces le pregunté a Annie qué era lo mejor que podíamos hacer. No me gustaba quemarla y, por otra parte; no quería abrirla. Además, ni Annie ni yo considerábamos que aquel asunto pudiera interesar a la señorita Lawson. Así es que, después de hablar un rato sobre ello, le puse un sello al sobre y corrí a depositarlo en el buzón de Correos.

Poirot se volvió ligeramente hacia mí.

Voilá! —murmuró.

No pude evitar el decir maliciosamente:

—Hay que ver lo simple que puede ser una explicación.

Creo que me miró un poco cabizbajo y me arrepentí de haberle fastidiado tan pronto.

Se dirigió otra vez a Ellen.

—Como dice mi amigo... ¡Qué simple puede ser una explicación! Ya comprenderá que cuando recibí la carta, fechada hacía más de dos meses, me sorprendí.

—Sí; supongo que debió sorprenderse, señor. No pensamos en eso.

—Además —Poirot tosió— estoy ante un pequeño dilema. Sepa usted que esta carta es un encargo del que deseaba me ocupara la señorita Arundell. Algo de carácter privado.

Se aclaró la garganta otra vez, dándose importancia.

—Pero ahora, la señorita Arundell ha muerto y estoy dudando acerca de cómo he de proceder. ¿Hubiera deseado la señorita Arundell que me encargara del asunto o no? Es muy difícil saberlo... muy difícil.

Las dos mujeres lo miraban respetuosamente.

—Creo que debo consultar con su abogado. Tenía un abogado, ¿verdad?

—Sí, señor. El señor Purvis, de Harchester.

—¿Estaba enterado de todos los asuntos de ella?

—Creo que sí, señor. Siempre, desde que yo recuerdo, se ha ocupado de sus cosas. Lo envió a buscar después que sufrió la caída.

—¿La caída por la escalera?

—Sí, señor.

—Vamos a ver, ¿cuándo ocurrió exactamente?

Fue la cocinera quien contestó.

—El martes, después de Pascua de Resurrección; lo recuerdo muy bien. Me quedé en casa por ser Pascua y haber invitados. Mi día libre lo trasladé al miércoles siguiente.

Poirot sacó su almanaque de bolsillo.

—Veamos..., veamos. Pascua de Resurrección fue este año el día doce. Luego la señorita Arundell sufrió el accidente el día catorce. La carta la escribió tres días más tarde. Fue una lástima que no la mandara al correo. Sin embargo, puede que no sea demasiado tarde... —hizo una pausa—. Me figuro que la... hum... comisión que ella encargó estaba relacionada con uno de los... hum... huéspedes que acaba usted de mencionar.