Esta observación, hecha como un mero disparo al azar, tuvo inmediata respuesta. Una mirada de rápida comprensión pasó por los ojos de Ellen. Se volvió hacia la cocinera en cuya cara se reflejaba la misma expresión.
—Ése debe ser el señorito Charles —dijo Ellen.
—¿Quiere usted decirme quiénes estuvieron aquí? —sugirió Poirot.
—El doctor Tanios y su esposa. Él no es pariente directo. En realidad es extranjero; griego o algo así, según creo. Se casó con la señorita Bella, sobrina de la señora; hija de una hermana de ésta. El señorito Charles y la señorita Theresa son hermanos.
—Sí. Ya me doy cuenta. Fue una reunión familiar. ¿Y cuándo se marcharon?
—El miércoles por la mañana, señor. Pero el doctor Tanios y la señora Bella estuvieron otra vez al siguiente fin de semana, porque estaban preocupados por la salud de su tía.
—¿Y el señorito Charles y su hermana?
—Volvieron también, pero una semana después que el doctor y su esposa. Precisamente el fin de semana antes de que muriera la señora.
La curiosidad de Poirot, según pude apreciar, era completamente insaciable. Yo no comprendía qué interés podían tener aquellas preguntas. Había conseguido aclarar la explicación de su misterio y, en mi opinión, cuanto más pronto se retirara con dignidad, tanto mejor sería para él.
Este pensamiento pareció pasar de mi cerebro al suyo.
—Eh bien —dijo—. La información que me han facilitado me ha ayudado mucho. Consultaré con el señor Purvis, ¿se llama así, verdad? Muchas gracias por todo.
Se inclinó y acarició a Bob.
—Brave chien, van! Querías mucho a tu ama, ¿verdad?
Bob respondió amablemente a estas insinuaciones y esperando que ahora habría un poco de juego, cogió con la boca un gran trozo de carbón. Pero se ganó una reprimenda, y le quitaron el improvisado juguete. Me miró, como buscando simpatía.
—Estas mujeres —pareció decir— son generosas con la comida, pero en realidad no son deportistas.
Capítulo IX
Reconstrucción del incidente de la pelota de goma
—Bueno, Poirot —dije cuando la cancela de Littlegreen House se hubo cerrado detrás de nosotros—. Supongo que ahora estará usted satisfecho.
—Sí, amigo mío. Estoy satisfecho.
—¡Gracias a Dios! ¡Todos los misterios explicados! ¡Los mitos de la Malvada Señora de Compañía y de la Acaudalada Anciana, hechos pedazos! La carta de fecha atrasada con sus verdaderos colores. Cada cosa satisfactoriamente explicada, de acuerdo con los hechos.
Poirot emitió una tos ligera y seca.
—Yo no emplearía la palabra «satisfactoriamente», Hastings...
—La empleó usted hace un minuto.
—No, no. No dije que la cuestión fuera satisfactoria. Dije, que, personalmente, mi curiosidad estaba satisfecha. Conozco todo lo que hay de cierto acerca del incidente de la pelota.
—Es una cosa simple.
—No tan simple como parece.
Movió la cabeza afirmativamente varias veces. Luego prosiguió:
—Estoy enterado de un pequeño detalle que usted desconoce.
—¿Y qué es ello? —pregunté, un tanto escépticamente.
—Sé que hay un clavo en el rodapié, justamente al comienzo superior de la escalera.
Lo miré con atención. Su cara tenía una expresión grave.
—Bueno —dije al cabo de un rato—. ¿Por qué no puede estar allí?
—La cuestión, Hastings, es: ¿por qué está?
—¿Cómo quiere que yo lo sepa? ¿Alguna razón de tipo doméstico, quizá? ¿Importa eso mucho?
—Claro que importa. Y no puedo imaginarme ninguna razón de este tipo que justifique la presencia del clavo del rodapié, precisamente al comienzo de la escalera. Además, según he podido ver, está cuidadosamente barnizado.
—¿Qué es lo que se imagina, Poirot? ¿Conoce la razón de estar allí?
—Lo puedo suponer fácilmente. Si necesita usted tender un trozo de cordel fuerte, o de alambre, al principio de la escalera y a un pie del suelo, puede atar uno de los extremos a la barandilla; pero en la parte de la pared necesitará algo, por ejemplo, un clavo, para sostenerlo.
—¡Poirot! —grité—. Por todos los santos, ¿qué es lo que pretende decir con eso?
—Mon cher ami, estoy reconstruyendo el incidente de la pelota del perro. ¿Quiere oír mi teoría?
—Adelante.
—Eh bien, aquí la tiene. Alguien se dio cuenta de que Bob tenía la costumbre de dejar la pelota en la parte alta de la escalera. Una cosa peligrosa que podía derivar en accidente.
Poirot calló durante un minuto y luego prosiguió con un tono algo diferente:
—Si quisiera usted asesinar a alguien impunemente, Hastings, ¿cómo se las arreglaría?
—Yo..., bueno...; realmente... no lo sé. Supongo que inventaría cualquier coartada o algo parecido.
—Un procedimiento difícil y peligroso, se lo aseguro. Pero, desde luego, no es usted el tipo de asesino cauteloso y de sangre fría. ¿No se le ha ocurrido que la más fácil manera de quitar de en medio a alguien que le estorbe es aprovecharse de un «accidente»? Los accidentes ocurren todos los días. Y algunas veces, Hastings, uno puede ayudar a que sucedan.
Volvió a callar durante un instante y después dijo:
—Creo que la pelota del perro, olvidada fortuitamente en la escalera, dio una idea a nuestro asesino. La señorita Arundell tenía la costumbre de salir de su dormitorio por las noches y recorrer la casa. Su vista no era muy buena; entraba, pues, en el cálculo de probabilidades el que resbalara en la pelota y cayera de cabeza por la escalera. Pero un asesino cuidadoso no deja nada al azar. Un cordel tendido convenientemente podía ser un método mucho mejor. De esta forma caería infaliblemente de cabeza. Luego, cuando la gente acudiera, estaría clara la causa del accidente... ¡la pelota de Bob!
—iQué horrible! —exclamé.
—Sí, es horrible... pero no tuvo éxito. La señora Arundell resultó sólo ligeramente herida, aunque pudo muy bien romperse la nuca. ¡Muy desconsolador para nuestro desconocido amigo! Pero la señorita Arundell era una anciana de aguzado ingenio. Todos le dijeron que tropezó con la pelota y allí estaba ésta para probarlo; pero ella, recapacitando sobre lo ocurrido, presintió que el accidente no se había producido así. No había tropezado con la pelota. Y además, recordaba otra cosa. Recordó haber oído a Bob ladrando para que le dejaran entrar a las cinco de la mañana. Todo esto, lo admito, son meras suposiciones; pero creo que estoy en lo cierto. La señorita Arundell guardó la pelota la noche anterior. Después, el perro se había ido a la calle y no había vuelto. Por lo tanto, no fue Bob quien puso la pelota en la escalera.
—Pero eso es pura conjetura, Poirot —objeté.
—No del todo, amigo mío —protestó—. Tenemos las significativas palabras proferidas por la señorita Arundell cuando deliraba. Algo acerca de la pelota de Bob y una «pintura entreabierta». Se da usted cuenta, ¿verdad?
—No, por lo que se refiere a lo último.
—Es curioso. Conozco su idioma lo bastante para saber que no se puede hablar de una pintura entreabierta. Una puerta puede estarlo. Una pintura, en todo caso, ladeada.
—O simplemente torcida.
O simplemente torcida, como dice usted. En seguida me di cuenta de que Ellen había confundido el significado de las palabras que oyó. No era «entreabierta», sino «un jarro» lo que quería decir[4]. En el salón hay un vistoso jarro de porcelana. También observé que en él aparece pintado un perro. Con el recuerdo de estas palabras, producto del delirio, volví oirá vez a examinar más detenidamente el jarrón. Vi que la pintura trataba de un perro trasnochador que espera a que le abran la puerta. ¿Percibe usted la dirección de los pensamientos en el cerebro febril de la anciana? A Bob le ocurrió lo que al perro del jarro. Estuvo fuera de casa toda la noche. Por lo tanto, no fue él quien dejó la pelota en la escalera.