A mi pesar lancé una exclamación de asombro.
—¡Es usted el mismo diablo, Poirot! Lo que me choca es cómo pudo pensar en esas cosas.
—Yo no he pensado en ellas. Estaban allí, claras, para que cualquiera las viera. Eh bien, ¿se da usted cuenta de la situación? La señorita Arundell, tendida en cama después de la caída, empezó a sospechar. Lo que presentía era, quizás, una fantasía suya; pero no, no obstante, sospechaba. «Desde el incidente con la pelota del perro, estoy cada vez más alarmada.» Así es que la buena señora me escribió, mas la carta no llegó a mi poder hasta después de dos meses de haber sido escrita, debido a determinadas circunstancias en que intervino la mala suerte. Y dígame, ¿no encaja la carta en los hechos que hemos comentado?
—Sí —admití—. Así es.
—Hay, además, otro punto digno de consideración —continuó Poirot— La señorita Lawson estuvo excesivamente preocupada de que no llegara a oídos de la señorita Arundell el hecho de que Bob había pasado la noche fuera de casa.
—Cree usted que...
—Creo que el hecho debe ser anotado cuidadosamente.
Durante unos minutos estuve dando vueltas al asunto en mi imaginación.
—Bueno —dije al fin, lanzando un suspiro—. Todo esto es muy interesante como ejercicio mental. Por ello me descubro ante usted. Es una obra maestra de reconstrucción de hechos. Casi es una verdadera lástima que la anciana señora haya muerto.
—Una lástima..., sí. Me escribió diciéndome que alguien había intentado asesinarla (esto es, al fin y al cabo, lo que quería decirme) y poco después murió.
—Sí —dije—, ha sido una gran desilusión para usted el que muriera de muerte natural, ¿no es eso? Vamos, admítalo así.
Poirot se encogió de hombros.
—¿O quizá cree usted que la envenenaron? —pregunté maliciosamente.
El detective movió negativamente la cabeza con desaliento.
—Ciertamente —dijo—, parece como si la señorita Arundell hubiera muerto por causas naturales.
—Y, por lo tanto —añadí—, nos volveremos a Londres con el rabo entre piernas.
—Pardon, amigo mío; pero no volveremos a Londres.
—¿Qué es lo que quiere decir, Poirot? —exclamé.
—Si enseña usted un conejo a un perro, amigo mío, ¿querrá el perro volver a Londres? No; irá hasta la madriguera.
—¿Qué significa esto?
—El perro caza conejos. Hércules Poirot caza asesinos. Aquí tenernos uno de ellos; un criminal a quien le falló el crimen. Sí; pero a pesar de todo, un asesino. Y yo, amigo mío, voy a llegar hasta la madriguera de él... o de ella, según sea el caso.
Dio la vuelta bruscamente y se alejó de la cancela.
—¿Adonde va usted ahora, Poirot?
—A localizar la madriguera. Por de pronto, a casa del doctor Grainger, el que atendió a la señorita Arundell en su última enfermedad.
El médico era un hombre de unos setenta años. Tenía la cara delgada y huesuda, destacando en ella una barbilla agresiva; unas cejas pobladas y un par de agudos ojos grises. Nos miró detenidamente.
—Bien, ¿en qué puedo servirles? —preguntó con sequedad.
Poirot empezó a hablar haciendo ampulosos ademanes.
—Le presento mis excusas, doctor Grainger, por esta intrusión. Debo confesar que no he venido a consultarle profesionalmente.
El interpelado contestó con tiesura:
—Me alegro mucho. Parece que disfruta usted de buena salud.
—Debo explicarme el motivo de mi visita —continuó Poirot—. La verdad del caso es que estoy escribiendo un libro de la vida del difunto general Arundell, quien tengo entendido residió en Market Basing durante algunos años, antes de su muerte.
El médico pareció sorprenderse.
—Sí; el general Arundell residió aquí hasta que murió. En Littlegreen House, justamente después del Banco, en la calle Alta. Quizá habrá estado usted allí.
Poirot asintió.
—Pero, como comprenderá —continuó el doctor Grainger—, lo que hizo el general Arundell en este pueblo me es desconocido, pues yo llegué aquí el año 1919.
—Sin embargo, creo que conoció usted a su hija, la señorita Emily Arundell.
—Sí; la conocí muy bien.
—Puede creer que fue un duro golpe para mí enterarme de que la señorita Arundell falleció recientemente.
—El día primero de mayo.
—Eso es lo que me han dicho. Contaba con que ella me proporcionaría algunos recuerdos y detalles de su padre.
—Me parece muy bien. Pero no sé qué es lo que podré hacer yo para ayudarle en este aspecto.
—¿No tiene el general Arundell ningún hijo o hija que viva actualmente? —preguntó Hércules Poirot.
—No, todos murieron. Todos los que tuvo.
—¿Cuántos eran?
—Cinco. Cuatro hijas y un hijo.
—¿Y la siguiente generación?
—Charles Arundell y su hermana Theresa. Puede usted dirigirse a ellos. Aunque dudo que le sean de mucha utilidad. Los jóvenes de ahora no se toman mucho interés por sus abuelos. También está la señora Tanios; pero desconfío, igualmente, de que pueda conseguir nada de ella.
—Deben tener algunos papeles de familia... documentos...
—Puede ser; aunque lo dudo. Gran cantidad de ellos fueron quemados después de morir la señorita Emily.
Poirot alzó un pesaroso gemido, mientras el médico lo contemplaba con curiosidad.
—¿A qué viene tanto interés por el viejo Arundell? Nunca oí que se distinguiera en nada.
—Mi apreciado señor —los ojos de Poirot centellearon con fanática excitación—. ¿No es cierto que, según un adagio, la Historia no sabe nada de sus hombres más célebres? Recientemente se han descubierto ciertos papeles que arrojan nueva luz sobre los orígenes de la insurrección de la India. Se trata de algo secreto. Y en todo ello juega un gran papel John Arundell. El asunto es interesantísimo...
¡Interesantísimo! Y permítame que le diga, caballero, que el caso es particularmente apasionante en la actualidad. La India, mejor dicho, la acción de Inglaterra en ella, es la cuestión más candente de estos tiempos.
—¡Hum! —refunfuñó el médico—. He oído que el general Arundell se jactaba de haber intervenido directamente en la insurrección. Hasta creo que se le concedió una recompensa a causa de ello.
—¿Quién le dijo a usted eso?
—Una tal señorita Peabody. Puede usted visitarla, si le parece. Es la vecina más vieja del pueblo y conoció íntimamente a los Arundell. La chismorrería es su principal distracción. Vale lo que pesa para mirar por su propia conveniencia. Es todo un carácter.
—Muchas gracias. Es una excelente idea. ¿Tendría algún inconveniente en facilitarme la dirección del joven señor Arundell, el nieto del difunto general?
—¿Charles? Sí; se la puedo proporcionar. Pero es un diablillo irreverente. La historia de su familia no significa nada para él.
—¿Tan joven es?
—Es lo que un vejestorio como yo llama joven —respondió el médico haciendo un leve gesto—. Unos treinta años. La clase de joven nacido para ser una preocupación y una responsabilidad para la familia. Personalidad encantadora; pero nada más. Ha recorrido todo el mundo y no ha hecho nada bueno en ninguna parte.
—Su tía estaría prendada de él —aventuró Poirot—. Eso suele ocurrir muy a menudo.
—¡Hum! No lo sé. Emily Arundell no era tonta. Por lo que tengo entendido, el chico no consiguió nunca sacarle ni un penique. La buena señora tenía un carácter parecido al de un coracero. Me gustaba y la respetaba. Tenía todas las cualidades de un soldado veterano.