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—¿Murió repentinamente?

—Sí, en cierto aspecto. Tenga presente que había tenido muy poca salud durante varios años. Pero salió adelante de más de un arrechucho.

—Corre por ahí cierta historia, y pido que me excuse por repetir habladurías —al decir esto, Poirot extendió las manos como pidiendo permiso—. Según dicen, había reñido con sus familiares.

—No riñó exactamente con ellos —dijo el médico lentamente—. No; no hubo lucha abierta. Al menos que yo sepa.

—Le ruego que me perdone. Tal vez he sido indiscreto.

—No, no. Después de todo, eso es del dominio público.

—Según he oído no legó su fortuna a la familia.

—Sí; lo dejó todo a una aturdida señora de compañía que tuvo. Una cosa muy rara. No he podido llegar a comprenderlo. Ella no era así.

—Bueno —dijo Poirot pensativamente—. Puede suponerse con facilidad en un caso como ése. Una dama anciana, frágil y enfermiza que depende absolutamente de la persona que la atiende y cuida. Una mujer lista, con cierta cantidad de personalidad, puede ganar gran ascendiente de este modo.

La palabra «ascendiente» pareció obrar el efecto de un capote rojo frente a un toro.

El doctor Grainger estalló:

—¿Ascendiente? ¿Ascendiente? ¡Nada de eso! Emily Arundell trataba a Minnie Lawson peor que a un perro. Era la característica de su generación. De todas formas, las mujeres que se ganan la vida como Minnie, son tontas, por lo general. Si tuvieran un poco de inteligencia, se procurarían una mejor clase de vida por cualquier otro medio. Emily Arundell no podía soportar a los tontos. Por término medio, cada señora de compañía le duraba un año. ¿Ascendiente? ¡Ni hablar de eso!

Poirot se apresuró a abandonar un tema tan resbaladizo.

—¿Es posible, quizá —sugirió—, que la señorita Lawson... se haya quedado con cartas familiares y documento?

—Puede ser —convino Grainger—. Naturalmente, suele haber gran cantidad de chismes y trastos antiguos en casa de una solterona. No creo, sin embargo, que la señorita Lawson haya guardado ni la mitad de ellos. Poirot se levantó.

—Muchas gracias, doctor Grainger. Ha sido usted muy amable.

—No me dé las gracias —replicó el médico—. Siento que no le haya podido ayudar más. Con la señorita Peabody tendrá más suerte. Vive en Morton Manor, a una milla de aquí.

Poirot olisqueó un gran ramo de rosas que el médico tenía encima de la mesa.

—Deliciosas —murmuró.

—Supongo que sí. Yo no puedo percibir su olor. Perdí el olfato hace cuatro años, a causa de un ataque gripal. Bonita cosa para un médico, ¿no le parece? «Los médicos se curan ellos solos». ¡Vaya fastidio! No poder, siquiera, disfrutar de un buen cigarro con lo que me gustaba fumar.

—Sí que es una desgracia. Y a propósito, ¿tendría la bondad de darme las señas del joven Arundell?

—No faltaba más.

—Nos condujo hasta el vestíbulo y llamó.

—¡Donaldson!

—Es mi socio —explicó—. Nos facilitará ese dato. Es el prometido, o cosa así, de Theresa, la hermana de Charles.

Volvió a llamar:

—¡Donaldson!

Un joven salía de una de las habitaciones traseras de la casa. Era de mediana estatura y de apariencia un tanto descolorida. Sus movimientos eran precisos. No se podía uno imaginar un contraste más acentuado con el doctor Grainger.

Este último explicó lo que deseaba.

Los ojos de Donaldson, azules y ligeramente prominentes, se volvieron hacia nosotros con expresión escrutadora. Cuando habló, lo hizo en tono seco y conciso.

—No sé exactamente dónde podrán encontrar a Charles —dijo—. Les puedo dar la dirección de la señorita Theresa Arundell. Sin duda ella les podría informar en dónde está su hermano.

Poirot le aseguró que con ello bastaba.

El joven escribió unas señas en una página de su libro de notas, que rasgó y entregó a mi amigo.

Éste le dio las gracias y se despidió de ambos médicos. Cuando salimos a la calle, tuve la sensación de que el doctor Donaldson nos miraba desde el vestíbulo con una ligera expresión de alarma en su cara.

Capítulo X

Visitamos a la señorita Peabody

—¿Es realmente necesario contar todas esas premeditadas mentiras, Poirot? —pregunté cuando nos alejábamos de la casa del médico.

Mi amigo se encogió de hombros.

—Si uno tiene que decir una mentira... Y, a propósito de ello, me he dado cuenta de que la naturaleza de usted es completamente adversa a tal cosa, mientras que a mí me trae sin cuidado...

—Ya lo veo —interrumpí.

—Como le iba diciendo, si uno tiene que decir una mentira, debe contarla lo más artística, romántica y convincente posible.

—¿Cree usted que ha sido una mentira convincente? ¿Cree usted que el doctor Donaldson quedó convencido?

—Ese joven es escéptico por naturaleza —admitió Poirot pensativamente.

—A mí me pareció que sospechaba.

—No sé por qué. Hay imbéciles escribiendo cada día la vida de otros imbéciles. Es un hecho, como dice usted.

—Es la primera vez que le oigo llamarse imbécil —comenté guiñando un ojo.

—Estoy convencido de que puedo desempeñar un papel tan bien como pueda hacerlo otro —replicó Poirot con frialdad—. Siento mucho que mi pequeña ficción no esté bien planeada, según usted. A mí, sin embargo, me gusta.

Cambié el tema de conversación.

—¿Qué hacemos ahora?

—Algo muy sencillo. Cogeremos su coche y haremos una visita a Morton Manor.

La casa era una fea y típica construcción de la época victoriana. Un decrépito mayordomo nos recibió con aire receloso y, al poco rato de habernos dejado, volvió para preguntarnos si habíamos sido citados.

—Haga el favor de decir a la señorita Peabody que venimos de parte del doctor Grainger —dijo Poirot.

Después de una espera de pocos minutos, se abrió una puerta y una mujer pequeña y regordeta entró en la habitación. Sus cabellos eran ralos y blancos. Llevaba un vestido de terciopelo negro, raído por varias partes, con un encaje verdaderamente primoroso rodeándole el cuello, al que se sujetaba con un camafeo.

Atravesó la habitación escudriñándonos con ojos de miope. Sus primeras palabras nos causaron cierta sorpresa.

—¿Tienen alguna cosa para vender?

—Nada, madame —dijo Poirot.

—¿De veras?

—Se lo aseguro.

—¿Nada de aspiradores de polvo?

—No.

—¿Ni medias?

—No.

—¿Ni felpudos?

—En absoluto.

—Está bien —dijo la señorita Peabody sentándose en una silla—. Supongo que con esto basta. Estarán mejor sentados.

Obedecimos en silencio.

—Perdonarán ustedes el interrogatorio —prosiguió la señora con cierto aspecto de excusa en sus ademanes—. Debo tener cuidado. No pueden imaginarse la de gente que viene todos los días. La servidumbre no sabe distinguir adecuadamente. Sin embargo, no se les puede culpar de ello. Los que vienen tienen buena voz, buenos trajes y dan nombres respetables. ¿Quién lo sospecharía? Comandante Rodgeway; el señor Scott Edgerton; capitán D'Arcy Fitzherbert. Algunos de ellos son individuos de buena presencia. Pero antes de que una se dé cuenta de lo que pasa, ya le han puesto bajo las narices una máquina de hacer mahonesa.

—Le aseguro, madame, que nosotros no tenemos nada que ver con esa gente.

—Bien; ustedes lo sabrán —dijo indiferente la señorita Peabody.

Poirot se lanzó entonces a contar su historia. Nuestra interlocutora le escuchó sin hacer ningún comentario, guiñando una o dos veces sus pequeños ojos. Cuando mi amigo terminó, como sorprendida, dijo: