—Pues yo opino que, de tenerlos, habrá hecho con ellos una buena hoguera. Ese jovenzuelo no tiene ningún respeto por sus mayores.
—Deben intentarse todas las posibilidades.
—Así parece —contestó la mujer con sequedad.
Hubo un momentáneo destello en sus ojos azules que pareció afectar desagradablemente a Poirot.
Mi amigo se levantó.
—No debo hacerle perder su tiempo, madame. Estoy sumamente agradecido por todo lo que usted me ha contado.
—Lo he hecho de la mejor forma que he sabido. Pero me parece que no hemos tratado nada de la insurrección de la India, ¿no cree?
Nos estrechó la mano a ambos.
—Avíseme cuando publique el libro —observó por último—. Me gustaría mucho leerlo.
Y la última cosa que oí al salir de la habitación fue aquel cloqueo suyo tan particular.
Capítulo XI
Visitamos a las señoritas Tripp
—Ahora —dijo Poirot al entrar en el coche—, ¿qué es lo que vamos a hacer?
Advertido por la experiencia, no sugerí esta vez la vuelta a Londres. Después de todo, si Poirot se estaba divirtiendo con aquello, ¿qué podía yo objetar?
Propuse que tomáramos un poco de té.
—¿Té, Hastings? ¡Vaya una idea! Mire qué hora es.
—Ya la he mirado; mejor dicho, la he visto. Son las cinco y media. El té está, pues, indicadísimo.
Poirot suspiró.
—¡Ustedes los ingleses, siempre con su té de la tarde! No, mon ami; no habrá té para nosotros. En un libro de etiqueta que leí el otro día vi que no puede decirse «tarde» después de las seis. Decirlo es cometer un solecismo. Tenemos, por lo tanto, casi media hora para conseguir lo que nos proponemos.
—¡Qué puntilloso está usted hoy, Poirot! ¿A qué puerta llamaremos ahora?
—A la de las mademoiselles Tripp.
—¿Va a escribir un libro sobre el espiritismo? ¿O todavía sigue con la vida del general Arundell?
—Será algo mejor que eso, amigo mío. Pero antes tenemos que saber dónde viven esas señoras.
Conseguimos unas cuantas direcciones en un momento; aunque de las más variadas naturalezas y relativas todas ellas a una serie de callejones. La residencia de las señoritas Tripp resultó ser una pintoresca casucha, tan extremadamente vieja que parecía iba a derrumbarse de un momento a otro.
Un chico de unos catorce años nos abrió la puerta y se arrimó con dificultad a la pared, lo suficiente para dejarnos pasar.
El interior abundaba en viejos paneles y vigas de roble; una gran chimenea y unas pequeñas ventanas que a duras penas dejaban penetrar bastante luz para ver claro. Todos los muebles eran de estilo seudosimple, construidos de viejo roble. Había también gran cantidad de frutas colocadas en fruteros de madera y muchas fotografías, la mayoría de las cuales, según aprecié, eran de dos personas solamente, aunque en diferentes poses. Por lo general, con ramos de flores abrazados contra el pecho o mostrando un gran sombrero de paja.
El chico que nos abrió la puerta murmuró algo y desapareció, pero se oía claramente la voz en el piso superior.
—Dos caballeros desean verla, señorita. Se levantó un gorjeo de voces femeninas y al poco rato, con gran cantidad de crujidos y susurros, una señora bajó por la escalera, se dirigió con paso ligero hacia nosotros. Su edad se acercaba más a los cincuenta que a los cuarenta años; llevaba el cabello peinado a estilo «Madonna» y los ojos eran castaños y ligeramente prominentes.
Su vestido de muselina rameada daba la impresión de ser un disfraz.
Poirot se adelantó e inició la conversación empleando los términos más floridos de que pudo echar mano.
—Le ruego que me excuse por esta molestia, mademoiselle; pero me encuentro en algo que puede llamarse apuro. He venido buscando a cierta señora, pero he averiguado que ya no se encuentra en Market Basing y me han dicho que seguramente usted sabe su dirección actual.
—¿De veras? ¿Quién es?
—La señorita Lawson.
—¡Oh! Minnie Lawson. ¡Desde luego! Somos grandes amigas. Pero siéntese, señor... ejem...
—Parrotti...; mi amigo el capitán Hastings.
La señorita Tripp se dio por enterada de la presentación y empezó a moverse de un lado para otro.
—Siéntese aquí, ¿me hace el favor? No, si tiene la bondad..., realmente siempre he preferido las de respaldo recto. Bueno, ¿está seguro de que se encuentra cómodo en esa? ¡Querida Minnie Lawson...! ¡Oh, aquí está mi hermana!
Hubo más crujidos y susurros y nos enfrentamos con otra señora, vestida de percal verde que hubiera parecido mejor en una muchacha de dieciséis años.
—Mi hermana Isabel... el señor... ejem... Parrot... y... ejem... el capitán Hawkins. Isabel, querida, estos caballeros son amigos de Minnie Lawson.
La señorita Isabel Tripp era menos rolliza que su hermana. Más bien era de configuración seca. Tenía el cabello rubio, peinado en una especie de rizos bastante deshechos. Sus ademanes eran algo achiquillados y se apreciaba fácilmente que era la modelo de la mayor parte de las fotografías en cuya composición entraban las flores. Juntó las manos con excitación infantil.
—¡Qué encantador! ¡Querida Minnie! ¿Hace mucho que la han visto?
—Hace ya varios años —explicó Poirot—. Hemos perdido casi el contacto entre nosotros. Yo he estado viajando. Por eso me sorprendió y me agradó tanto oír por ahí la buena suerte que ha tenido mi amiga.
—Sí, desde luego. ¡Y tan merecida! Minnie tiene un espíritu tan bueno..., tan sencillo..., tan formal...
—¡Julia! —exclamó Isabel.
—¿Qué deseas, Isabel?
—¡Qué cosa tan notable! ¿Recuerdas cómo el grafómetro insistía anoche en la letra P? Un visitante de allende los mares con la inicial P.
—Así es —convino Julia.
Las dos señoras miraron a Poirot agradablemente sorprendidas.
—Nunca falla —añadió Julia en voz baja—. ¿Le interesa mucho el ocultismo, señor Parrot?
—No estoy muy enterado, mademoiselle; pero, como cualquiera que haya viajado bastante por el Oriente, estoy dispuesto a admitir que en todo ello hay mucho que uno no puede comprender ni puede ser explicado por medios naturales.
—¡Qué gran verdad! —dijo Julia—. ¡Qué profunda verdad eso que dice!
—El Oriente —murmuró Isabel—. La patria del misticismo y de las ciencias ocultas.
Todos los viajes de Poirot por el Oriente consistían, según yo sabía, en una excursión a Siria y al Irak que duró, todo lo más, unas pocas semanas. Pero a juzgar por sus manifestaciones, podía jurarse que mi amigo había pasado la mayor parte de su vida en la jungla y frecuentado bazares orientales, en íntimo contacto con faquires, derviches y mahatmas.
Por lo que pude sacar de la conversación, las señoritas Tripp eran vegetarianas, teosofistas, pertenecían a varias sectas religiosas, eran espiritistas y entusiastas aficionadas a la fotografía.
—A veces una se da cuenta —dijo Julia suspirando— de que Market Basing es un sitio inadecuado para vivir. No hay aquí nada hermoso..., no hay alma. Debe tenerse espiritualidad, ¿no le parece, capitán Hawkins?
—Seguro —dije, algo embarazado—. ¡Oh, claro que sí!
—«Donde no hay fantasía la gente sucumbe» —citó Isabel dando un suspiro—. A menudo he tratado de discutir algunos asuntos con el vicario; pero creo que tiene un criterio lastimosamente estrecho. ¿No cree usted, señor Parrot, que cualquier credo definido está predispuesto a tal estrechez de miras?
—Y, en realidad, es todo tan simple... —añadió su hermana—. Nosotras sabemos muy bien que todo es gozo y amor.
—Tiene usted mucha razón —dijo Poirot—. Es una verdadera lástima que incomprensiones y luchas se promuevan... especialmente en lo que respecta al codiciado dinero.