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—La prueba de ello estriba en que Hércules Poirot lo dice.

—Nada de eso. La prueba está en el clavo. En la carta que me escribió la señorita Arundell. En que el perro estuvo fuera de casa toda la noche. En las palabras de la señorita Arundell acerca del jarro, del dibujo y de la pelota de Bob. Todas estas cosas son hechos.

—¿Y cuál es el siguiente, por favor?

—El otro hecho es la respuesta a nuestra pregunta habitual. ¿Quién se beneficia con la muerte de la señorita Arundell? Respuesta: La señorita Lawson.

—¡La aturdida señora de compañía! Pero por otra parte, los demás también creían que iban a heredar. Y cuando ocurrió el accidente de la escalera estaban seguros de beneficiarse de ello.

—Exactamente, Hastings. Por eso, todos ellos son sospechosos. Tenemos también el pequeño detalle de que la señorita Lawson se tomó muchas molestias para impedir que su señora se enterara de que Bob había estado fuera de casa toda la noche.

—¿Supone usted que eso es sospechoso?

—De ningún modo. Me limito a señalarlo. Pudo haber sido tan sólo la preocupación de que la señora no se sintiera intranquila. Y esto es, con mucho, la explicación más verosímil.

Miré a Poirot de reojo. Mi amigo es así; evasivo.

—La señorita Peabody expresó la opinión de que había enredo en el testamento —comenté—. Por cierto que todo parece indicar que Emily Arundell fue demasiado propensa a creer en idioteces como esa del espiritismo.

—¿Qué es lo que le hace decir que el espiritismo es una idiotez, Hastings?

Lo miré con asombro.

—Mi querido Poirot... esas horribles mujeres...

Sonrió.

—Convengo completamente en su estimación de las señoritas Tripp. Pero el mero hecho de que esas damas hayan adoptado con entusiasmo el vegetarianismo, la teosofía y el espiritismo, no constituye realmente una acusación reprobadora contra tales creencias. Porque una mujer tonta le cuente una sarta de tonterías acerca de un escarabajo falsificado que compró a un anticuario desaprensivo, no hay que desacreditar, en términos generales, a la egiptología.

—¿Quiere usted decir que cree en el espiritismo, Poirot?

—Tengo una opinión muy amplia sobre la materia. Nunca estudié ninguna de sus manifestaciones, pero es cosa sabida que muchos hombres de ciencia están convencidos de que hay fenómenos que no pueden ser explicados.

—¿Entonces cree usted en ese galimatías de la aureola de luz alrededor de la cabeza de la señorita Arundell?

Poirot levantó una mano.

—Estoy hablando en términos generales, rebatiendo su actitud de completo escepticismo. Puedo decir que, habiendo formado una opinión de la señorita Tripp y su hermana, examinaré con todo cuidado cualquier hecho de que ellas hablen de espiritismo, de policía, de cuestiones sentimentales o de los dogmas de la fe budista.

—Sin embargo, estuvo escuchando con toda atención todo lo que dijeron.

—Ésa ha sido mi tarea durante todo el día: escuchar. Oír lo que todos tengan que decir acerca de esas siete personas y, principalmente, desde luego, de las cinco a quienes más de cerca interesa. Ahora ya conocemos ciertos detalles de esa gente. Tenemos, por ejemplo, a la señorita Lawson. Por las Tripp sabemos que era leal, desinteresada, nada apegada al lujo y, en fin, un hermoso carácter. Por la señorita Peabody nos enteramos de que era crédula, estúpida; sin el nervio o inteligencia suficientes para intentar nada criminal. Por medio del doctor Grainger conocemos que sufría vejaciones, que su posición era precaria y que era una pobre señora aturdida y asustada; creo que ésas fueron sus palabras. Por el camarero sabemos que la señorita Lawson era «una persona», y por Ellen, que el perro, Bob, la despreciaba. Cada uno, como se dará usted cuenta, la ve desde un punto de vista diferente. Lo mismo ocurre con los demás. Ninguna de las opiniones sobre la moral de Charles Arundell es muy favorable; pero a pesar de ello, cada cual habla de él en forma distinta. El doctor Grainger lo califica indulgentemente de «irreverente diablillo». La señora Peabody dice que el chico mataría a su abuela por dos peniques y añade que prefiere un bribón a un badulaque. La señorita Tripp afirma que no solamente podría cometer un crimen, sino que ha cometido uno o más. Todos esos detalles son muy útiles e interesantes. Nos conducen al próximo acontecimiento.

—¿A cuál?

—A verlo todo por nuestros, propios ojos, amigo mío.

Capítulo XIII

Theresa Arundell

A la mañana siguiente nos dirigimos a las señas que nos facilitó el doctor Donaldson. Sugerí a Poirot que sería una buena idea hacer una visita al abogado señor Purvis, pero mi amigo rechazó vigorosamente la proposición.

—De ninguna manera, Hastings. ¿Qué le diríamos? ¿Qué razones alegaríamos para conseguir algún informe?

—Por lo general, usted inventa pronto y bien cualquier razón, Poirot. Cualquier embuste serviría, ¿no es eso?

—Al contrario, amigo mío, «cualquier embuste», como dice usted, no servirá para nada. Tenga presente que es un abogado. Nos encontraríamos..., ¿cómo dicen ustedes...? enseñando la oreja.

—Está bien —dije—. No nos arriesgaremos tanto.

Así es, como he dicho, que nos dirigimos al piso de Theresa Arundell. Estaba situado en un bloque de viviendas de Chelsea, dando vista al río. El mobiliario era costoso y de estilo moderno, con centelleantes aplicaciones de cromo y espesas alfombras que ostentaban varios dibujos geométricos.

Esperamos durante unos pocos minutos y, al fin, una muchacha entró en la habitación y nos miró inquisitivamente.

Theresa Arundell aparentaba tener unos veintiocho o veintinueve años. Era alta y muy esbelta; daba la impresión de un exagerado dibujo en blanco y negro. Su cabello era negrísimo y su cara, excesivamente maquillada, parecía una máscara pálida. Las cejas, depiladas caprichosamente, le daban un aspecto de burlona ironía. Sus labios eran la única nota de color; un brillante trazo escarlata sobre la blancura de la cara. Daba también idea, aunque de ello no estuve completamente seguro, debido a que sus ademanes eran más bien indiferentes y aburridos, de tener más vitalidad que mucha gente. Como la energía latente que se encierra en un látigo.

Nos examinó con aire frío e interrogante.

Cansado de supercherías, según creo, Poirot entregó en esta ocasión su propia tarjeta. La muchacha la tomó y estuvo balanceándola entre sus dedos.

—Supongo —dijo— que es usted el señor Hércules Poirot.

Mi amigo hizo una de sus mejores reverencias.

—Para servirla, mademoiselle. ¿Me permitirá que le haga perder unos pocos minutos de su valioso tiempo?

—Encantada, señor Poirot. Siéntese, por favor; siéntese.

Y yo tomé una silla con adornos de cromo. Theresa se sentó negligentemente en una pequeña banqueta frente a la chimenea. La muchacha nos ofreció cigarrillos. Los rehusamos y ella encendió uno.

—¿Conoce quizá mi nombre, mademoiselle?

La chica movió afirmativamente la cabeza.

—Tiene amistades en Scotland Yard, ¿no es cierto?

Me di cuenta de que a Poirot no le gustó mucho esta descripción. Dándose importancia replicó:

—Me intereso por los problemas del crimen, mademoiselle.

—¡Oh, qué espeluznante! —dijo Theresa con voz aburrida—. ¡Y pensar que he perdido mi libro de autógrafos!

—El asunto por el que me intereso es el siguiente —continuó Poirot—: Ayer recibí una carta de su tía.

Los ojos grandes y rasgados de Theresa se abrieron un poco. Lanzó una bocanada de humo de su cigarrillo.

—¿De mi tía, señor Poirot?

—Eso es lo que he dicho, mademoiselle.

La muchacha murmuró: