—Lo siento si le estropeo el juego; pero en realidad no tengo ninguna tía. Todas las que tenía murieron santamente. La última que me quedaba falleció hace dos meses.
—¿La señorita Emily Arundell?
—Sí; la señorita Emily Arundell. No recibirá usted cartas de un difunto, ¿verdad, señor Poirot?
—Algunas veces sí, mademoiselle.
—¡Qué macabro!
Pero ahora había un nuevo tono en su voz; una repentina nota, alerta y vigilante.
—¿Y qué le dice mi tía, señor Poirot?
—Eso, mademoiselle, no puedo decírselo por ahora. Es, como usted comprenderá, algo así como... —tosió— un asunto muy delicado.
Guardamos silencio durante unos momento. Theresa Arundell fumaba. Al fin dijo:
—Todo eso parece deliciosamente misterioso. ¿Pero dónde encajo yo?
—Espero, mademoiselle, que no tendrá inconveniente en contestar a unas pocas preguntas.
—¿Preguntas ¿Sobre qué?
—Preguntas sobre asuntos de familia.
—Esto parece un poco solemne. ¿Tendría inconveniente en brindarme una muestra del interrogatorio?
—De ningún modo. ¿Puede decirme la dirección actual de su hermano Charles?
Los ojos de la muchacha se cerraron otra vez. Su energía latente parecía menos aparente. Era como, si se recogiera en una concha.
—Me temo que no. No nos tratamos mucho. Hasta me parece que se ha marchado al extranjero.
—Comprendo.
Poirot calló durante un momento.
—¿Eso es todo lo que quería saber?
—No; tengo que hacerle otras preguntas. Una de ellas es... ¿Está usted satisfecha de la forma en que su tía legó su fortuna? La otra es... ¿Hace mucho tiempo que está prometida al doctor Donaldson?
—¿No se deja nada por preguntar?
—Eh bien?
—Eh bien, puesto que estamos extranjerizados; mi contestación para ambas preguntas es que nada de ello le importa a usted en absoluto. Ça no vous regarde pas, señor Hércules Poirot.
Mi amigo la miró detenidamente. Luego, sin señal de disgusto se levantó.
—Está bien. Bueno, quizás esto no debiera sorprenderme. Permítame, mademoiselle, que le felicite por su acento francés y que le desee muy buenos días. Vamos, Hastings.
Estábamos ya en la puerta cuando la muchacha habló. El símil del látigo volvió otra vez a mi pensamiento. No se movió de donde estaba. Su voz restalló.
—¡Vuelvan! —dijo.
Poirot obedeció lentamente. Se sentó de nuevo y miró con aspecto interrogante a Theresa.
—Dejemos de hacer el tonto —dijo la muchacha—. Es posible que me sea útil, señor Hércules Poirot.
—Encantado, mademoiselle, ¿y en qué?
Entre dos chupadas al cigarrillo, Theresa dijo sin inmutarse en absoluto:
—Dígame cómo puedo anular este testamento.
—Un abogado, con seguridad...
—Sí. quizás un abogado, si conociera uno adecuado. Pero los únicos que conozco son personas respetables. Ya me han advertido que el testamento es completamente legal y que cualquier intento de impugnarlo será malgastar el dinero.
—Pero usted no cree lo que le han dicho.
—Yo creo que siempre hay algún medio de conseguir lo que se quiere... si no se preocupa uno de los escrúpulos y se está dispuesto a pagar. Bueno; yo estoy dispuesta a pagar.
—Y da usted por sentado que yo estoy dispuesto a no tener escrúpulos, si se me paga.
—¡Ya me he dado cuenta de que esto es lo que le ocurre a la mayoría de la gente! No veo por qué ha de ser usted una excepción. Al principio todos hacen alarde de su honradez y rectitud, ¡desde luego!
—Justamente. Eso es parte del juego, ¿no es así? Pero suponiendo que yo esté dispuesto a no tener escrúpulos, ¿cree usted que los tendré?
—No lo sé. Pero usted es un hombre hábil. Todos lo saben. Puede imaginar un buen plan.
—¿Cuál?
Theresa Arundell se encogió de hombros.
—Eso es cosa de usted. Robar el testamento y dejar una falsificación... Secuestrar a la Lawson y atemorizarla hasta que confiese que obligó a tía Emily a que le dejara el dinero. Presentar un testamento otorgado por la vieja en el lecho de muerte.
—Su fértil imaginación me quita el aliento, mademoiselle.
—Bueno, ¿qué responde? He sido bastante franca. Si rehúsa ahí está la puerta.
—No rehúso... todavía... —dijo Poirot.
Theresa soltó una carcajada. Luego me miró.
—Su amigo —observó— parece extrañado. ¿Qué me dice si lo enviásemos a dar una vuelta a la manzana?
Poirot se dirigió a mí con tono ligeramente irritado:
—Le ruego que domine sus hermosos y honrados sentimientos, Hastings. Le pido excuse a mi amigo, mademoiselle. Como ya habrá visto, es muy íntegro. Su lealtad hacia mí es absoluta. De cualquier modo, déjeme que afirme este punto —la miró duramente—. Todo lo que hagamos será dentro de la ley.
La muchacha levantó ligeramente las cejas.
—La ley —dijo Poirot con aspecto pensativo— tiene mucha amplitud.
—Comprendo —dijo Theresa sonriendo—. Muy bien; quede, pues, entendido así. ¿Quiere usted que discutamos su parte en el botín... si es que conseguimos alguno?
—Eso también puede quedar sobreentendido. Solamente pido lo que sobre.
—Hecho —dijo Theresa.
Poirot se inclinó hacia delante.
—Ahora escuche, mademoiselle. Por lo general, en el noventa y nueve por ciento de los casos, puede decirse que estoy al lado de la ley. El uno por ciento restante... bueno, ese uno por ciento es diferente. En primer lugar, porque lo común es más lucrativo... Pero hay que hacerlo todo con calma, mucha calma, ¿me entiende? Mi reputación no puede ser echada a perder. Tengo que mostrarse cuidadoso.
Theresa asintió.
—Y además, debo conocer todos los hechos del caso. ¡Debo saber la verdad! Ya comprenderá que una vez sabida la verdad, es muy fácil determinar qué mentiras se han de decir.
—Eso parece eminentemente razonable.
—Bien, entonces. ¿Sabe usted en qué fecha se otorgó el testamento?
—El 21 de abril.
—¿Y el anterior?
—Tía Emily hizo un testamento cinco años antes.
—¿Sabe usted lo que contenía?
—Salvo un legado para Ellen y otro para la cocinera que tenía entonces, todas sus propiedades debían ser divididas entre los hijos de su hermano Thomas y la hija de su hermana Arabella.
—¿Dejaba el dinero bajo la custodia de su tutor?
—No; nos lo legaba directamente.
—Ahora tenga cuidado. ¿Conocían todos ustedes las disposiciones del testamento?
—Pues, sí. Charles y yo lo sabíamos... y Bella también. Tía Emily no lo mantuvo en secreto. En realidad, cuando alguno de nosotros le pedíamos dinero, solía contestar: «Cuando me muera será vuestro todo lo que tengo. Contentaos con ello.»
—¿Hubiera rehusado hacerles un préstamo en el caso de una enfermedad o de una necesidad perentoria?
—No; no creo que se hubiera negado —dijo Theresa lentamente.
—¿Consideraba su tía que tenían ustedes suficiente dinero para poder vivir?
—Eso creía... sí.
—¿Pero ustedes no lo consideraban así?
Theresa hizo una ligera pausa antes de hablar. Luego dijo:
—Mi padre nos legó treinta mil libras a cada uno de nosotros. Los intereses de ese capital, invertido sólidamente, ascendían alrededor de mil doscientas libras anuales. Los impuestos se llevaban una buena parte; pero en resumen, era un bonito ingreso con el cual uno podía vivir sin preocupaciones. Pero yo... —su voz cambió; su cuerpo delgado se enderezó y echó la cabeza hacia atrás; toda aquella maravillosa vitalidad que yo había presentido en ella se puso de manifiesto—. Pero yo quiero conseguir de la vida algo mejor que eso. ¡Quiero lo mejor! La mejor comida; los mejores vestidos; algo con distinción y belleza; no tan sólo ropas a la última moda. Quiero vivir y divertirme, bañarme en el Mediterráneo y tenderme junto al mar caliente, sentarme ante una mesa y jugar con enloquecedores montones de dinero; dar fiestas, disparatadas, absurdas, extravagantes. Quiero todo lo que da de sí este mundo corrompido. Y no lo quiero para otro día. ¡Lo quiero ahora!