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—Sí; nos invitó.

—¿Ocurrió alguna cosa importante durante ese fin de semana?

—No lo creo.

—Qué persona tan egoísta eres, Theresa —interrumpió Charles—. No ocurrió nada de importancia que afectara a tu personita. ¡Claro; envuelta en aquellos sueños románticos...! Permítame que le diga, señor Poirot, que Theresa conoce a un chico de ojos azules en Market Basing. Uno de los matasanos del pueblo. Por lo tanto, comprenderá que mientras estuvo allí le faltó el sentido de la proporción. Sepa usted que mi reverendísima tía sufrió una aparatosa caída por la escalera y casi se mató. Ojalá se hubiera matado. Nos hubiera ahorrado todos estos líos.

—¿Cayó escaleras abajo?

—Sí; tropezó con la pelota del perro. El inteligente animalito la dejó olvidada en lo alto de la escalera y la tía se dio un gran testarazo por la noche.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Déjeme recordar... el martes... la noche antes de marcharnos.

—¿Se lesionó seriamente su tía?

—Por desgracia, no cayó sobre la cabeza. Si hubiera sido así podríamos haber alegado que sufrió un reblandecimiento de cerebro, o como se diga científicamente. No; sólo se produjo unas cuantas magulladuras.

—¡Cosa que desilusionaría mucho a ustedes! —comentó Poirot secamente.

—¿Eh?... Ah; ya comprendo a qué se refiere. Sí; como dice, algo muy desilusionador. Esas viejas señoras son huesos duros de roer.

—¿Y todos ustedes se marcharon el miércoles por la mañana?

—Exactamente.

—Eso fue el miércoles día 15. ¿Cuándo volvieron a ver de nuevo a su tía?

—Pues me parece que no fue el siguiente fin de semana, sino el posterior...

—Entonces sería... déjeme ver... el veinticinco, ¿no es eso?

—Sí, creo que fue por esa fecha.

—¿Y cuándo murió su tía?

—El viernes siguiente.

—¿Se puso enferma el lunes anterior, por la tarde?

—Sí.

—¿Se marcharon el mismo lunes?

—Sí.

—¿Volvieron por allí durante su enfermedad?

—No; hasta el otro viernes. No suponíamos que realmente estuviera tan grave.

—¿Llegaron a tiempo de verla con vida?

—No; murió antes de que llegáramos.

Poirot dirigió la mirada a Theresa Arundell.

—¿Acompañó usted a su hermano en ambas ocasiones?

—Sí.

—¿Y durante el segundo fin de semana, no se dijo nada acerca del testamento recién hecho por su tía?

—Nada —dijo Theresa.

—¡Oh, sí! —contestó simultáneamente Charles—. Algo se comentó.

Habló ligeramente, como siempre, pero en su tono había ahora un ligero forzamiento, como si la ligereza fuera más artificial que de costumbre.

—¿Le dijo algo? —preguntó Poirot.

—¡Charles! —exclamó Theresa.

El muchacho parecía no querer encontrarse con la mirada de su hermana.

Se dirigió a ella sin mirarla.

—Seguramente te acordarás, nena. Te lo dije. Tía Emily quiso hacer con ello una especie de ultimátum. Estaba sentada como un juez en un estrado y me soltó un discursito. Dijo que no le gustaban en absoluto sus parientes, es decir, Theresa y yo. Concedió que contra Bella no tenía nada; pero por otra parte, no le gustaba su marido ni confiaba en él. «Compremos siempre géneros ingleses», fue siempre el lema de tía Emily. Si Bella heredaba una considerable suma de dinero, dijo que estaba convencida de que Tanios, de un modo u otro, se quedaría con él. ¡Buenos son los griegos, para fiarse de ellos! «Bella está mejor así», prosiguió diciendo la vieja. Después manifestó que ni yo ni Theresa éramos gente a la que se pudiera dar dinero. Nos lo jugaríamos y despilfarraríamos en seguida. Por tanto, terminó diciendo, había hecho un testamento nuevo en el que dejaba toda su fortuna a la señorita Lawson. «Es una tonta —dijo tía Emily—, pero me es fiel y completamente adicta. He creído conveniente decírtelo, Charles, para que no te hagas ninguna ilusión respecto a mi herencia.» Algo muy desagradable. Precisamente lo que quería era sacarle los cuartos.

—¿Por qué no me lo dijiste, Charles? —preguntó Theresa ásperamente.

—Creí que te lo había contado —contestó el muchacho, rehuyendo la mirada de su hermana.

—¿Y qué dijo usted a todo eso, señor Arundell? —.preguntó Poirot.

—¿Yo? —contestó Charles con despreocupación—. ¡Oh!, me limité a reír. No convenía tomarlo por las malas. «Como guste, tía Emily —dije—. Quizás ha sido un golpe duro; pero después de todo el dinero es suyo y puede hacer de él lo que le dé la gana.»

—¿Cuál fue la reacción de su tía al oír eso?

—Pues todo acabó bien... demasiado bien. «Bueno —exclamó—, puedo asegurar ahora que sabes perder deportivamente. Charles.» Y yo le contesté: «Hay que estar a las buenas y a las malas. Y ya que hablamos de ello y puesto que no tengo ninguna esperanza, ¿qué le parece si me diera un papiro de diez libras?» Me contestó que era un sinvergüenza, pero me dio cinco.

—Disimuló usted bien sus sentimientos.

—No tomé aquello en serio.

—¿De veras?

—No. Creí que era lo que pudiéramos llamar un «gesto» por parte de la vieja. Quería asustarnos. Supuse que al cabo de pocas semanas o tal vez meses, rompería el testamento. Tía Emily tenía mucho apego a la familia. Estoy seguro de que eso hubiera hecho de no haber muerto tan repentinamente.

—¡Ah! —dijo Poirot—. Es una idea interesante.

Guardó silencio durante unos momentos y prosiguió:

—¿Pudo alguien... la señorita Lawson, por ejemplo... oír la conversación que sostuvo con su tía?

—Puede ser. No hablábamos en voz baja. Por cierto que esa pájara de la Lawson andaba revoloteando alrededor de la puerta cuando salí. En mi opinión, estaba fisgoneando.

Poirot dirigió una pensativa mirada a Theresa.

—¿Y usted no sabía nada de esto?

Antes de que pudiera contestar, interrumpió Charles:

—Oye, Theresa: estoy seguro de que te lo dije... o al menos te lo insinué.

Se produjo una extraña pausa. Charles miraba fijamente a su hermana y había una ansiedad, un anhelo en su mirada, impropios para la importancia del asunto.

Por fin Theresa dijo con lentitud:

—Si me lo hubieras dicho, no creo que lo olvidara, ¿no le parece, señor Poirot?

Sus grandes y castaños ojos se volvieron hacia mi amigo.

Poirot comentó:

—No; no creo que lo hubiera usted olvidado, señorita Arundell.

Luego se volvió bruscamente hacia Charles.

—Permítame que aclare completamente un punto. ¿Le dijo su tía que iba a otorgar un testamento nuevo, o le manifestó que, en realidad, ya lo había hecho?

Charles contestó con rapidez.

—¡Oh!; no hubo lugar a dudas. Me enseñó el propio documento.

Poirot se inclinó hacia delante.

—Eso es muy importante. ¿Dice usted que su tía le exhibió efectivamente el testamento?

Charles hizo una repentina y juvenil mueca, como si quisiera suavizar el tono de la conversación. La gravedad de Poirot le hacía sentirse incómodo.

—Sí —dijo—. Me lo mostró.

—¿Puede usted jurarlo?

—Desde luego —Charles miró nerviosamente a mi amigo—. No comprendo qué importancia puede tener eso.

Theresa hizo un brusco ademán. Se levantó y se acercó a la repisa de la chimenea. Encendió otro cigarrillo.

—¿Y usted mademoiselle? —Poirot se volvió de repente hacia ella—. ¿Le dijo algo importante su tía durante ese fin de semana?

—No lo recuerdo. Fue... muy amable. Es decir, tan amable como ella acostumbraba a serlo. Me sermoneó un poco acerca de mi modo de vivir y cosas por el estilo. Pero eso lo hacía siempre. Parecía, quizás, un poco más excitada que de costumbre.

—Supongo, mademoiselle —dijo Poirot sonriendo—, que tendría usted bastante ocupación con su novio.