—No estaba allí —contestó Theresa con seguridad—. Se fue, según creo, a un congreso de medicina.
—¿ Entonces no lo había visto usted desde Pascua? ¿Fue la última vez que estuvo con él?
—Sí; la noche antes de marcharnos cenó con nosotros.
—¿Tuvo usted... perdone... alguna desavenencia con su novio?
—Claro que no.
—Sólo pensaba que... al no estar él en la segunda visita que hizo usted...
Charles le interrumpió.
—Bueno; sepa usted que esa visita fue algo impremeditada. Fuimos allí por el imperativo de las circunstancias.
—¿De veras?
—Deje que le diga la verdad —intervino Theresa con tono hastiado—. Bella y su esposo, estuvieron en casa de tía Emily el fin de semana anterior, enredando con la excusa del accidente. Pensamos que quizá trataran de ganarnos por la mano...
—Creímos —dijo Charles haciendo un gesto— que sería preferible demostrar también un poco de interés por la salud de tía Emily. Aunque en realidad, la vieja era demasiado suspicaz para dejarse engañar por unas atenciones tan dudosas. Ella sabía muy bien lo que valía todo aquello. Tía Emily no se chupaba el dedo.
Theresa rió repentinamente.
—Es un bonito cuento, ¿no le parece? Todos nosotros, con la lengua fuera, detrás del dinero.
—¿Les pasa lo mismo a su prima y a su marido?
—Sí. Bella está siempre a la última pregunta. Es algo patético el ver cómo quiere copiar mis vestidos a un coste ocho veces menor. Tanios especuló con el dinero de ella, según creo. Ahora están bastante apurados. Tienen dos chicos y quieren educarlos en Inglaterra.
—¿Podría darme su dirección? —dijo Poirot.
—Se alojan en el Durham Hotel, en Bloomsbury.
—¿Qué tal es su prima?
—¿Bella? Pues resulta una mujer fatigante. ¿Verdad, Charles?
—¡Oh!, por completo. Una mujer pesadísima. Algo así como una oca. Es una madre amantísima. Pero me parece que las ocas también lo son.
—¿Y su esposo?
—Tiene una facha bastante rara; pero realmente es un buen muchacho. Simpático, divertido y todo un caballero.
—¿Está usted de acuerdo, mademoiselle?
—Debo confesar que lo prefiero a Bella. Es un médico muy listo, según dicen. Pero tanto da; no me fiaría mucho de él.
—Theresa no confía en nadie —dijo Charles pasando un brazo alrededor de los hombros de ella—. No se fía ni de mí —añadió.
—El que se fíe de ti, cariño, estará mal de la cabeza —contestó Theresa amablemente.
Los dos hermanos se separaron y miraron a Poirot. Mi amigo hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta.
—Voy a poner manos a la obra, como dicen ustedes. Es difícil, pero mademoiselle tiene razón. Siempre hay un medio. Y a propósito, ¿esa señorita Lawson es de las que posiblemente pueden perder la cabeza en un interrogatorio ante un jurado?
Charles y Theresa cambiaron una mirada.
—Le puedo asegurar —dijo el muchacho— que un buen abogado le haría decir que lo blanco es negro.
—Eso puede sernos muy útil —comentó Poirot.
Salió con presteza de la habitación y yo le seguí. En el vestíbulo cogió el sombrero, fue hacia la puerta, la abrió y volvió a cerrarla de golpe. Luego se dirigió de puntillas hacia la del saloncito que acabábamos de abandonar y sin ruborizarse lo más mínimo aplicó el ojo a la rendija. Cualquiera que fuera el colegio en que se hubiese educado Poirot, era seguro que en él no enseñaban las reglas tradicionales del arte de escuchar detrás de las puertas. Hice varias señas a mi amigo, pero no se fijó en ellas.
Y entonces, con claridad, la voz profunda y brillante de Theresa Arundell llegó hasta nosotros.
—¡Imbécil! —exclamó.
Se oyeron pasos en el corredor y Poirot me cogió apresuradamente del brazo, volvió a abrir la puerta del piso, salimos y la cerró luego con precaución a nuestras espaldas.
Capítulo XV
La señorita Lawson
—Oiga, Poirot —dije—. ¿Es que vamos a dedicamos ahora a escuchar detrás de las puertas?
—Cálmese, amigo mío. He sido yo solo quien ha escuchado. No fue usted quien acercó la oreja a la rendija de la puerta. Al contrario; se quedó rígido como un soldado.
—Pero yo también lo oí todo.
—Es verdad. Mademoiselle no habló en voz baja.
—Porque creyó que nos habíamos ido.
—Sí; llevamos a cabo una pequeña superchería.
—No me gustan esas cosas.
—¡Su actitud moral es irreprochable! Pero no nos repitamos. Esta conversación ya la hemos sostenido en otras ocasiones. Está usted a punto de decir que no he jugado limpio. Pero debo contestarle que el asesinato no es ningún juego.
—Aquí no se trata de ningún asesinato.
—No esté tan seguro.
—La intención... sí; quizá. Pero después de todo, asesinato y tentativa de un asesinato no son la misma cosa.
—Moralmente viene a ser lo mismo. Lo que quiero decir, es, ¿está usted seguro de que solamente es una tentativa de asesinato lo que ocupa nuestra atención?
Lo miré fijamente.
—Pero la señorita Arundell murió por causas lógicas y naturales.
—Vuelvo a repetir..., ¿está usted seguro?
—Todos lo dicen.
—¿Todos? Oh, la, la.
—El médico lo aseguró —dije—. El doctor Grainger debe saberlo.
—Sí; él debe saberlo —la voz de Poirot no demostraba convicción alguna—. Pero recuerda, Hastings, que con mucha frecuencia se exhuman cadáveres... y en cada caso existe de antemano un certificado de defunción firmado con toda buena fe por el médico que atendió al enfermo.
—Sí; pero en este caso, la señorita Arundell murió a causa de una enfermedad que había padecido durante largo tiempo.
—Así parece... sí.
La voz de Poirot tenía todavía un tono insatisfecho. Lo observé con atención.
—Poirot —dije—. Voy a empezar una frase con la pregunta: «¿Está usted seguro?» ¿Está seguro de que no se deja llevar de su celo profesional? Usted quiere que sea asesinato y, por lo tanto, cree que debe ser asesinato.
Su rostro se volvió sombrío. Movió afirmativamente la cabeza.
—Tiene usted mucha razón, Hastings. Ha puesto el dedo en la llaga. El asesinato es mi ocupación. Soy como un gran cirujano que se especializa, por ejemplo, en apendicitis o en una operación rara. Si un paciente acude a él, lo observará desde el punto de vista de su especialidad. ¿Existe alguna posible razón para creer que este hombre sufre de esto o de aquello...? A mí me ocurre lo mismo. Siempre me pregunto, ¿es posible que esto sea un asesinato? Y ya ve usted, amigo mío, casi siempre hay una posibilidad.
—No afirmaría yo que existan muchas posibilidades en este caso —observé.
—Pero la anciana murió. No puede usted olvidar este hecho. ¡Murió!
—Estaba enferma. Tenía más de setenta años. Todo ello me parece perfectamente natural.
—¿Y le parece también natural que Theresa Arundell califique a su hermano de imbécil con tal grado de intensidad?
—¿Qué es lo que tiene que ver con esto?
—Mucho. Dígame, ¿qué piensa usted de lo que ha dicho el señor Charles Arundell acerca de que su tía le había enseñado el testamento recién hecho?
Miré a Poirot cautelosamente.
—¿Qué quiere decir con ello? —pregunté.
¿Por que debía ser siempre Poirot el que preguntara?
—Lo califico de muy interesante... de interesante en extremo —dijo mi amigo—. Tal fue la reacción de la señorita Theresa Arundell ante ello. Su enfado fue sugestivo... muy sugestivo.
—¡Hum! —refunfuñé.
—Esto nos ofrece dos líneas distintas para investigar.
—A mí me parecen un bonito par de bribones —observé—. Dispuestos a cualquier cosa. La chica es vistosa en extremo. Y por lo que toca al joven Charles es, desde luego, un truhán atrayente.