Mientras tanto, Poirot detuvo un taxi. El coche frenó junto a nosotros y mi amigo dio una dirección al conductor.
—Diecisiete, Clanroyden Mansions, en Bayswater.
—Así es que ahora le toca a la Lawson —comenté—. ¿Y después, los Tanios?
—Ha acertado usted, Hastings.
—¿Qué papel va a adoptar ahora? —pregunté cuando el taxi paró ante las Clanroyden Mansions—. ¿El biógrafo del general Arundell, el posible comprador de Littlegreen House o algo todavía más sutil?
—Me presentaré simplemente como Hércules Poirot.
—¡Qué desilusión! —me lamenté.
Poirot se limitó a dirigirme una mirada y pagó al taxista.
El apartamento estaba en el segundo piso. Una criada de aire desenvuelto nos condujo a una habitación que contrastaba ridículamente con la que acabábamos de dejar un poco antes.
El piso de Theresa Arundell nos pareció vacío ahora, pues el de la señorita Lawson estaba tan atestado de muebles y cachivaches que daba la impresión de que si uno se movía iba a romper algo.
Se abrió la puerta y apareció una mujer bastante corpulenta, de mediana edad. La señorita Lawson era como yo me la había imaginado. Tenía un rostro de expresión algo vacía y necia, el pelo grisáceo y desaliñado y unos lentes de pinza cabalgando, algo ladeados, sobre su nariz. Su estilo de conversación era espasmódico.
—Buenos días... ejem... no creo...
—¿La señorita Wilhelmina Lawson?
—Sí..., sí..., así me llamo...
—Mi nombre es Poirot... Hércules Poirot. Ayer estuve viendo Littlegreen House.
—¿Ah, sí?
La señorita Lawson abrió la boca mientras que con la mano se daba unos infelices toques al revuelto cabello.
—¿Quieren sentarse? —prosiguió—. Siéntese aquí, ¿le parece bien? Oh, me temo que le estorbará esa mesa. La casa está un poquito atestada. ¡Es tan difícil! ¡Estos pisos...! Tan sólo un cachito en un rincón. ¡Pero es tan céntrico...! Me gusta vivir en el centro, ¿y a usted?
Se sentó en una incómoda silla de estilo victoriano y, con los lentes torcidos, se inclinó hacia delante, casi sin aliento, mirando esperanzada a Poirot.
—Llegué a Littlegreen House como un comprador —dijo mi amigo—. Pero me gustaría decirle ahora... esto en la más estricta reserva...
—¿Oh, sí? —exclamó la señorita Lawson con aparente excitación.
—...la más estricta reserva —continuó Poirot— que fui allí con otro objeto. Usted puede o no estar enterada de que poco antes de morir, la señorita Arundell me escribió.
Hizo una pausa y luego prosiguió:
—Yo soy un detective privado bastante conocido.
Una variedad de expresiones se reflejaron en la cara ligeramente sonrojada de la señorita Lawson. Me pregunté cuál de ellas juzgaría Poirot interesante. Alarma, excitación, sorpresa, confusión...
—¡Ah! —dijo la mujer.
Y después de un momento:
—¡Ah! —otra vez.
Entonces, inesperadamente, preguntó:
—¿Es acerca del dinero?
Poirot pareció cogido de sorpresa. Se aventuró, diciendo con amabilidad:
—¿Se refiere usted al dinero que...?
—Sí, sí. Al dinero que desapareció del cajón.
Poirot continuó sin alterarse.
—¿Le dijo la señorita Arundell que me había escrito acerca del dinero?
—No; no me dijo nada. No tengo ni idea... bueno, en realidad, debo confesar que estoy muy sorprendida...
—¿Creía usted que su señora no dijo nada a nadie sobre esa cuestión?
—Realmente, no pensé en eso. Verá usted... ella tenía una idea bastante acertada...
La mujer se detuvo. Poirot añadió, con rapidez:
—Tenía una idea bastante acertada de quién lo cogió. Eso es lo que quiere usted decir, ¿verdad?
La señorita Lawson asintió y dijo apresuradamente:
—No creo que ella hubiera querido... Bueno, quiero decir que ella dijo... es decir, que parecía opinar...
Poirot la interrumpió de nuevo en medio de todas aquellas incoherencias.
—¿Era un asunto de familia?
—Exactamente.
—Pues yo —dijo mi amigo— estoy especializado en esos asuntos. Sepa usted que soy discreto en extremo.
—Oh, desde luego... eso es diferente. No es igual que la policía.
—No, no. Yo no soy como la policía. Esto no sería conveniente.
—¡Oh, no! La pobre señora Arundell era una mujer de gran orgullo. Desde luego, ya había tenido antes algunos disgustos con Charles, pero siempre se mantuvieron secretos. Una vez, según creo, se fue a Australia.
—Eso es —dijo Poirot—. Entonces los hechos del caso ocurrieron así... La señorita Arundell tenía cierta cantidad de dinero en un cajón...
Hizo una pausa. La mujer se apresuró a confirmar el aserto.
—Sí... lo sacó del Banco. Para los sueldos y las cuentas pendientes, ¿sabe usted?
—¿Y cuánto fue, exactamente, lo que le faltó?
—Cuatro billetes de una libra. No, no, estoy equivocada; tres de una libra y dos de diez chelines. Una debe ser exacta, muy exacta, en estos casos.
La señorita Lawson miró con seriedad a mi amigo y luego, maquinalmente, se ajustó los lentes, dejándolos todavía más ladeados. Los prominentes ojos de la mujer parecían querer saltar hacia Poirot.
—Muchas gracias, señorita Lawson. Ya veo que tiene usted un excelente sentido de los negocios.
La mujer se irguió un poco y lanzó una risa lastimera.
—La señorita Arundell sospechaba, y no sin razón, que su sobrino Charles era el autor de dicho robo —prosiguió Poirot.
—Sí.
—Aunque, en realidad, no había ninguna prueba que demostrara quién cogió el dinero.
—Oh, ¡tuvo que ser Charles! La señora Tanios no hubiera hecho semejante cosa y su esposo es extranjero y no podía saber dónde se guardaba el dinero... ninguno que los dos pudo ser. Y no creo que Theresa Arundell pudiera pensar en algo así. Tiene mucho dinero y va siempre tan bien vestida...
—Pudo ser alguno de los criados —sugirió mi amigo.
La señorita Lawson pareció horrorizarse ante dicha idea.
—iOh, no, de ningún modo! Ni Ellen ni Annie hubieran soñado con hacerlo. Ambas son mujeres de una gran superioridad y absolutamente honradas. Estoy segura.
Poirot esperó unos momentos y luego dijo:
—Me estaba preguntando si podría usted facilitarme algunos detalles... pero estoy seguro de que puede, pues si alguien estaba enterado de las confidencias de la señorita Arundell, sin duda es usted...
La señorita Lawson pareció confundida.
—¡Oh!, no estoy segura de ello.
Pero sin duda se sentía halagada.
—Presiento que me ayudará usted.
—Desde luego, si puedo... cualquier cosa que yo pueda hacer...
—Esto es confidencial... —prosiguió Poirot. Una expresión, parecida a la de la lechuza, apareció en la cara de la mujer. La mágica palabra «confidencial», pareció ser un «sésamo, ábrete».
—¿Tiene usted idea de cuál fue la razón por la que alteró su testamento la señorita Arundell?
La señorita Lawson pareció sorprenderse. Poirot añadió, mientras la miraba fijamente:
—¿No es verdad que, poco antes de morir hizo otro testamento en el que le dejaba a usted toda su fortuna?
—Sí; pero no sé nada acerca de ello. Absolutamente nada —chilló la mujer con tono de protesta—. ¡Fue para mí la más grande de las sorpresas! ¡Una sorpresa maravillosa, desde luego! Fue un rasgo muy hermoso por parte de la señorita Arundell. Pero nunca me lo insinuó ella. ¡Ni la más mínima alusión! Quedé tan sorprendida cuando el señor Purvis leyó el testamento que no sabía dónde mirar, ni supe si reír o llorar. Le aseguro, señor Poirot, que fue un golpe... un gran golpe, como comprenderá usted. La bondad... la maravillosa bondad de la señorita Arundell. Yo solamente esperaba que, quizá, me dejara alguna cosilla... un pequeño legado; aunque, en realidad, no existía ninguna razón para que me dejara nada. No hacía mucho tiempo que estaba a su servicio. Pero esto... fue como... fue como un cuento de hadas. Aun ahora no puedo creerlo por completo. Usted ya sabe a qué me refiero. Y algunas veces... bueno, de vez en cuando no me siento a gusto con todo ello. Quiero decir... bueno, quiero decir...