Se quitó los lentes de un manotazo, jugueteó con ellos y prosiguió, todavía más incoherentemente:
—Algunas veces creo que... que la carne y la sangre no se pueden negar, desde luego, y no me parece bien que la señorita Arundell no dejara el dinero a su familia. Quiero decir, que no me parece justo, ¿no es verdad? De ninguna manera. ¡Y además una fortuna tan grande! ¡Nadie tenía ni idea de ello! Pero..., bueno... todo esto hace que no me sienta tranquila... y, como usted sabe, luego empiezan todos a decir cosas... y puede estar seguro de que nunca fui una mujer de malas inclinaciones. Me refiero a que nunca hubiera pensado en influenciar de ninguna manera a la señorita Arundell. Antes al contrario. A decir verdad, siempre tuve un poco de miedo de ella. Era tan dura; tan inclinada a la censura... ¡Y siempre con un carácter tan brusco...! «¡No sea tan rematadamente tonta!», solía exclamar. Pero al fin y al cabo, yo tenía también mis propios sentimientos y en algunas ocasiones me disgustaba... Para luego darme cuenta de que durante todo ese tiempo ella me apreciaba..., en fin, fue maravilloso, ¿no cree? Aunque, según digo yo, ha habido demasiados chismorreos malignos y, claro, una siente que en cierto modo... quiero decir... bueno, me parece un poco duro por parte de algunos, ¿verdad?
—¿Quiere dar a entender que hubiera preferido renunciar al dinero? —preguntó Poirot.
Por un fugaz momento imaginé que una especie de vacilación, una expresión completamente diferente pasaba por los insípidos ojos azules de la señorita Lawson. Por un instante, me figuré que tenía delante a una mujer astuta e inteligente, en lugar de la atontada y amable de antes.
—Pues... desde luego, ése es el otro aspecto de la cuestión —dijo, con una risita—. Me refiero a que hay dos caras en cada cuestión. Está claro que la señorita Arundell quería dejarme el dinero. Entendí que si no lo aceptaba era ir contra sus deseos. Y esto no hubiera estado bien, ¿no es cierto?
—Es un dilema muy difícil —dijo Poirot, moviendo dubitativamente la cabeza.
—Sí. eso es. He estado muy preocupada con ello. La señora Tanios... Bella... es una mujer excelente... y esos preciosos chiquillos... Estoy segura de que la señorita Arundell no hubiera querido que ella... me parece que la pobre señorita Arundell deseaba que yo lo usara a mi discreción. No quiso dejar sin dinero abiertamente a Bella, porque temía que ese hombre le echara mano.
—¿Qué hombre?
—Su marido. Sepa usted, señor Poirot, que la pobre muchacha está completamente dominada por él. Hace todo lo que le ordena. ¡Hasta me atrevería a decir que Bella sería capaz de matar a alguien si él se lo mandara! Le tiene miedo. Estoy absolutamente convencida de que le teme. En varias ocasiones he visto en sus ojos una mirada de terror. Y a esto no hay derecho, ¿no es cierto?
Mi amigo no contestó.
—¿Qué clase de hombre es el señor Tanios? —preguntó luego.
—Pues... —dijo la señorita Lawson titubeando—. Es un hombre muy agradable.
Se detuvo con aspecto de duda.
—¿A usted no le inspira confianza? —indagó Poirot.
—Pues, no..., no me la inspira. No sé por qué... —prosiguió la mujer—. ¡No me fío de ningún hombre! ¡Se oyen unas cosas tan terribles...! ¡Cuántas cosas tienen que pasar las pobres mujeres casadas! ¡Es realmente terrible! Desde luego, el doctor Tanios quiere hacer ver que está muy enamorado de su esposa y se porta muy bien con ella a la vista de todos. Tiene unos modales verdaderamente deliciosos. Pero no me fío de los extranjeros. ¡Son tan falsos...! Por eso estoy segura de que la señorita Arundell no quería que el dinero cayera en sus manos.
—También es muy duro para la señorita Theresa y su hermano, el verse privados de su herencia —comento indiferente Hércules Poirot.
Una mancha de color se extendió por la cara de la mujer.
—Creo que Theresa tiene mucho más dinero del que le conviene —dijo con aspereza—. Solamente en ropa gasta cientos de libras. Y la ropa interior... ¡es indecente! Cuando una se acuerda de tantas chicas bonitas y hacendosas que tienen que ganarse la vida...
Poirot, gentilmente, completó la frase:
—Cree usted que no le vendría mal a Theresa el que se viera obligada a ganársela también durante una temporada.
La señorita Lawson lo miró solemnemente.
—Le haría mucho bien —dijo—. Le haría volver en sí. La adversidad nos enseña muchas cosas.
Poirot asintió. Estaba observando atentamente a la mujer.
—¿Y Charles?
—Charles no se merece ni un penique —dijo ella secamente—. Si la señorita Arundell lo eliminó de su testamento, fue por muy buenas razones... después de sus desvergonzadas amenazas.
—¿Amenazas? —dijo Poirot, levantando las cejas.
—Sí.
—¿Qué clase de amenazas? ¿Cuándo la amenazó?
—Déjeme recordar; fue... sí, desde luego, fue por Pascua. El mismo domingo de Pascua..., ¡lo que todavía es peor!
—¿Qué fue lo que ocurrió?
—Le pidió dinero y ella se negó a dárselo. Y luego él le dijo que aquello no era prudente. Que si adoptaba aquella actitud... la..., ¿qué palabra dijo...?, una palabrota muy vulgar...; ah, sí; que la eliminaría.
—¿La amenazó con eliminarla?
—Sí.
—¿Y qué dijo la señorita Arundell?
—Dijo: «Creo, Charles, que llegarás a darte cuenta de que sé cuidar de mí misma».
—¿Estaba usted en la misma habitación cuando ocurrió todo eso?
—Precisamente en la misma habitación, no —dijo la mujer, después de una ligera pausa.
—¡Vaya, vaya! —añadió Poirot, apresuradamente—. ¿Y qué replicó Charles?
—Dijo: «No esté tan segura».
—¿Tomó en serio esa amenaza la señorita Arundell?
—Pues, no lo sé... No me dijo nada con respecto a ello. Pero no creo que se preocupara mucho por tal motivo.
Mi amigo continuó, sin alterarse:
—Usted sabía, desde luego, que su señora había hecho un testamento nuevo, ¿verdad?
—No, no. Ya le he dicho que todo ello fue para mí una gran sorpresa. Nunca supuse...
Poirot la interrumpió.
—Usted no conocía el contenido del testamento. Pero sabía que se había hecho uno nuevo, ¿no es verdad?
—Pues lo sospechaba... cuando vi que llamaba al abogado, estando ella en la cama.
—Exactamente. Eso fue después que se cayó por la escalera, ¿verdad?
—Sí, Bob... así se llama el perro... dejó la pelota en lo alto de la escalera y la señora resbaló y cayó.
—Un desagradable accidente.
—¡Oh, sí! Figúrese, pudo haberse roto un brazo o una pierna. Eso dijo el médico.
—Pudo muy bien matarse, ¿no es así?
—Sí, desde luego.
La respuesta parecía completamente natural y franca.
Poirot dijo sonriendo:
—Vi a Bob en Littlegreen House.
—¡Oh, si! Claro que lo debió ver. Es un perrito muy mono.
Nada me fastidia más que oír cómo llaman «perrito mono» a un terrier de caza. No es extraño, pensé, que Bob desprecie a la señorita Lawson y no haga nada de lo que le mande.
—¿Es muy inteligente? —continuó Poirot.
—Sí, mucho.
—Qué disgusto se hubiera llevado si llega a saber que por culpa suya casi se mata su ama.
La señorita Lawson no contestó. Se limitó a mover la cabeza y suspirar.
—¿Cree usted que aquella caída influyó para que su señora rehiciera el testamento? —preguntó Poirot.
Pensé que nos estábamos acercando peligrosamente al hueso; pero la mujer pareció encontrar aquella pregunta muy natural.