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—Sepa usted —dijo— que no me extrañaría que hubiera algo de cierto en ello. La caída le produjo una gran impresión, estoy convencida de ello. A los viejos no les gusta pensar que pueden morir. Pero aquel accidente hizo que la señora empezase a cavilar. O quizá creyó que era un aviso de que su muerte no estaba lejos.

—Su señora disfrutaba de buena salud, ¿verdad? —dijo Poirot como al azar.

—¡Oh, si! Muy buena.

—Entonces la enfermedad le sobrevino de repente, ¿no es así?

—Sí, fue una sorpresa. Aquella tarde nos visitaron unas amigas... —la señorita Lawson se detuvo.

—Sus amigas, la señorita Tripp. Tuve el gusto de conocerlas. Son encantadoras.

La cara de la mujer resplandeció de satisfacción.

—Sí, ¿verdad? ¡Qué mujeres tan educadas! ¿Le contaron, quizás, algo acerca de nuestras sesiones? Creo que usted será un escéptico... y, sin embargo, no puedo dejar de decirle la inefable alegría que se siente cuando uno se pone en comunicación con los que ya han muerto.

—Estoy seguro de ello. Estoy seguro.

—Sepa usted, señor Poirot, que mi madre ha hablado conmigo... más de una vez. Se siente tanta alegría al saber que los que se fueron piensan en nosotros y velan desde allá...

—Sí, sí. Lo comprendo perfectamente —dijo Poirot con notoria galantería—. ¿Era también creyente la señora Arundell?

La cara de la mujer se ensombreció un poco.

—Quería convencerse —dijo—. Pero no creo que en ninguna ocasión pensara en ello con el ánimo dispuesto. Era escéptica o incrédula... y en una o dos ocasiones su actitud atrajo un tipo de espíritu verdaderamente indeseable. Hubo algunos mensajes muy impúdicos... debido, sin duda alguna, a dicha actitud de decidido escepticismo.

—Convengo con usted en que su señora tuvo la culpa de ello —asintió Poirot..

—Pero aquella noche... —continuó la señora Lawson—. ¿Quizás Isabel y Julia se lo habrán dicho...? Se produjo un fenómeno curioso. Fue el principio de una materialización. El ectoplasma..., ¿sabe qué es el ectoplasma?

—Sí, sí. Sé perfectamente de qué se trata.

—Procede, como es sabido, de la boca del médium. Sale en forma de cinta y se convierte en una forma. Pues estoy convencida, señor Poirot, de que sin saberlo, la señorita Arundell era una médium. Esa noche vi distintamente cómo una cinta luminosa salía de la boca de mi señora. Luego su cabeza se vio envuelta por una niebla luminosa.

—¡Muy interesante!

—Pero, por desgracia, la señorita Arundell se puso enferma de repente y tuvimos que suspender la séance.

—¿Cuándo llamaron al médico?

—A primera hora de la mañana siguiente.

—¿Creyó que la cosa era grave?

—Pues mandó a una enfermera del hospital la noche siguiente; pero no creo que el médico confiaba en que la señora saldría de aquella crisis.

—Los... perdóneme..., ¿fueron avisados los parientes?

La señorita Lawson se sonrojó.

—Les avisamos lo más pronto que fue posible..., es decir, cuando el doctor dijo que la señora estaba grave.

—¿Cuál fue la causa de la enfermedad? ¿Algo que comió, tal vez?

—No, supongo que no fue nada de particular. El médico dijo que no había sido muy cuidadosa con el régimen que debía seguir. Y añadió que el ataque se produjo, seguramente, a causa de un enfriamiento. El tiempo fue muy variable aquellos días.

—Theresa y Charles Arundell estuvieron allí aquel fin de semana, ¿verdad?

La señorita Lawson apretó los labios.

—Sí, vinieron.

—La visita no tuvo mucho éxito —sugirió Poirot, sin dejar de vigilarla atentamente.

—No, no lo tuvo —dijo la mujer, con malicia—. ¡La señora sabía a lo que habían ido!

—¿Qué era ello?

—¡Dinero! —exclamó—. No lo consiguieron.

—¿No? —dijo Poirot.

—Y creo que por la misma razón vino después el doctor Tanios —prosiguió ella.

—El doctor Tanios... ¿Estuvo allí durante el mismo fin de semana?

—Sí, vino el domingo. Su visita duró cerca de una hora.

—Todos parecen haber estado persiguiendo el dinero de la pobre señorita Arundell —aventuró Poirot.

—Ya lo sé. No es agradable pensar que así ha sido, ¿no es verdad?

—No, desde luego —dijo mi amigo—. Les tuvo que causar una fuerte impresión a Charles y a Theresa el enterarse de que su tía los había desheredado por completo.

La señorita Lawson se quedó mirando a Poirot. El detective continuó:

—¿No es eso? ¿No les informó de ello?

—Tanto como eso no lo podría asegurar. No oí nada sobre el caso. Que yo sepa, no se hizo ningún comentario respecto a ello. Ambos hermanos parecían muy animados cuando salieron de la casa.

—¡Ah! Posiblemente me han informado mal. Con toda seguridad, la señorita Arundell guardaría el testamento en su casa, ¿verdad?

La mujer dejó caer los lentes y se inclinó para recogerlos.

—No se lo puedo asegurar. No, creo que se lo llevó el señor Purvis.

—¿Quién fue el albacea?

—El propio señor Purvis.

—¿Fue por allí después del fallecimiento y revisó todos los papeles- de la señorita Arundell?

—Si, eso hizo.

Poirot la miró fijamente y formuló una pregunta inesperada.

—¿Le gusta a usted el señor Purvis?

—¿Que si me gusta el señor Purvis? Pues, en realidad, eso es difícil de contestar, ¿verdad? Quiero decir que estoy convencida de que es un hombre muy listo... un abogado muy bueno. ¡Pero tiene unos modales demasiado bruscos! Me refiero a que no es muy agradable el que le hablen a una como si... bueno, verdaderamente no puedo explicarlo... es muy cortés, pero, al mismo tiempo, algo brusco. Eso es lo que quería decir.

—Una situación difícil para usted —dijo Poirot con simpatía.

—Sí, desde luego. Muy difícil.

La señorita Lawson suspiró hondamente y movió la cabeza.

Mi amigo se levantó.

—Muchísimas gracias, mademoiselle, por su amabilidad y la ayuda que me ha prestado.

La mujer se levantó también. Parecía hallarse algo confundida.

—Creo que no tiene por qué darme las gracias... ¡Nada de eso! Me alegraré si le he sido útil. Si hubiera alguna cosa más que yo pudiera hacer...

Poirot se dirigió a la puerta. Bajó el tono de su voz.

—Creo, señorita Lawson, que hay algo que debo decirle. Charles y Theresa esperan poder impugnar el testamento.

Las mejillas de ella se colorearon.

—No pueden hacer nada de eso —dijo secamente—. Mi abogado me lo aseguró.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¿Entonces ha consultado usted a un abogado?

—Claro que sí. ¿Por qué no había de hacerlo?

—No hay ninguna razón para que no lo hiciera. Ha sido un paso muy prudente. Buenos días, mademoiselle.

Cuando salimos de los Clanroyden Mansions y ya nos encontramos en la calle, Poirot exhaló un profundo suspiro.

—Hastings, mon ami, o esa mujer es exactamente lo que parece, o es muy buena actriz.

—Por lo visto no cree que la muerte de la señorita Arundell se deba a otra cosa más que a causas naturales. Ya se habrá dado cuenta de ello —dije.

Poirot no contestó. Hay momentos en que sabe hacerse muy bien el sordo. Detuvo el taxi.

—Al Durham Hotel, en Bloomsbury —ordenó al conductor.

Capítulo XVI

La señora Tanios

—Unos caballeros preguntan por usted, señora.

La mujer, que estaba escribiendo en una de las mesas del salón del Durham Hotel, volvió la cabeza y luego se levantó, encaminándose hacia nosotros con aire de incertidumbre.

La señora Tanios podía tener cualquier edad después de los treinta años. Era delgada y alta; el cabello oscuro; los ojos un poco insustanciales y saltones, en un rostro de expresión angustiada. Llevaba un bonito sombrero, puesto de mala manera, y un vestido de algodón que estaba pidiendo un buen planchado.