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—Sí.

—¿Y la señorita Arundell disfrutaba entonces de buena salud?

—Sí; parecía estar mejor que de costumbre.

—¿No estaba enferma en cama?

—Había guardado cama por una caída que sufrió; pero cuando estuvimos allí por última vez, hacía de nuevo vida normal.

—¿Les dijo algo acerca de que había otorgado otro testamento?

—No; no nos dijo nada.

—¿Los trató de la misma forma que siempre?

Hubo una larga pausa, hasta que la señora Tanios dijo:

—Sí.

Estuve seguro en aquel momento de que tanto Poirot como yo teníamos la misma convicción. La señora Tanios estaba mintiendo.

Poirot esperó unos instantes y luego prosiguió:

—Quizá me exprese mal al preguntarle si la señorita Arundell los trató igual que siempre. Quería decir si la trató a usted, particularmente, como de costumbre.

La mujer respondió en seguida:

—¡Ah!; ya comprendo. Tía Emily fue muy amable conmigo. Me regaló un pequeño broche de perlas y diamantes y, además, dio diez chelines a cada uno de los chicos.

No había ya reserva en sus ademanes. Las palabras fluían como un torrente.

—Y respecto a su marido..., ¿no cambió la señorita Arundell su modo de ser con él?

La reserva se apoderó otra vez de nuestra interlocutora. Procuró rehuir la mirada de Poirot cuando contestó:

—No; desde luego que no... ¿Por qué había de hacerlo?

—Desde el momento en que usted ha sugerido que su prima Theresa debió tratar de envenenar los sentimientos de su tía...

—¡Lo hizo! ¡Estoy segura de que lo hizo! —la mujer se adelantó con anhelo—. Tiene usted razón. Algo cambió en mi tía. De pronto pareció no ser la misma. Se portó de una forma muy extraña. Mi marido le recomendó un compuesto digestivo especial y después de tomarse la molestia de recetarle, fue él mismo a la farmacia a recogerlo. Ella le dio las gracias por todo... de una manera algo seca y después vi yo misma cómo vaciaba en el lavabo el frasco de la medicina.

Su indignación era evidente.

Poirot parpadeó.

—Una conducta muy extraña —dijo mi amigo con voz deliberadamente calmosa.

—Creo que fue una gran ingratitud —añadió con calor la esposa del doctor Tanios.

—Dijo usted muy bien, que las señoras ancianas no se fían a menudo de los extranjeros —dijo Poirot—. Estoy seguro de que todas consideran a los médicos ingleses como los únicos del mundo. La insularidad cuenta mucho en esto.

—Sí, supongo que eso debe ser —replicó la mujer, ligeramente calmada.

—¿Cuándo regresa a Esmirna, madame?

—Dentro de pocas semanas. Mi marido... ¡Ah!, aquí vienen mi marido y Edward.

Capítulo XVII

El doctor Tanios

Debo confesar que la primera vez que vi al doctor Tanios sufrí una especie de sobresalto. Lo había estado retratando en mi mente con toda clase de atributos siniestros. Me lo había figurado como un extranjero de aspecto atezado y cara de expresión malévola. En su lugar vi a un hombre fornido, alegre, de cabellos y ojos castaños. Y aunque en realidad llevaba barba, era un modesto aditamento que le daba cierto aspecto de artista.

Hablaba el inglés perfectamente. Su voz tenía un agradable timbre que se conjuntaba con el jovial buen humor reflejado en su cara.

—Ya estamos aquí —dijo sonriendo a su esposa—. Edward se ha emocionado mucho en su primer viaje en el metro. Hasta ahora sólo había viajado en autobús.

Edward no se parecía mucho a su padre; pero tanto él como su hermanita tenían un rotundo aspecto extranjero. Comprendí lo que la señorita Peabody había querido decir cuando los describió como unos niños de apariencia enfermiza.

La presencia de su esposo hizo que la señora Tanios se sintiera nerviosa. Tartamudeando un poco le presentó a Poirot. A mí me ignoró.

El doctor Tanios reconoció inmediatamente el nombre de mi amigo.

—¿Poirot? ¿Monsieur Hércules Poirot? Conozco muy bien su nombre. ¿Y qué es lo que desea de nosotros, señor Poirot?

—Se trata de un asunto relacionado con una señora que falleció recientemente. La señorita Emily Arundell —replicó mi amigo.

—¿La tía de mi esposa? Sí..., ¿y qué pasa con ella...?

Poirot habló con lentitud.

—Se han puesto de manifiesto ciertas circunstancias relacionadas con su muerte...

La señora Tanios interrumpió de pronto:

—Es acerca del testamento, Jacob. El señor Poirot ha estado hablando con Theresa y Charles.

Observó una especie de tirantez en la actitud del doctor Tanios, quien se dejó caer en una silla.

—¡Ah!, el testamento. ¡Un testamento inicuo! Pero al fin y al cabo, supongo que eso no me interesa.

Poirot describió en términos generales su entrevista con los dos Arundell (debo reconocer que contó toda la verdad esta vez) y, cautelosamente, apuntó la eventualidad de poder invalidar el testamento.

—No me interesa mucho eso, señor Poirot. Pero puedo decirle que comparto su opinión. Hay que hacer algo. Por mi parte he llegado hasta consultar a un abogado; pero sus consejos no fueron muy alentadores. Por lo tanto... —se encogió de hombros.

—Los abogados, como ya le he dicho a su señora, son gente muy precavida. No les gusta correr riesgos. ¡Pero yo soy diferente! ¿Y usted?

El doctor Tanios lanzó una risa llena y juguetona.

—¡Oh! Estoy dispuesto a correrlos. A menudo los he corrido, ¿no es eso, Bella?

Le dirigió una sonrisa que ella le devolvió, según pensé, de una manera mecánica.

Volvió su atención hacia Poirot.

—Yo no soy abogado —dijo mi amigo—. Pero en mi opinión, está perfectamente claro que el testamento fue otorgado cuando la anciana no era responsable de sus actos. La Lawson es lista y astuta.

La señora Tanios se agitó nerviosamente, Poirot la miró de pronto.

—¿No está usted conforme con eso, madame?

Ella contestó con voz apenas perceptible:

—Fue siempre muy amable. Pero no puedo decir que sea lista.

—Ha sido amable contigo —dijo el doctor Tanios— porque no tenía nada que temer de ti, querida Bella. ¡Eres muy crédula!

Habló con su buen humor, pero su esposa se sonrojó.

—Respecto a mí, la cosa es diferente —prosiguió—. Yo no le gustaba. ¡Y no cuidaba de ocultarlo! Le citaré un detalle. La tía de mi esposa se cayó por la escalera en cierta ocasión en que estuvimos allí. Yo insistí en volver al próximo fin de semana para ver cómo seguía. La señorita Lawson hizo lo que pudo para estorbar nuestro propósito. No tuvo éxito, pero se incomodó mucho y no lo disimuló. La razón era clara. Necesitaba que la señorita fuera para ella sola.

Poirot se volvió otra vez hacia la mujer.

—¿Conviene usted en ello, madame?

El marido no le dio tiempo a contestar.

—Bella tiene un corazón demasiado sensible —dijo—. No conseguirá usted que atribuya malos sentimientos a nadie. Pero estoy completamente seguro de que tengo razón. Le diré otra cosa, señor Poirot. El secreto del ascendiente de la señorita Lawson sobre la tía de mi esposa fue el espiritismo. Así es como lo hizo todo; estoy convencido de ello.

—¿Lo cree usted así?

—Completamente, mi querido amigo. He visto gran cantidad de casos como éste. La gente es fácil de embaucar. ¡Se quedaría usted atónito! Especialmente cualquiera con la edad de la señorita Arundell. Estoy dispuesto a apostar algo, a que de esta forma se la sugestionó. Algún espíritu... seguramente su difunto padre... le ordenó que alterara el testamento y le dejara el dinero a la Lawson. Tenía poca salud... era crédula...

La señora Tanios hizo un ligero movimiento. Poirot se dirigió a ella.

—¿Cree usted que eso fue posible?... ¿Sí?

—Habla, Bella —dijo su marido—. Dinos tu opinión.

La miró, como estimulándola. Pero el rápido vistazo que ella le dirigió fue algo extraño. Dudó un momento y luego dijo: