—No conozco casi nada de esas cosas, aunque me atrevería a decir que tienes razón, Jacob.
—Estoy convencido de ello, ¿y usted, señor Poirot?
Mi amigo afirmó con la cabeza.
—Puede ser... sí. ¿Estuvieron ustedes en Market Basing el fin de semana antes de que muriera la señorita Arundell?
—Estuvimos allí por Pascua y volvimos el fin de semana siguiente... eso es.
—No, no. Me refiero al fin de semana después de ése... el día 26. Tengo entendido que estuvo usted allí el domingo.
—Oh. Jacob, ¿fuiste?
La señora Tardos miró a su marido con los ojos muy abiertos.
Él se volvió rápidamente.
—Sí, ¿no te acuerdas? Me marché por la tarde. Te lo dije.
Mi amigo y yo nos quedamos mirándola. Nerviosamente, la mujer empujó un poco más atrás el sombrero que llevaba.
—Seguro que te acordarás. Bella —continuó su esposo—. ¡Qué memoria tan terrible tienes!
—Desde luego —se excusó ella con ligera sonrisa—. Es verdad, tengo muy mala memoria. Y después de todo, no hace aún dos meses que ocurrió.
—La señorita Theresa Arundell y su hermano estaban allí también, ¿no es eso? —dijo Poirot.
—Puede ser —contestó Tanios sin inmutarse—. Yo no los vi.
—Entonces, ¿estuvo usted allí poco tiempo?
La inquisitiva mirada de Poirot parecía que lo hacía sentirse incómodo.
—Será mejor decirlo —declaró, parpadeando—. Esperaba conseguir un préstamo, pero no tuve éxito. Me temo que la tía de mi esposa no me apreciaba tanto como debía. Fue una lástima, porque a mí me resultaba simpática. Era una señorita muy agradable.
—¿Puedo formularle una pregunta cuya contestación ha de ser sincera, doctor Tanios?
¿Hubo o no una expresión de alarma en los ojos del médico?
—Claro que sí, señor Poirot.
—¿Cuál es sinceramente su opinión sobre Charles y Theresa Arundell?
El hombre pareció ligeramente aliviado.
—¿Charles y Theresa? —miró a su esposa con afecto—. Bella, querida; supongo que no te importará que me exprese francamente acerca de tu familia.
Ella movió negativamente la cabeza, mientras una vaga sonrisa aparecía en sus labios.
—Entonces mi opinión es de que tanto uno como otra están completamente corrompidos. Es bastante divertido, pero me parece que Charles es el mejor. Es un bribón, pero un bribón agradable. No tiene idea de lo que es la moral, pero no puede hacer nada por remediarlo. La gente nace así muchas veces.
—¿Y Theresa?
El médico dudó un momento.
—No sé qué decirle. Es una joven pasmosamente atractiva. Pero yo estoy seguro de que es despiadada por completo. Mataría a cualquiera con la mayor sangre fría, si ello le reportara un incremento de su cuenta corriente. Ésa es mi impresión, por lo menos. Quizás habrá usted oído que su madre estaba acusada de asesinato.
—Y que fue absuelta —dijo Poirot.
—Eso es: absuelta —prosiguió Tanios con presteza—. Pero de todas formas eso hace que se piense a veces...
—¿Conoce usted al joven con quien está prometida?
—¿Donaldson? Sí; cenó con nosotros cierta noche.
—¿Qué opinión le merece?
—Es un muchacho muy listo. Creo que llegará lejos... si le dan ocasión. Hace falta dinero para especializarse.
—¿Quiere usted decir que conoce bien su profesión?
—Sí; eso es lo que quise dar a entender. Un cerebro de primera clase —sonrió—. Todavía no es un astro brillante en el horizonte médico. Resulta un poco preciso y relamido en sus maneras. Él y Theresa hacen una pareja muy cómica. La atracción de lo opuesto. Ella es una mariposa mundana y él un anacoreta.
Los dos niños empezaron a importunar a su madre.
—Mamá, ¿cuándo comemos? Tengo mucha hambre. Ya es tarde.
Poirot miró el reloj y lanzó una exclamación.
—¡Mil perdones! Les estoy haciendo retardar la hora de la comida.
Mirando a su marido, la señora Tanios dijo con incertidumbre:
—Quizá podríamos ofrecerles...
Poirot replicó con rapidez:
—Es usted muy amable, madame; pero tengo un compromiso y temo que llegaré tarde.
Estrechó la mano a ambos esposos. Yo hice lo mismo.
Nos detuvimos durante unos minutos en el vestíbulo. Poirot quería telefonear. Lo esperé junto al mostrador del conserje. Mientras tanto vi salir a la señora Tanios y buscar a alguien con la mirada. Parecía como si la persiguieran o acosaran. Al fin me vio y se dirigió velozmente hacia donde yo estaba.
—Su amigo... el señor Poirot... ¿se ha ido?
—No; está en la cabina telefónica.
—¡Oh!
—¿Quiere usted hablar con él?
Asintió mientras su nerviosismo aumentaba.
Poirot salió en aquel momento de la cabina y nos vio. Vino hacia nosotros con paso rápido.
—Señor Poirot —dijo la mujer con voz premiosa y anhelante—, hay algo que me gustaría decirle... que debo decirle...
—¿Sí, madame?
—Es importante... Muy importante. Verá usted...
Se detuvo. El doctor Tanios y los dos niños salían entonces del salón. Se acercaron.
—¿Qué, despidiéndote del señor Poirot, Bella?
Al decir esto, su tono denotaba buen humor, mientras una sonrisa de satisfacción distendía su rostro.
—Sí... —la mujer dudó un momento y luego prosiguió—: Bueno, en realidad, eso es todo, señor Poirot. Sólo quería rogarle que dijera a Theresa que estaremos a su lado en cualquier acción que decida emprender. Opino que la familia debe estar unida.
Hizo una inclinación de cabeza, como despidiéndose, y cogiendo del brazo a su marido se dirigió hacia el comedor.
Puse una mano sobre el hombro de Poirot.
—¡Eso no es lo que ella empezó a decir!
Mi amigo movió negativamente la cabeza, mientras observaba a la pareja que se alejaba.
—Cambió de idea —continué.
—Sí, mon ami, cambió de idea.
—¿Por qué?
—Me gustaría saberlo —murmuró.
—Nos lo dirá en otra ocasión —dije yo confiadamente.
—Me extrañaría. Más bien temo que... no pueda decírnoslo...
Capítulo XVIII
«Una mosca en la sopa»
Comimos en un pequeño restaurante, no lejos del hotel. Yo estaba ansioso por saber qué deducciones había sacado mi amigo de su conversación con los distintos miembros de la familia Arundell.
—¿Y bien, Poirot? —pregunté con impaciencia.
Mi amigo me lanzó una mirada desaprobadora y volvió a dedicar toda su atención a la minuta. Cuando hubo escogido y ordenado el almuerzo, se recostó en la silla, rompió en dos trozos un panecillo y dijo con entonación ligeramente burlona:
—¿Y bien, Hastings?
—¿Qué piensa usted de ellos, ahora que ha hablado con todos?
Poirot replicó con lentitud:
—Ma foi, creo que es una colección muy interesante, ¡Verdaderamente, este caso resulta un estudio muy bonito! Es, como dicen ustedes, la caja de las sorpresas. Fíjese que cada vez que digo: «Recibí una carta que me escribió la señorita Arundell antes de morir», algo sale a relucir. Por la señorita Lawson me entero del dinero robado. La señora Tanios dijo en seguida: «¿Acerca de mi marido?» ¿Por qué acerca de su marido? ¿Qué pudo escribirme la señorita Arundell a mí, Hércules Poirot, acerca del doctor Tanios?
—Esa mujer sabe algo —dije.
—Sí, sabe algo. Pero ¿qué? La señorita Peabody nos dijo que Charles Arundell sería capaz de matar a su abuela por dos chelines. La señorita Lawson dice que la señora Tanios mataría a cualquiera si su marido se lo ordenara. El doctor Tanios asegura que Charles y Theresa están corrompidos hasta la médula e insinúa que su madre estuvo acusada de asesinato. Y añade, sin darle importancia al parecer, que Theresa es capaz de asesinar a sangre fría.