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—Sí, madame; francamente, lo dijo.

—Eso es, ¿ve usted? Eso es lo que quiere. Y yo no tengo pruebas... pruebas reales.

Poirot se retrepó en la silla. Cuando volvió a hablar fue con un completo cambio de modales.

Habló con voz inexpresiva, falta de inflexiones; con tan poca emoción en ella como si estuviera discutiendo cualquier árido negocio.

—¿Sospecha usted que su marido asesinó a la señorita Emily Arundell?

La respuesta llegó rápida; fue un destello espontáneo.

—No lo sospecho... lo sé.

—Entonces, madame, su deber es hablar.

—Ah; pero eso no es tan fácil... no, no es tan fácil.

—¿Cómo la mató?

—No lo sé exactamente... pero él la mató.

—¿No conoce usted el método que empleó?

—No... fue algo que hizo el último domingo que estuvo allí?

—¿El domingo que fue a verla?

—Sí.

—Entonces, perdóneme, ¿cómo está usted tan segura?

—Porque él... —se detuvo y luego dijo lentamente—: ¡Estoy segura!

Pardon, madame. ¿Hay algo que se reserva usted? ¿Algo que no me haya dicho todavía?

—Sí.

—Veamos, pues.

Bella Tanios se levantó de repente.

—No. no. No puedo hacerlo. Los niños... su padre... No puedo... simplemente, no puedo...

—Pero, madame.

—Le digo que no puedo.

Su voz se volvió estridente, hasta casi chillar. Se abrió la puerta y entró la señorita Lawson con la cabeza ligeramente ladeada y la excitación reflejándose en su cara.

—¿Puedo entrar? ¿Ya han acabado de hablar? Bella, querida, ¿no cree que debería tomar una taza de té o algo de sopa... o quizás un poco de coñac?

La señora Tanios se negó con la cabeza.

—Me encuentro completamente bien —dijo sonriendo débilmente—. Debo volver con los niños. Los he dejado deshaciendo las maletas.

—¡Pobres criaturas! —comenzó la señorita Lawson—. ¡Me gustan tanto los niños...!

Bella se volvió de pronto hacia la mujer.

—No sé lo que hubiera hecho a no ser por usted —dijo—. Ha sido... ha sido demasiado buena conmigo.

—Vamos, vamos, querida; no llore. Todo saldrá bien. Puede usted consultar con mi abogado... es muy listo y competente... él le aconsejará la mejor manera de conseguir el divorcio. Divorciarse es muy fácil ahora, ¿no es así? Todos lo dicen. ¡Ay, Dios mío; el timbre de la puerta! ¿Quién será?

Abandonó apresuradamente la habitación. Hubo un rumor de voces en el vestíbulo. La señorita Lawson volvió. Entró de puntillas y cerró la puerta con cuidado. Luego habló, susurrando excitada, pronunciando exageradamente las palabras.

—¡Oh, Bella; es su marido!

La señora Tanios dio un salto hacia una de las puertas del salón. La señorita Lawson asintió violentamente.

—Eso es, querida; entre ahí y luego salga por la otra puerta cuando yo lo haga pasar a esta habitación.

Bella susurro:

—No le diga que he estado aquí. No le diga que me ha visto.

Después se deslizó por la puerta entreabierta. Poirot y yo la seguimos precipitadamente y nos encontramos en un comedor de pequeñas dimensiones.

Mi amigo se dirigió hacia la puerta que daba al vestíbulo, la abrió un poco y escuchó. Luego nos hizo una seña.

—Tenemos el campo libre. La señorita Lawson lo ha hecho pasar al salón.

Cruzamos el vestíbulo y salimos al pasillo. Poirot cerró la puerta de entrada haciendo el menor ruido posible.

La señora Tanios empezó a correr escaleras abajo, tropezando y cogiéndose a la barandilla. Poirot la ayudó, sosteniéndola por un brazo.

Du calme... du calme. Todo va bien.

Llegamos al vestíbulo.

—Vengan conmigo —dijo Bella acongojadamente.

Parecía que fuera a desmayarse.

—¡Claro que iremos con usted! —aseguró mi amigo.

Cruzamos la calle, dimos la vuelta a una esquina y nos encontramos en la Queen's Road. El Wellington era un hotel pequeño y sin pretensiones; del tipo de las casas de huéspedes.

Cuando hubimos entrado, la señora Tanios se dejó caer en un sofá forrado de felpa. Se puso la mano sobre el sobresaltado corazón.

Poirot la golpeó en la espalda, como para darle ánimo.

—Ha sido el apuro que hemos pasado... Sí. Ahora, madame, escuche con atención lo que voy a decirle.

—No puedo decirle nada más, señor Poirot. No estaría ya bien. Usted sabe lo que pienso...

—Le he rogado que me escuche, madame. Suponiendo... esto solamente es una suposición... que yo conozca ya los hechos de este caso. Suponiendo que lo que usted pueda decirme ya lo supiera yo... la cosa sería diferente, ¿no es cierto?

La mujer lo miró dubitativamente. Sus ojos tenían una expresión de sufrimiento en aquella mirada intensa.

—¡Oh, créame, madame; no trato de hacerle decir lo que usted no desea! Pero en ese supuesto que antes le he dicho, la cosa sería diferente, ¿verdad?

—Yo... supongo que sí.

—Bien. Entonces, permítame que le diga que yo, Hércules Poirot, conozco la verdad. No la voy a forzar a que acepte mi palabra por ello. Tome esto.

Poirot le entregó el abultado sobre que le vi cerrar aquella mañana.

—Los hechos están relatados ahí. Después que los haya leído, si está de acuerdo con ellos, telefonéeme. El número de mi teléfono está escrito en una nota.

Casi con repugnancia, la mujer aceptó el sobre.

Mi amigo siguió apresuradamente:

—Ahora otro asunto. Debe usted irse de este hotel.

—¿Por qué?

—Vaya al Coniston Hotel, cerca de Euston, y no lo comunique a nadie.

—Pero, seguramente... aquí... Minnie Lawson no dirá a mi marido dónde estoy.

—¿Cree usted que no?

—¡Oh, no! Ella está completamente de mi parte...

—Sí; pero su marido, madame, es un hombre muy listo. No tendrá ninguna dificultad en volver del revés a esta señora. Es esencial, entiéndalo... que su marido no sepa dónde está usted.

Ella asintió calladamente.

Poirot sacó una hoja de papel.

—Aquí está la dirección. Haga las maletas y márchese con los niños tan pronto como pueda. ¿Me entiende?

La mujer asintió de nuevo.

—Sí; le comprendo.

—Debe usted pensar en los niños; no en usted, madame. Usted quiere a sus hijos.

Había tocado el punto sensible.

Un poco de color subió a las mejillas de Bella. Levantó la cabeza con decisión. Parecía entonces, no asustada ni acobardada, sino arrogante y casi hermosa.

—Entonces, de acuerdo —dijo Poirot.

Le estrechó la mano y juntos se marcharon. Pero no muy lejos. Desde el interior de un bar, situado convenientemente, vigilamos la puerta de entrada del hotel, mientras tomábamos café. Transcurridos unos cinco minutos vimos que por la calle venía el doctor Tanios. No miró siquiera el Wellington. Pasó frente a él, con la cabeza baja, sumido en sus pensamientos y luego entró en la estación del «metro».

Diez minutos más tarde, vimos que la señora Tanios y los niños subían a un taxi, llevando su equipaje. Se alejaron.

—Bien —dijo Poirot, levantándose—. Hemos desempeñado nuestro papel. Ahora el asunto está en manos de los dioses.

Capítulo XXVII

Nos invita el doctor Donaldson

Donaldson llegó puntualmente a las dos de la tarde. Estaba tan sosegado y sereno como de costumbre. La personalidad del joven había empezado a intrigarme. Comencé considerándolo como algo raro y de difícil descripción. Me había preguntado qué era lo que una criatura tan vivaracha e impulsiva como Theresa había visto en él. Pero ahora estaba dándome cuenta de que Donaldson no tenía nada de menospreciable. Detrás de sus modales pedantes había fuerza.

Después de los saludos de rigor, nuestro visitante inició la conversación.