Unos minutos después llegó casi sin aliento a la habitación de su señora.
—Creo que no he olvidado nada —dijo mientras dejaba el ovillo de lana, la bolsa de labor y un libro—. Espero que este libro le guste. La muchacha de la librería no tenía ninguno de los títulos que puso usted en la lista; pero me dijo que éste le gustará.
—Esa chica es una tonta —comentó la señorita Arundell—. Sus gustos literarios son de los peores con que jamás tropecé.
—Qué lástima. No sabe cuánto lo siento. Quizá debí...
—No diga tonterías. La culpa no es suya —dijo Emily.
Luego añadió con amabilidad:
—Supongo que se habrá divertido esta tarde.
La cara de Minnie Lawson se iluminó. Parecía mucho más joven.
—¡Oh, sí! Ha sido usted tan amable al darme permiso... he pasado un rato muy entretenido. Hemos hecho funcionar el grafómetro y ha escrito cosas muy interesantes. Hubo varios mensajes... Desde luego, no es lo mismo que las sesiones de velador... Julia Tripp ha tenido grandes éxitos con la escritura automática. Varios mensajes de los que se fueron. Esto... produce un sentimiento de gratitud... Que estas cosas las consienta...
Su señora la interrumpió con una ligera sonrisa.
—Será mejor que no la oiga el vicario.
—Pero en realidad, señorita Arundell, yo estoy convencida de que en eso no puede haber equivocación. Me gustaría que el señor Lonsdale investigara el asunto. Me parece que es muy estrecho de conciencia quien condena una cosa antes de haberla visto. Tanto Julia como Isabel Tripp son dos mujeres muy espirituales.
—Casi demasiado espirituales para estar vivas —comentó Emily irónicamente.
No se preocupaba gran cosa de las hermanas Tripp. Siempre opinó que usaban unas ropas ridículas. El régimen vegetariano y los frutos crudos que comían le parecían absurdos, así como sus maneras afectadas. Eran mujeres sin tradición, sin raíces... en una palabra, sin educación. Pero le proporcionaban cierta diversión con su buena fe y en el fondo les tenía algo de aprecio, aunque no tanto como para envidiar la satisfacción que su amistad proporcionaba, por lo visto, a la pobre Minnie.
¡Pobre Minnie! Emily Arundell miró a su compañera con afecto mezclado de desprecio. Había tenido tantas de aquellas mujeres tontas a su servicio... y todas ellas más o menos semejantes; amables, minuciosas, serviles y, por lo general, sin pizca de sentido común.
Aquella noche Minnie parecía estar completamente fuera de sí. Tenía los ojos brillantes. Deambulaba por la habitación tocando varios objetos aquí y allá, sin tener la menor idea de lo que estaba haciendo. Pero su mirada relucía.
—Yo... hubiera deseado que usted estuviera allí... Ya sé que todavía no es una creyente. Esta tarde hubo un mensaje... para E. A. Las iniciales de definieron con claridad Era de un hombre que murió hace muchos años... un militar de buena presencia. Isabel lo vio... Debía ser el general Arundell. Qué mensaje tan magnífico... tan lleno de amor y consuelo... con cuánta paciencia lo transmitió... ¡Cuánto afecto puso en ello!
—Esos sentimientos no me recuerdan los de papá —dijo la señorita Arundell.
—Pero en el otro lado... nuestros difuntos cambian de esa forma. Allí todo es amor y comprensión. Y luego el grafómetro escribió algo referente a una llave. Creo que se refería a la llave del bargueño indio. ¿Pudo ser eso?
—¿La llave del bargueño indio?
La voz de Emily Arundell tenía un tono agudo y lleno de interés.
—Creo que dijo eso. Supongo que quizá guarde algunos papeles de importancia o cualquier cosa por el estilo. En cierta ocasión hubo un mensaje en el que se ordenaba registraran determinado mueble y poco después se encontró un testamento que había sido escondido allí.
—No había ningún testamento en el bargueño indio —aseguró Emily.
Luego agregó con aspereza:
—Váyase usted a la cama, Minnie. Está usted cansada y yo también lo estoy. Rogaremos a las Tripp que vengan cualquier día y organicen una velada.
—¡Oh, eso estará muy bien! Buenas noches. ¿No desea nada más? Espero que no estará usted fatigada. Con tantos invitados... Le diré a Ellen que ventile bien el salón mañana y que sacuda los cortinajes. El humo deja tan mal olor... ¡Ha sido usted muy condescendiente dejando que todos fumaran en el salón!
—Debo hacer algunas concesiones a los gustos modernos —replicó Emily—. Buenas noches, Minnie.
Cuando la mujer salió de la habitación, la señorita Arundell se quedó pensando, si realmente aquellos asuntos del espiritismo serían convenientes para Minnie. Porque tenía los ojos como si se le fueran a salir de las órbitas y su aspecto daba a entender inquietud y la excitación que la dominaban.
Era extraño aquello del bargueño indio, pensó Emily cuando se metía en la cama. Sonrió con el ceño fruncido al recordar la escena, ocurrida hacía muchos años. La llave, que apareció después de morir papá, y la cascada de botellas de coñac vacías que salió del bargueño indio cuando lo abrió. Eran cosas pequeñas como éstas; hechos que seguramente ni Minnie Lawson ni las hermanas Tripp podían conocer, los que hacían pensar si, después de todo, no habría algo de cierto en aquellos cuentos espiritistas...
Se encontró dando vueltas en la cama, sin poder dormir. Cada día encontraba más dificultad en conciliar el sueño. Pero rechazó la tentadora sugestión del doctor Grainger respecto al empleo de alguna droga. Los soporíferos eran para los debiluchos; para la gente que no puede soportar un dolor de dedo, un ligero dolor de muelas o el tedio de una noche sin dormir.
A menudo se levantaba y daba silenciosos paseos por la casa, cogiendo un libro de aquí; palpando un adorno allá; arreglando un jarro de flores o escribiendo cartas. En estas horas de la medianoche se daba cuenta de que la casa tenía vida propia. No eran desagradables estos paseos nocturnos. Parecía como si los fantasmas caminaran a su lado. Los espectros de sus hermanas Arabella, Matilda y Agnes; el fantasma de su hermano Thomas; su mejor compañero, ¡hasta que Aquella Mujer se lo llevó! El fantasma del general Arundell; aquel tirano doméstico de encantadores modales, cuyos gritos amedrentaban a sus hijas, aunque fue un motivo de orgullo para ellas, a causa de la notoriedad conseguida en el motín de la India y su conocimiento del mundo. ¿Qué importaba si algunos días «no se encontraba bien», como decían sus hijas evasivamente a quien preguntara por él?
Dirigió el pensamiento al novio de su sobrina.
«Supongo que nunca habrá tomado una bebida fuerte —pensó—. Se cree todo un hombre y esta noche bebió agua de cebada. ¡Agua de cebada! ¡Y para eso descorché una botella de oporto que tanto gustaba a papá!»
Charles, sin embargo, había hecho cumplida justicia al vino. Si pudiera confiar en Charles... si uno no supiera que con él...
Sus pensamientos tomaron otros derroteros... Su mente pasó revista a los sucesos de aquel fin de semana.
Algo le parecía vagamente molesto.
Trató de alejar de sí las preocupaciones. No eran convenientes.
Se incorporó sobre un codo y a la luz de la lamparilla que siempre ardía en la mesilla de noche, miró la hora.
La una de la madrugada y nunca se había sentido más despierta que entonces.
Saltó decidida de la cama y se puso las zapatillas y el batín.
Bajaría al salón y comprobaría los libros de cuentas de la semana, para tenerlos listos a la mañana siguiente, en que tendría que pagar a los proveedores.
Salió de su habitación como una sombra y se deslizó por el pasillo, donde una pequeña bombilla eléctrica estaba encendida durante toda la noche.
Llegó a la escalera y tendió una mano para asirse a la barandilla; pero de pronto, inexplicablemente, dio un traspiés, trató de recobrar el equilibrio y cayó de cabeza por la escalera.