Samuel R. Delany
El tiempo considerado como una helice de piedras semipreciosas
Día: ordenada y abscisa del siglo. Ahora márcame un cuadrante. Tercer cuadrante si me haces el favor. Nací en el cincuenta. Estamos en el setenta y cinco.
A los dieciséis me dejaron salir del orfanato. Llevando a la rastra el nombre que me habían colgado (Harold Clancy Everet, y yo un crío apenas… cuántos apodos he tenido desde entonces; pero no te preocupes, me reconocerás por mi humareda), sobre las colinas de East Vermont, tomé una decisión:
Yo y Pa Michaels, quien a regañadientes me había dado trabajo a pedido del Documento con facha de Oficial con que te largan del orfelinato, manejábamos el tambo de Pa Michaels, trece mil trescientas sesenta y dos Guernseys pías, dormidas todas en sus ataúdes inoxidables, alimentadas y drogadas por liquido rosado que fluía por venas de plástico transparente (la cosa es pegajosa y te embadurna las manos) ejercitadas por impulsores eléctricos que les hacen temblequear los músculos, ellas ni siquiera despiertas a medias, y la leche cayendo directamente en cisternas inoxidables, Como quiera que sea. La Decisión (una tarde cuando estaba allí en los campos como el Hombre de la Azada, exhausto al cabo de tres horas de trabajo físico, contemplando la maquinaria del universo a través de la niebla de la fatiga.): con toda. la Tierra, y Marte, y los Satélites de Más Allá repletos de gente y qué sé yo, tenia que haber algo más que esto. Decidí apropiarme de algo de todo eso.
Así que le robé a Pa un par de tarjetas de crédito, uno de sus helicópteros y una botella de combustible blanco que el viejo pillastre destilaba para su garguero, y alcé vuelo. ¿Probaste alguna. vez aterrizar en curda., con un helicóptero robado, en el techo del edificio de Pan Am? Cafúa. Ganzúas y unos cuantos golpes bravos por medio había alcanzado la sabiduría. Pero no olvides esto, oh mi gran amor: cuento en mi haber con tres horas de trabajo honrado en un tambo hace menos de diez años. Y nadie me ha vuelto a llamar Harold Clancy Everet.
Hank Culafroy Eckles (pelirrojo, más bien indefinido, un metro ochenta y cinco) salió muy ufano del deposito de equipajes del espacio-puerto, llevando en su maletín un montón de cosas que no eran suyas.
A su lado el Hombre de Negocios decía:
—Ustedes, los jóvenes de hoy en día, me inquietan. Vuélvete a Be1lona, digo yo. El solo hecho de haberte metido en líos con esa rubiecita que me contaste no es motivo para andar a los saltos de mundo a mundo, cariacontecido. ¡Hasta largar el trabajo!
Hank se detiene y sonríe débilmente:
—Bueno…
—Reconozco que ustedes los jóvenes tienen sus necesidades reales, que quizá nosotros los más viejos no comprendamos, pero tienes que mostrar cierta responsabilidad para con… —Advierte que Hank se ha detenido frente a una puerta que dice HOMBRES. —Oh. Bueno, Ehh.
—Sonríe abiertamente.—Fue un placer conocerte, Hank. Siempre es agradable encontrarse con alguien con quien vale la pena hablar en estas malditas travesías.
Hasta la vista.
Por la misma puerta, diez minutos después, sale Harmony C. Eventide, un metro ochenta justo (uno de los tacones falsos estaba rajado, así que metí los dos debajo de un montón de toallas de papel), pelo castaño (ni mi peluquero está seguro), oh tan acicalado y tan en onda, ataviado con ese mal gusto que es oh tan de buen gusto, un tipo de hombre con el cual ningún Hombre de Negocios entraría en conversación. Tomé el helicóptero regular desde el puerto hasta el edificio Pan Am (Aja… De veras. Borracho) salí de la Gran Terminal Central y caminé por la Cuarenta y Dos hacia la Octava Avenida, con un montón de cosas que no eran mías en un maletín.
La noche está tallada en luz.
Crucé el pavimento de plastiplex de la Gran Avenida Blanca —se me ocurre que le da a la gente un aire fantasmal, toda esa luz blanca bajo las barbillas— y esquivé los gentíos que subían en ascensores del subterráneo, el sub-subterráneo, y del sub-sub-sub (dieciocho y primera semana fuera de la cárcel rondé por ahí, bírlándole cosas a la gente… pero con delicadeza, con delicadeza, así que nunca se percataban de que habían sido birlados), me abrí paso muy orondo entre una multitud de colegialas que se reían sin ton ni son y mascaban chicle y con luces centelleantes en el pelo, todas muy vergonzosas de sus blusas de plástico transparente que acaban de ser legalizadas otra vez —tengo entendido que los senos han entrado y salido de escena (por oposición a obscena) muchas veces desde el siglo XVII— así que miré apreciativamente; ellas se rieron un poco más. Cristo, pensé, cuando yo tenía su edad estaba en ese tambo maldito, y no lo pensé más.
La cinta del noticiero luminoso que circundaba la estructura triangular de Comunicaciones S.A., explicaba en inglés básico cómo se preparaba la senadora Regina Abolafia para iniciar su investigación sobre el Crimen Organizado en la Ciudad. Algunos días me hace tan feliz el ser desorganizado que no sé ni cómo decirlo.
Cerca de la Novena Avenida llevé mi maletín a un bar largo y muy concurrido, No había estado en Nueva York desde hacía dos años pero en mi último viaje solía andar por aquí un hombre que tenía verdadero talento para deshacerse de cosas que no eran mías con provecho, seguridad y rapidez. Ninguna idea de qué posibilidades tenía de encontrarlo. Me abrí paso a empujones entre un montón de tipos que bebían cerveza. Aquí y allá había unos cuantos vejestorios bien acompañadas, vestidas al último grito del mes pasado. Cintas de humo se diluían en el ruido. No me gustan esos lugares. Los más jóvenes que yo eran todos farloperos o débiles mentales. Los más viejos sólo deseaban que llegaran más de los jóvenes. A empellones me acerqué al bar y traté de llamar la atención de uno de los hombrecitos de chaqueta blanca.
La ausencia de ruido a mis espaldas me hizo volver la cabeza…
Vestía una funda transparente ceñida en el cuello y las muñecas por grandes prendedores de bronce (oh tan exquisitamente al borde del buen gusto); tenía e1 brazo izquierdo desnudo, el derecho cubierto por una gasa que era como vino. Se desenvolvía mucho mejor que yo. Sin embargo, una demostración tan ostentosa de que uno reconocía a primera vista las cosas buenas estaba absolutamente fuera de lugar en este bar. La gente hacía gran alarde de no reparar en ella.
Ella señaló su muñeca, la uña rojo-sangre apuntando a un fragmento amarillo-naranja en la garra de bronce de su brazalete.
—¿Sabe usted lo que es esto, señor Eldrich? —preguntó, al mismo tiempo el velo que le cubría el rostro se aclaró, y sus ojos eran de hielo, sus cejas, negrísimas.
Tres pensamientos: (Uno) Era una dama elegante, porque al volver de Bellona había el artículo del Delta.sobre “telas evanescentes'' cuyos matices y opacidad eran controlados por medio de joyas ingeniosamente disimuladas en las muñecas. (Dos) Durante mi último viaje aquí, cuando era más joven y Harry Calamine Eldrich, no hice nada demasiado ilegal (aunque uno le pierde el rastro a estas cosas); de todos modos no creía que bajo ese nombre pudieran arrastrarme a un calabozo por más de treinta días. (Tres) La piedra que ella señalaba…
—…¿Jaspe? —pregunté.
Ella esperó que yo dijese algo más; yo espere que ella me diese motivos para soltar que yo sabía lo que ella estaba esperando (cuando yo estaba en la cárcel mi autor favorito era Henry James. De veras).
—Jaspe —confirmó.
—Jaspe…
Volví a instaurar la ambigüedad que tanto se esforzara ella por disipar.
—…Jaspe…
Pero ya empezaba a titubear, sospechando que yo sospechaba que su certeza era infundada.
—Bien, jaspe.