—Veo que has captado la idea de la información holográlfica. Muy bien. Bien. Es la única forma de ganarle la mano a Maud. Asegúrate de que toda la información que tienes te dé un panorama total de la situación. Es la única forma de ganarme la mano también a mí.—Sonrió, empezó a dar media vuelta pero se le ocurrió otra idea.—Si puedes resistirme el tiempo suficiente, y seguir creciendo, mantén tu sistema de seguridad al pelo, podría llegar el momento en que a ambos nos convenga trabajar otra vez juntos. Si puedes aguantar, volveremos a ser amigos. Algún dia. Mantente alerta. Espera.
—Gracias por decirmelo.
El Halcón miró su reloj.
—Bueno. Adiós.—Pensé que por fin iba a marcharse. Pero volvió a mirarme.— ¿Tienes la nueva Palabra?
—Es cierto —dije—. Salía esta noche. ¿Cual es?
El Halcón esperó a que la gente que bajaba se alejara. Miró presuroso alrededor, luego se inclinó hacia mí y haciendo bocina con las manos, dijo roncamente:
—Pirita —y me hizo una gran guiñada—. Me la acaba de pasar una fulana que la consiguió directamente de Colette (una de los tres Cantores de Tritón).—Entonces se dio la vuelta, bajó, meneándose, los escalones, y se abrió paso a fuerza de hombro entre el gentío que pasaba por la rambla.
Yo me quedé allí, sentado, rumiando la mufa del año, haste que tuve que levantarme y caminar. Todo cuanto el caminar hace por mis estados depresivos es redoblar el ritmo de mi paranoia. Cuando regresaba habia elaborado ya la trama de todo un sistema alucinatorio: El Halcón habia empezado a tejer a mi alrededor una verdadera red de seguridad que concluía cuando todos quedábamos atrapados en un callejón sin salida, y yo, tratando de conseguir ayuda, gritaba “¡ Pirita!”, que resultaba no ser para nada la Palabra, sino que servía para identificarme al hombre de los guantes negros con el revolver/la granada/el gas.
Habia una cafetería en la esquina. A la luz de la ventana, apiñados en el cordón de la acera sobre las ruinas, había un grupo de roñosos (a la Tritón: cadenas alrededor de las muñecas, abejorros tatuados en las mejillas, botas de tacones altos los que podían pagárselas). A horcajadas sobre los faros delanteros hechos añicos estaba la pequeña morfinómana que horas antes echara de El Glaciar.
En un impulso me acerqué a ella.
—¡Eh, tú!
Me miró por debajo del pelo que parecía heno pisoteado, los ojos pura pupila.
—¿Tienes ya la nueva Palabra?
Se frotó la nariz, ya enrojecida de tanto rascarla.
—Pirita —dijo—. Llegó hace alrededor de una hora.
—¿Quien te la pasó?
Consideró mi pregunta.
—La conseguí de un tipo que dice que la consiguió de un fulano que llegó esta noche de Nueva York a quien se la pasó un Cantor llamado Halcón.
Los tres roñas que estaban más cerca se esforzaban por no mirarme. Los que estaban más lejos se permitieron una ojeada.
—Oh —dije—. Oh. Gracias.
La navaja de Occam junto con cualquier información verídica sobre la forma en que actúan los equipos de seguridad, lima en gran parte las asperezas de esa paranoia. PIRITA. En un determinado nivel de mi línea de trabajo, la paranoia no es más que una enfermedad profesional. Al menos tenia la certeza de que Arty (y Maud) la padecían probablemente tanto como yo.
Las luces estaban apagadas en la marquesina de El Glaciar. Entonces recordé y corrí escaleras arriba.
Pero la puerta estaba cerrada con llave. Golpee un par de veces con los puños sobre el cristal, pero ya todos se habian ido a casa. Y lo peor era que lo podia ver alli. sobre el mostrador del vestuario, bajo la lamparilla anaranjada. Probablemente el Mayordomo lo había puesto allí, pensando que tal vez yo regresaría antes de que todos se marchasen. Mañana a mediodia Ho Chi Eng tenia que ir a buscar su reserve para la Suite Marigold de la Nave Inteplanetaria El Cisne platinado que partia a las trece y treinta con destino a Bellona. Y allí, detrás de las puertas de cristal de El Glaciar, esperaban la peluca correspondiente, junto con los párpados epicánticos que dividirían por la mitad los endrinos ojos de azabache del señor Eng.
Hasta pensé en entrar como un ladrón. Pero la solución más práctica era hacer que los del hotel me despertasen a las nueve y entrar con el hombre de la limpieza. Di media vuelta y empecé a bajar los escalones; y la idea que se me ocurrió me entristeció terriblemente, asi que parpadeé y sonreí sólo por reflejo: quizá fuese mejor dejarlo allí hasta la mañana, porque de todos modos no habia en él nada que no era mío.