Выбрать главу

Alcanzó por fin el fondo de la escalera y corrió entre los coches aparcados en busca de su amiga. Harriet le esperaba en el asiento del volante, con la puerta abierta. Blaine se deslizó en el asiento correspondiente.

Se sintió atacado por un terrible cansancio, como si le dolieran todos los huesos de su cuerpo y hubiera tenido que correr una enorme distancia. Se dio cuenta que le temblaban las manos.

Harriet se volvió para mirarle.

—No has tardado mucho — dijo la chica.

—No, procuré darme prisa.

Harriet puso en marcha el vehículo y empezó a flotar sobre el camino, con sus reactores zumbando, en medio de ambas laderas del cañón rocoso, cuya corriente de aire hacía que el coche se inclinase a un lado y a otro.

—Espero — dijo Blaine — que sepas a dónde nos dirigimos.

—No te preocupes. Lo sé.

Blaine se sentía demasiado cansado para discutir. Parecía estar bajo los efectos de una enorme paliza. Y tenía razón de sentirse así, seguramente, ya que se había movido diez veces, quizá cien veces, más rápido de lo que normalmente lo habría hecho, de lo que un cuerpo humano puede normalmente alcanzar a moverse. Había estado usando la energía de su organismo a una escala desesperada, su corazón había latido mucho más rápidamente, sus pulmones habían trabajado al máximo e igualmente todos sus músculos habían funcionado a una velocidad increíble, espantosa.

Yacía quieto en el asiento, con la mente absorta ante lo que había ocurrido e imaginando también cuál sería la causa de lo ocurrido. La cosa Color de Rosa se había desvanecido de su cerebro y entonces procuró buscarla y hallarla, agazapado en su escondrijo.

—Gracias — le dijo mentalmente.

Aunque parecía una cosa chistosa y divertida que tuviese que agradecer a aquella cosa, que ya forma parte de su mismo ser, que se refugiaba en su cráneo, que se escondía en un escondite de su cerebro, no pudo por menos de realizarlo. Y con todo no era realmente algo que formase parte de él mismo, sino más bien algo fugitivo que le acompañaba mezclándose con su propia mente.

El coche volaba sobre el cañón y el aire entraba por las ventanillas frío y puro, como si acabase de ser lavado en la corriente de alguna montaña. El olor a pinos saturaba la atmósfera como un fino y delicado perfume.

«Quizás — se dijo a sí mismo — la cosa que llevaba dentro de sí habría actuado en la forma en que lo había hecho, sin el pensamiento concreto de prestarle ayuda. Más bien pudo ser un reflejo automático, para preservarse a sí misma, con aquella acción».

Pero no importaba lo que hubiera ocurrido, el hecho es que se había salvado a sí misma y le había salvado a él, ya que los dos formaban una sola persona por el momento. No podrían, por tanto, actuar independientemente el uno del otro. Se hallaban ligados íntimamente por el juego de manos de la misteriosa cosa Color de Rosa, extendida por el suelo en aquel lejano planeta, por el doble de la cosa que había venido a vivir con él, ya que la cosa encerrada dentro de su mente era como un sombra de la otra que vivía a cinco mil años-luz de distancia.

—¿Encontraste dificultades? — preguntó Harriet.

—Me encontré con Freddy.

—Freddy Bates, quieres decir…

—Sólo hay un Freddy.

—Ya, el pequeño monicaco.

—Pues sí, tu pequeño monicaco llevaba una pistola en el bolsillo y la sangre en los ojos.

—No querrás decir…

—Harriet — dijo Blaine —, esto es algo que se pondrá muy feo. ¿Por qué no me dejas a mí solo continuar?

—No, por nada del mundo — repuso la chica —. Nunca me he divertido tanto en mi vida.

—No vas a ninguna parte. No tendrás mucho camino que recorrer.

—Shep — le repuso Harriet —, puede que no pienses que ello me corresponde, pero yo pertenezco a una clase de intelectuales. He leído muchísimo y me gusta la historia sobre cualquier otra disciplina. La historia de las batallas sangrientas. Especialmente si hay muchos mapas de campaña que seguir.

—¿Ah, sí?

—Por tanto, he descubierto una cosa. Que siempre es una excelente idea el disponer de una línea de retirada, llegado el caso.

—Pero no continuando por este camino.

—Sí, siguiendo este camino — repuso ella.

Blaine volvió la cabeza para observar el perfil de la chica, y apreció algo que antes no había descubierto en ella. No era la periodista que se va de las manos, ni la charlatana columnista de un periódico, ni la mojigata escritora de cualquier revista de color de rosa, sino una de las pocas escritoras de talento, capaz de obtener cualquier información del propio Anzuelo, para uno de los mayores periódicos de toda Norteamérica. Y con todo, era tan chic como una modelo de última moda. Chic, sin ser cursi, en absoluto, y con un cierto aire de quieta seguridad en sí misma, que en otra mujer hubiera supuesto arrogancia. No habría nada, Blaine estuvo seguro, que pudiera ser conocido del Anzuelo, que ella no lo supiera igualmente. Ella solía escribir con un punto de vista de extraña objetividad, casi podría decirse que separada y al margen de todo; pero aun en tan rara atmósfera periodística, ella sabía inyectar a sus escritos una suave pincelada de ternura y de calor humanos.

Y frente a todo aquello, ¿qué sería lo que Harriet estaba haciendo allí?

Ella era una amiga, desde luego. Blaine la conocía desde hacía años, casi desde el primer momento en que llegó al Anzuelo y fueron a cenar juntos a aquel lugar en que una pobre mujer ciega todavía vendía rosas. Blaine le había comprado una rosa y, hallándose lejos de casa y a solas con él, había gritado un poco. «Pero — se dijo para sí — Harriet no habría vuelto, seguramente, a gritar desde entonces».

Extraño, sin duda; pero todo resultaba extraño. El Anzuelo, por sí mismo, resultaba una moderna pesadilla, que los otros mundos lejanos, en el período de un siglo, no habían acabado de aceptar completamente.

Blaine imaginó qué habría ocurrido, en todo aquel siglo ya pasado, en que los hombres de ciencia habían renunciado, cuando habían admitido que el Hombre no estaba hecho para el espacio. Y todos aquellos años muertos, todos aquellos sueños fracasados, hasta llegar a la aceptación de un amargo fin sobre el reducido espacio de un planeta. Por entonces, todos los dioses habían caído por tierra y el Hombre, en su mente secreta, había conocido que, después de tantos años de anhelos, sólo había conseguido unos cuantos artilugios y dispositivos. La esperanza cayó en tiempos difíciles y duros y los sueños habían disminuido, mientras que la realidad apretaba su garra; pero la llamada del espacio había rehusado morir del todo.

Porque existía un grupo de hombres tenaces que acabó tomando otro camino, un camino que el hombre había perdido o abandonado, según se quisiera entender, hacía muchos años, y que desde tal época había mirado con desprecio o condenado, con el nombre de lo mágico.

Lo mágico era una cosa para niños, se encontraba en los cuentos de las viejas y era algo más bien propio de la literatura infantil, y que en el mundo agrio y duro del camino que el hombre había seguido resultaba intolerable. Creer en lo mágico suponía encontrarse descartado y despreciado por los demás.

Pero aquel grupo de hombres tenaces y testarudos había creído en la magia, o al menos, en los principios de esa cosa que el mundo llamaba la magia, ya que había que tener en cuenta el significado de lo que se había ido construyendo sobre la palabra. Más bien era un principio tan verdadero, como los principios sobre los cuales descansan las ciencias físicas, pero, en tal caso, más que una ciencia física, era una ciencia mental, y ello concernía al uso y a la extensión de la mente, en vez de lo que pudiera tener relación con el uso y la extensión de las manos. Y como consecuencia de aquella testarudez, de aquella creencia y de aquella fé, había surgido el Anzuelo, y había adoptado el nombre de Anzuelo, porque era una búsqueda de lo exterior, una pesca en el espacio, un ir de la mente, donde el cuerpo no podía ir.