Delante del coche apareció una curva suave hacia la derecha y después otra hacia la izquierda, hasta llegar a un lugar en que la carretera terminaba, finalmente. Harriet dirigió el coche fuera del camino y apuntó hacia el lecho rocoso de una corriente que corría a lo largo de una de las paredes del cañón. Los reactores del coche tronaban y mugían y los motores trabajaban a pleno rendimiento. Muchas ramas de árboles saltaban al paso, rotas por el empuje, haciendo que el coche se volcara de costado y se balanceara hasta recobrar en seguida su posición correcta.
—No se está aquí demasiado mal — dijo Harriet —. Hay uno o dos lugares para ir más tarde.
—¿Es ésta la línea de retirada a que te referías antes?
—Exactamente, Shep.
Pero ¿para qué necesitaría Harriet Quimby una línea de retirada. Estuvo Blaine casi a punto de preguntárselo; pero decidió no hacerlo al fin.
La chica continuó conduciendo con precaución viajando en el lecho seco del arroyo y colgada próxima a la pared rocosa del cañón que bajaba cada vez más hasta perderse en la oscuridad. Muchos pájaros saltaban asustados de los árboles próximos y de los matorrales y el ramaje rozaba contra el coche gimiendo ante la tortura que la máquina les infligía.
Las luces delanteras mostraron una aguda plegadura del terreno, con una roca del tamaño de un granero, encerrada en la pared rocosa. El coche disminuyó de velocidad y se metió de morro entre la roca y la pared, se cernió unos segundos de la parte trasera, hasta tomar tierra suavemente en el espacio deseado.
Harriet cerró los reactores del coche y el silencio más absoluto cayó sobre ellos, en aquel lugar y en aquella hora de la madrugada.
—¿Tenemos que caminar desde aquí? — preguntó Blaine.
—No, solamente esperaremos un poco. Vendrán a cazarnos por todos los medios y, si oyen los reactores, conocerán el camino que hemos emprendido.
—¿Vas a llegar hasta el final?
—Hasta el final.
—¿Has hecho ya este camino antes?
—Muchas veces — repuso la chica —. Porque sabía que si llegaba el momento de utilizarlo, habría de hacerlo rápidamente. No hay tiempo para suposiciones ni dudas. Tenía que conocer bien el sendero a seguir.
—Pero ¿por qué, en nombre de Dios?
—Mira, Shep. Estás metido en un grave aprieto. Te he sacado de él. ¿Deberemos continuar juntos?
—Si ése es el camino que prefieres, seguro que sí. Pero creo que estás jugándote el cuello y creo que no hay necesidad de lo que hagas por mí.
—Ya me lo he jugado en otras ocasiones antes. Una buena periodista tiene que estar dispuesta a jugárselo, cuando llega la ocasión propicia.
«Aquello era cierto — se dijo Blaine a sí mismo —, pero no hasta tal extremo». Existía un gran número de periodistas en el Anzuelo y él había incluso bebido con ellos más de una vez. Había entre ellos algunos a los cuales podía considerar como amigos; pero, con todo, ninguno entre ellos, ninguno excepto Harriet, haría lo que ella estaba haciendo.
El periodismo por sí mismo no era la respuesta. Ni la amistad tampoco debería serlo. Debía ser algo más que una cosa y la otra, quizá algo mucho más importante que ambas cosas juntas.
La respuesta podía ser que Harriet no era solamente una periodista. Ella tenía que ser algo más y debería existir otro interés mucho más fuerte, que la empujase a realizar aquello.
—En alguna de las otras ocasiones, te jugaste el cuello también, ¿lo hiciste por Stone?
—No — repuso la chica —. Sólo he oído hablar de él.
Se quedaron sentados en el coche, escuchando, y allá abajo, en la lejanía, se apreciaba un sordo ruido de reactores. El ruido aumentó súbitamente camino arriba y Blaine trató de contarlos. Le pareció que eran tres, aunque no pudo estar seguro. Los coches se aproximaron en su ronda de vigilancia y se detuvieron. Unos hombres salieron y anduvieron buscando entre los matorrales. Se llamaron los, unos a los otros. Harriet puso su mano sobre el brazo de Blaine y comenzaron a hablar telepáticamente.
—Shep, ¿qué hiciste con Freddy? (Una imagen con una, cabeza de un hombre muerto en una horrible mueca.)
—Lo dejé tumbado de un puñetazo, eso fue todo.
—¿Y tenía una pistola?
—Sí, se la quité.
(Freddy encerrado en un ataúd can una apretada sonrisa en su pálida faz y un horrible ramo de lilas entre sus manos entrelazadas.)
—No. Nada de eso. (Freddy con un ojo a la vinagreta, la nariz chorreando sangre y varios esparadrapos atravesándole la faz amoratada.)
Y la pareja continuó sentada, escuchando.
Los gritos de aquellos hombres se fueron apagando y los coches emprendieron nuevamente el camino de regreso.
—¿Ahora?
—Esperaremos — dijo Harriet telepáticamente —. Vinieron tres y sólo han vuelto dos coches. Todavía hay uno esperando (una hilera de orejas enormes en batería dispuestas a captar cualquier sonido). Están seguros de que hemos seguido este camino, aunque no saben dónde nos encontramos. Se figurarán que nosotros hemos confiado en que han vuelto, para traicionarnos a nosotros mismos.
Y siguieron esperando. En alguna parte, entre el ramaje y los arbustos, se movió algo y un pájaro asustado por el explorador nocturno protestó adormecido.
—Hay un lugar — dijo Harriet —. Un lugar en que te hallarás a salvo. Si es que quieres ir allí.
—Cualquier sitio. No tengo opción a elegir.
—¿Sabes cómo se vive en el exterior?
—He oído hablar de ello.
—Tienen puestos letreros en los pueblos y en algunas ciudades (una pizarra con las palabras: ¡PARAKINO: NO DEJES QUE EL SOL TE ALUMBRE AQUÍ! Son gentes cargadas de prejuicios y de intolerancia, y además hay predicadores de los antiguos tiempos, barbudos, tronando en los púlpitos, hombres vestidos con camisones de dormir, con máscaras sobre sus rostros y con una cuerda y un látigo en la mano, gentes asustadas amparándose bajo el símbolo de un zarzal. Harriet dijo en un susurro vocaclass="underline"
—Es una sucia y apestosa vergüenza.
Abajo, en el camino, el último coche arrancó. La pareja escuchó cómo se alejaban.
—Se marcharon, por fin — dijo Harriet —, aunque han podido dejar un hombre apostado todavía; ahora tendremos nuestra oportunidad, no obstante.
Puso el motor en marcha y arrancó los reactores. Con las luces apagadas, el coche se dirigió hacia el lecho rocoso del torrente, moviéndose entre una enorme masa de matorrales. Subieron a la parte izquierda esta vez y de pronto apuntó el morro hacia arriba para pasar entre un fallo de la cresta del cañón y saltar al otro lado. Harriet conducía hábilmente. Saltaron, en lo que pareció una eternidad, recibiendo el aire frío en plena cara. Finalmente el coche flotó libre en el espacio, recibiendo un torrente de luz de la luna, que se escondía por el oeste. Harriet condujo un trecho y después hizo descender el vehículo descansando en medio de una planicie, sin estorbo alguno, en ningún sentido. La chica detuvo los motores y se retrepó en el asiento.
Blaine sacó un paquete de cigarrillos, del que sólo había uno disponible, hallándose por cierto terriblemente arrugado. Lo alisó cuidadosamente y lo encendió. Entonces salieron, paseando lentamente alrededor del vehículo, y puso el cigarrillo entre los labios de Harriet. La chica tomó una profunda chupada, con verdadero placer.
—La frontera se encuentra justamente frente a nosotros — dijo ella —. Tomarás ahora el volante. Es cuestión de Otras cincuenta millas a través del territorio; pero es un camino fácil. Hay una pequeña ciudad, en donde nos detendremos para desayunar.