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En el pasado hubo muchos que dijeron que el género humano se había encontrado con el camino de su vida bifurcado en dos vías: una marcada con el letrero de la «Magia» y otra con el de la «Ciencia», y el hombre había escogido el de la Ciencia para seguir adelante, dejando y olvidando a un lado la otra vía de la Magia. Y muchos también expresaron su opinión de que el hombre había cometido un gravísimo error al hacer la elección del camino.

«¡Qué lejos habríamos llegado — dijeron — si hubiéramos elegido el camino de la Magia primero! «Pero en realidad no tenían razón — se decía Blaine mientras continuaba hablando consigo mismo —, ya que nunca hubo dos caminos, siempre había existido uno». El Hombre tenía primero que dominar la Ciencia para poder después hacerse dueño de lo mágico, aunque era bien cierto que en el primer estado del dominio de la ciencia, se considerase a lo mágico como risible y despreciable. Y quizá la magia hubiera quedado para siempre sepultada en el limbo del olvido y el desprecio, de no ser por los tenaces y testarudos hombres que rehusaron siempre la aceptación del fracaso de poder ir a las estrellas. Eran unos hombres que desafiaron el desprecio, la burla, todo cuanto podía oponerse a la realización del viejo sueño de viajar por el espacio cósmico y alcanzar las estrellas. Blaine siguió imaginando qué habrían sido aquellos primeros tiempos en que el Anzuelo sólo representaba una débil esperanza, un chispazo de la mente, si bien un artículo de fé. Aquel pequeño grupo de hombres tenaces habían llegado, con su esperanza y su fé inquebrantable, hasta conseguir el éxito apetecido, aunque cuando solicitaban ayuda recibían a cambio, al principio, la burla y la desdeñosa intolerancia de los demás.

La prensa había hecho del asunto un campo de batalla, cuando aparecieron en Washington solicitando ayuda financiera. Como era de suponer, el gobierno no quiso saber absolutamente nada de aquel fantástico proyecto. Si la Ciencia, con todo su poderío y su gloria, había fracasado para alcanzar las estrellas, ¿qué esperanza podía existir para conseguirlo de otro modo cualquiera? En consecuencia, aquel puñado de hombres valerosos y tenaces tuvieron que continuar trabajando en solitario, excepto alguna ayuda que recibieron de la India, de Filipinas y de Colombia. También fueron apoyados por algunas Sociedades Metafísicas y por unos cuantos donantes particulares, entusiasmados con el proyecto y simpatizantes de la idea.

Después, un país de gran corazón, Méjico, les invitó a ir, desarrollando en su interior una gran Institución, proveyéndoles de dinero en abundancia, alentando la constitución de un gran Centro de Estudios y un gran laboratorio. Además, fueron alentados con la riqueza de la ayuda moral, en vez de la burla y el desprecio que habían estado recibiendo hasta entonces por el resto de sus compatriotas y de casi todo el mundo.

«Y yo soy una parte de todo eso — pensó Blaine —. Aquí sentado en esta celda miserable de la cárcel de un pueblo, una parte de esa gran sociedad secreta virtualmente, aunque el secreto no es culpa de ella, sino más bien la consecuencia de la defensa contra la envidia, la intolerancia y la superstición de tanta gente. Aun hallándome en fuga, incluso estando ahora perseguido, sigo formando parte del Anzuelo.»

Se levantó del pequeño catre, tapado con una manta sucia, y permaneció en pie junto a la ventana, mirando fijamente al exterior. Podía ver la calle, cocida por el sol terrible, y los encanijados árboles plantados en las calles restantes, y las tristes y derrotadas edificaciones comerciales, con unos cuantos y destartalados coches antiguos, aparcados en la curva. Algunos eran tan viejos que todavía estaban equipados con ruedas y provistos de motores de combustión interna. Aquellos pobres hombres del pueblo escupían y se sentaban en las escaleras de madera que conducían a las escasas tiendas del pueblo, mascando tabaco que escupían en las mismas aceras, que acaban formando como manchas de sangre sobre la madera del suelo.

Allí continuaban sentados lánguidamente, mascando su tabaco y ocasionalmente charlando entre ellos mismos, sin mirar la pequeña corte judicial del pueblo ni a nada en particular, sino con un absoluto desprendimiento de cuanto les rodeaba.

«Sin embargo, vigilaban la cárcel», se imaginó Blaine Le vigilaban a él, al hombre que tenía una mente como un espejo brillante, la mente que la vieja Sara había referido al sheriff, capaz de tumbar a cualquiera de espaldas. Y todo aquello sólo podía ser obra de Rand Kirby, al poner a toda la gigantesca organización del Anzuelo sobre su pista. Lo que significaba que Rand, si no era precisamente un delator, era ciertamente un sabueso al servicio del Anzuelo. Aunque no importaba mucho que Rand fuese lo uno o lo otro, ya que un soplón corriente no estaba en condiciones de leer en una mente que tumbaba de espaldas a cualquiera, en opinión de la vieja Sara.

Aquello no podía deberse a una casualidad. Alguien habría tenido que advertirlo, o hacer circular su informe psíquico.

—Tú — dijo a la criatura que se ocultaba en su cerebro —. ¡Sal de donde te encuentras!

Pero la cosa Color de Rosa debería estar a gusto como un perro agradecido. No salió de su escondite. Blaine se volvió hacia el catre y se sentó en el filo.

Harriet tendría que volver con alguna ayuda. O quizás el sheriff le permitiera marchar, tan pronto como lo considerase en seguridad. Aunque el sheriff quizá no lo haría entonces, por tener en su poder una prueba legal para tenerle arrestado: la pistola.

—¡Vamos! — dijo a su compañero mental —. ¡Tienes que despertarte! Tenemos necesidad de otro truco cualquiera.

Era evidente que la cosa encerrada en su mente se había sacado un truco de la manga anteriormente, un truco fantástico jugando con el tiempo. ¿O seria un fenómeno metabólico? No había forma de saberlo con certeza, si es que él se había movido a una rapidez enorme, o si es que el tiempo se había acortado para todos los demás, excepto para él.

Y cuando saliera de la cárcel, ¿qué ocurriría entonces?

¿Iría hacia Dakota del Sur, como Harriet había dicho?

«Bien podría ser» — se dijo a sí mismo —, ya que no tenía ningún plan mejor. No tenía tiempo para madurar ni reflexionar sobre ningún plan. Se encontraba como algo vacío, desprovisto de toda protección al huir de las garras del Anzuelo. Años atrás, se había forjado muchos; pero aquello ahora era cosa muy lejana, parecía una circunstancia que nunca le hubiera ocurrido a él. La realidad actual era triste y vulgar, se veía encerrado en una sucia cárcel de un pueblo, del que no conocía ni el nombre, sin más que quince dólares en el bolsillo, que para colmos se hallaban en la mesa del sheriff.

Se sentó y oyó un coche de gasolina traquetear sus viejos huesos calle arriba, y en algún lugar un pájaro cantaba sus trinos. Y él, metido en un grave apuro, dejado en la estacada, de donde no sabía cómo iría a salir.