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Los hombres continuaban esperando allá afuera, sentados en los escalones de las casas, tratando de disimular que vigilaban la cárcel, y sus miradas no le gustaban lo más mínimo. La puerta del sheriff se abrió y se sintieron pasos a lo largo del piso. Le llegaron unas voces indistintamente. Blaine trató de escuchar. ¿Para qué le serviría hacerlo? ¿Que le serviría de nada? Entonces, las pisadas del sheriff se movieron deliberadamente a través de la oficina y luego por el corredor; Blaine miró cuando la autoridad del pueblo se asomó a su celda.

—Blaine — dijo el sheriff —, el padre quiere verle.

—¿Qué padre?—El cura, el pastor de esta parroquia.

—No comprendo — dijo Blaine — por qué puede estar interesado.

—Usted es un ser humano, ¿verdad? Y tiene usted un alma.

—No lo niego.

El sheriff le miró con mirada sombría y confusa.

—¿Por qué no dijo usted que pertenecía al Anzuelo?

Blaine se encogió de hombros.

—¿Qué diferencia habría supuesto?

—Buen Dios, hombre — continuó el sheriff —. Si la gente de este pueblo hubiera sabido que es usted un hombre del Anzuelo le habrían ahorcado sin compasión. Podrán dejar que se les escape un parakino cualquiera; pero que no sea del Anzuelo. Quemaron el Puesto Comercial, hace tres años, el mes pasado, y el factor iba en cabeza de la manifestación.

—¿Y qué habría podido hacer usted, si hubieran decidido ahorcarme?

—Bien, creo que, naturalmente, habría hecho todo lo posible por impedirlo.

—Muchas gracias, sheriff — repuso Blaine —. Supongo que tomó usted contacto con el Anzuelo.

—Les dije que vinieran por usted. ¿Por qué ha venido a perturbar un pueblo como éste? Ésta es una población tranquila, apacible y decente, hasta que gentes como usted vienen a mostrarse en público.

—Estábamos hambrientos — dijo Blaine —. Nos detuvimos sencillamente para almorzar.

—Se ha jugado usted la cabeza — le dijo el sheriff sombríamente —. Espero que Dios le saque con bien de todo esto.

Se marchó y se volvió un momento.

—Le mandaré el padre en seguida.

IX

El sacerdote entró en la celda y permaneció un momento de pie, parpadeando en la semioscuridad del recinto Blaine se puso en pie.

—Me alegro que haya venido. Todo cuanto puedo ofrecerle es un asiento en este jergón.

—Está muy bien — dijo el pastor —. Se lo agradezco. Soy el padre Flanagan, y espero no me considere como a un intruso.

—En absoluto — repuso Blaine —. Me alegro de verle.

El padre Flanagan se sentó lo más cómodamente que pudo en el catre, bufando un poco por el esfuerzo. Era va un hombre de edad, más bien corpulento y pesado, con cata de bondad y unas manos algo deformes, como si hubiesen sido ya víctimas de la artritis.

—Siéntese, hijo mío — dijo —. Espero no molestarle. Le advierto desde el principio que soy una persona demasiado ocupada constantemente. Debe ser la consecuencia de ser el pastor de almas de un grupo de gentes terriblemente infantiles e irrespetuosas. ¿Hay algo sobre lo que quiera hablarme?

—De cualquier cosa, excepto, posiblemente, de religión.

—¿No es usted hombre religioso, hijo mío?

—No, en particular — repuso Blaine —. Siempre que lo considero, me vuelvo más confuso.

El anciano sacudió la cabeza.

—Vivimos en días de impiedad. Hay muchos hombres iguales que usted. Y es para mí una gran preocupación, al igual que para la Santa Madre Iglesia. Hemos caído en unos tiempos duros y difíciles para las cosas del espíritu. La mayor parte de la gente se halla afectada por el miedo del mal, en vez de contemplar el bien. Una conversación cualquiera sobre hombres convertidos en lobos, íncubos o diablos, hace cien años, se habría desvanecido rápidamente de nuestras mentes.

Se volvió con cierto trabajo para sentarse de forma que pudiera contemplar mejor a Blaine.

—El sheriff me ha dicho — continuó el sacerdote — que usted procede del Anzuelo.

—No valdría la pena que lo negase.

—Nunca he hablado con nadie que perteneciese al Anzuelo — dijo el viejo cura —. Yo sólo he oído hablar de esa sociedad y muchos de los relatos concernientes al Anzuelo resultaban increíbles y fantásticos. Aquí hubo un factor de esa gente, cuando la gente fue a prenderle fuego al Puesto Comercial; pero nunca fui a verle. La gente no lo habría comprendido.

—Por lo ocurrido aquí esta mañana — dijo Blaine — dudo, en efecto, que lo hubieran podido entender.

—Dicen que es usted un paranormal…

—La palabra justa es parakino, padre — dijo Blaine—. No es preciso que emplee usted eufemismos.

—¿Y es usted realmente uno de ellos?

—Padre, no consigo comprender su interés por todo esto.

—Es solamente académico — contestó el padre Flanagan —. Puedo asegurarle que es puramente académico. Algo que tiene interés para mí exclusivamente. Usted se encuentra tan seguro conmigo como si estuviera bajo secreto de confesión.

—Hubo un día — comentó Blaine — en que la ciencia estaba sumida en profundas sospechas referente a los enemigos ocultos en todas las verdades religiosas. Tenemos aquí la misma cuestión.

—Pero el pueblo — dijo el padre Flanagan —, tiene miedo de nuevo. Cierran sus puertas con barras y cerrojos. Nadie se atreve a salir de noche. Ponen fetiches y símbolos cabalísticos en lugar del Santo Crucifijo, colgados de sus puertas y en el frontispicio de sus casas. Murmuran cosas que se hallan ya muertas y cubiertas por el polvo del olvido, propias de la pasada Edad Media; tiemblan en la confusa niebla que reina en sus mentes y han perdido mucha de la fé antigua. Siguen yendo a los ritos religiosos: pero yo lo veo en sus rostros, lo siento en sus conversaciones, lo intuyo en sus mentes. Han perdido, en suma, el arte simple y sencillo de la fé.

—No, padre; yo no creo que lo hayan hecho así. Son simplemente gentes que se encuentran perturbadas.

—La totalidad del mundo se encuentra perturbado — convino el padre.

«Y aquello era cierto», pensó Blaine; la totalidad del mundo estaba perturbado. Y es que había perdido a su héroe cultural, y no había sido capaz de hallar otro, en todo cuanto lo había intentado. Había perdido su áncora, la que le había sostenido contra los vientos de la ilógica y la sinrazón y ahora se hallaba a la deriva sobre un océano donde no había carta de navegación, ni puerto en qué refugiarse.

En un tiempo, la ciencia había servido como héroe cultural. Tenía lógica y razón y una última precisión que probaba su eficacia en la conquista del átomo y fuera, en el lejano borde del espacio cósmico. Había engendrado dispositivos por millones, para confort de sus glorificadores y que había situado la mano y el ojo del hombre sobre el universo entero, por delegación. Era algo en lo que podía confiarse, ya que era el summum de la sabiduría humana entre otras muchas cosas.

Pero, principalmente, fue traducido en máquinas y en tecnología mecánica, ya que la ciencia en sí es una cosa abstracta; pero las máquinas eran algo que todo el mundo podía ver concretamente. Después, vinieron los días en que el hombre, con todos sus portentosos adelantos, sus maravillosas máquinas y su afamada tecnología, había sido rechazado del espacio, había sido barrido y obligado a volverse al refugio profundo de la Tierra, su hogar originario. Y aquel día el dios de la cultura y de la ciencia continuó existiendo, todavía se le usaba diariamente, todavía conservaba una vasta importancia; pero dejó, desde luego, de constituir un culto como hasta entonces.

Aunque el Anzuelo empleaba máquinas, no lo eran en realidad, consideradas con el concepto clásico de máquinas, ni cuyo concepto fuese aceptado por las gentes, ya que no tenían pistones, ni ruedas, ni engranajes, ni ejes, ni palancas ni siquiera un simple botón, no tenían nada de las partes componentes de una máquina corriente y conocida. Eran algo extraño, que no tenía ninguna referencia común con otros mecanismos conocidos.