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Blaine oyó al sheriff volverse por el corredor hacia la oficina. Se oyó el ruido metálico de un revólver al tomarlo, desmontarlo y rellenar el tambor con las balas.

La multitud se movía como una manta flotante obscura y se dirigía en un silencio absoluto del que sólo se apreciaba el rastrear de sus pies. Blaine lo observaba como fascinado, como si fuera algo que estuviese ocurriendo al margen de su persona, como a una circunstancia que no le concerniese en absoluto. Y resultaba más extraño todavía, porque aquella multitud venía en su busca, precisamente, sin lugar a dudas. Pero no había diferencia en la apreciación, ya que no existiría la muerte. La muerte era algo que no tenía sentido en absoluto y nada para ser pensado. Era una estúpida pérdida de tiempo y resultaba intolerable.

¿Y quién fue que dijo tal cosa?

Ya que él sabía que la muerte existía, que la muerte tenía que existir si la evolución era un hecho, que la muerte es uno de los mecanismos que biológicamente empujan la acción del progreso en las especies evolutivas. —Tú — dijo a la cosa que se albergaba en su mente, una cosa que realmente ya no era ninguna cosa, sino una parte de él mismo —, esa es tu idea: la muerte es algo que tú no puedes aceptar…

Pero allí había algo actual que tenía que ser aceptado, era como una presencia constante, y la sensación indiscutible de enfrentarse con la brevedad de la vida. Existía la muerte… y estaba próxima. Sí, allí se hallaba entre la multitud que se dirigía hacia la cárcel, que ya tomaba la entrada de la pequeña corte de justicia del pueblo, discutiendo con el sheriff, cuya voz, retumbante al principio y audible a través de la puerta principal, increpando a las gentes a que se volvieran cada uno a sus hogares.

—Todo lo que vais a conseguir — decía el sheriff —, será una granizada de tiros en la barriga.

Pero la gente le increpó más fuerte a él y el sheriff gritó a su vez y pudo oírse la agria disputa durante un cierto rato. Blaine permanecía en la celda, cogido a las rejas de la entrada, esperando. Un temor frío comenzó a invadirle, lentamente al principio, rápidamente después, como una ola maligna que recorriese sus venas.

Después, el sheriff entró dirigiéndose hacia su celda, acompañado de tres hombres huraños, hombres encolerizados y llenos de temor al mismo tiempo, pero cuyo temor estaba encubierto por el sombrío propósito que les animaba. El sheriff se detuvo al exterior de la reja de la celda y miró a Blaine, tratando de guardar oculta la cobardía que le invadía.

—Lo siento, Blaine — le dijo — pero no he podido evitarlo. Esta gente son amigos míos. Me crié con ellos y ahora no puedo tirotearlos.

—Por supuesto que no puede — repuso Blaine — siendo un cobarde de tamaña naturaleza.

—Dame las llaves — dijo uno de los tres —. Vamos a sacarlo fuera.

—Están colgadas en un clavo al lado de la puerta — repuso el sheriff.

El sheriff miró de reojo a Blaine.

—No hay nada que pueda hacer — dijo en son de excusa.

—Puede salir fuera y pegarse usted mismo un tiro. Yo se lo recomendaría especialmente. El hombre vino con la llave y el sheriff se echó a un lado. La llave sonó dentro de la cerradura. Blaine se dirigió al hombre que abría la puerta:

—Hay una cosa que quiero que quede bien comprendida. Yo saldré solo de aquí.

—¡Huh!

—Dije que quería salir solo. No quiero que me arrastren.

—Vendrá usted en la forma que queramos nosotros — repuso el tipo aquél —. Vamos, ¡adelante! — ordenó, abriendo la celda.

Blaine salió al corredor y tres hombres le envolvieron, uno a cada lado y el otro a la espalda. No hicieron ademán de levantar una mano para tocarle. El hombre que llevaba las llaves las tiró al suelo, llenando con su ruido todo el corredor. «Ya estaba ocurriendo, pensó Blaine, por increíble que pareciese».

—¡Vamos! ¡Anda, parakino apestoso! — le dijo el tipo de la espalda, empujándole.

—¿No quería dar un paseo? — dijo otro —. Pues a eso vamos, a dar un paseo.

Y Blaine continuaba marchando, recto y firme, concretándose en cada paso para no desfallecer, ya que necesitaba no desfallecer, pues sería su última desventura «La esperanza todavía vivía en su interior», se dijo a sí mismo Había una oportunidad para que alguno del Anzuelo pudiese encontrarse en el exterior y pudiera arrancarlo de aquellos fanáticos. O bien, que Harriet hubiese podido conseguir alguna ayuda y pudiese llegar de un momento a otro. Aunque aquello parecía inverosímil. Ella no habría tenido tiempo bastante, ni sabría la urgencia que el caso requería. Siguió marchando a través de la oficina del sheriff y descendiendo los escalones hacia la puerta de la calle, siempre con aquellos tres hombres pegados a él como perros de presa.

Alguien sostuvo la puerta de salida a la calle con un gesto burlón de cortesía para dejarle pasar. Blaine vaciló por un instante, mientras el terror se posesionaba de él por completo. Si echaba un paso afuera y se encaraba con la multitud, toda esperanza estaría perdida.

—¡Vamos, fuera, asqueroso bastardo! — gruñó el hombre que había a su espalda, mientras le propinó un brutal empujón, haciéndole salir dando traspiés a la calle. Blaine se recuperó para no caer y continuó dando unos pasos más. ¡Allí estaba el feroz rebaño que le esperaba!

Surgió un murmullo animal que hervía entre toda la multitud, un sonido en el que se mezclaba el odio y el temor, como el aullido colectivo de una bandada de lobos que van siguiendo un rastro sangriento, como el rugido del tigre que está cansado de esperar en la selva, y con algo, en todo ello, del desesperado espanto del animal arrinconado, cazado hasta la muerte.

«Y aquellos — pensó Blaine con una parte separada de su cerebro — eran los animales cazados, la gente perseguida. Allí se apreciaba el odio, el terror y la envidia contra los iniciados, allí estaba la frustración de aquellos que habían quedado atrás, al margen, allí estaba la intolerancia y la testarudez de los que rehusaban comprender, la retaguardia de un viejo orden sosteniendo el mezquino paso contra los exploradores del futuro».

Y le matarían a él, como habrían matado a otros, como matarían a muchos más; pero el odio del rebaño estaba allí presente, pues la fácil batalla ya la habían ganado.

Alguien le volvió a empujar desde atrás, obligándole a dar unos cuantos pasos hacia delante. Resbaló y rodó por el suelo y la turba se apelotonó sobre él. Muchas manos cayeron sobre Blaine, con feroces dedos pellizcándole, golpeándole, sintiendo el repugnante aliento de muchas bocas sobre su rostro. Aquellas manos le pusieron nuevamente en pie, traqueteándole como a un muñeco de paja. Alguien le golpeó brutalmente en el vientre, y otros le abofetearon sin piedad. De entre la multitud surgió una voz chillona.

—¡Vete, parakino bastardo! ¡Telepórtate a ti mismo! ¡Eso es lo que tienes que hacer! ¡Telepórtate!

Siguieron los golpes y la burla, ya que realmente existían los que, en efecto, podían teleportarse a sí mismos. Existían los levitadores, que podían moverse libremente por el aire como los pájaros, y había otros que podían teleportar pequeños objetos, y los había, como Blaine, que podían teleportar su mente sobre muchos años luz de distancia. Pero el verdadero teleportador, que podía teleportar su cuerpo de un lugar a otro, en la fracción de un instante, era extremadamente raro. El rebaño tomó como canción la burlona cadencia de: «¡Telepórtate tú mismo, telepórtate, telepórtate, asqueroso parakino!» Y reían ferozmente mientras continuaban sus golpes y sus burlas, descargando todo el odio contenido sobre su víctima, sin cesar por un momento de descargar los pies y manos sobre el abatido Blaine.