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Blaine sintió el cálido fluir de la sangre por sus mejillas y los labios tumefactos por un golpe terrible, sintiendo un gusto a sal en la boca. Le dolía atrozmente el vientre y las costillas parecían habérsele destrozado, mientras continuaba la infernal danza de patadas y puñetazos sobre él.

Repentinamente, una voz sonora surgió de entre el rebaño:

—¡Déjenos! ¡Dejad a ese hombre solo!

La multitud se echó haría atrás, permaneciendo en forma de anillo a su alrededor y Blaine en el centro del circulo humano, mirando a su alrededor, observando en las ultimas sombras del atardecer cómo le brillaban los ojos a aquellas fieras desatadas y cómo la saliva caía de sus bocas. El círculo se abrió por la mitad y dos hombres entraron dentro: uno pequeño e insignificante, un tipo parecido a un escribiente o conserje de alguna casa comercial y el otro, un hombretón macizo con una cara donde parecía que una bandada de pájaros hubiera estado picando y escarbando. El hombretón llevaba una larga cuerda enrollada en un brazo.

Los dos se detuvieron frente a Blaine y el hombre pequeño se volvió hacia la multitud que formaba el círculo alrededor.

—Caballeros — dijo con voz propia de un director de funeral —, tenemos que conducirnos con cierta decencia y dignidad. No tenemos nada personalmente contra este nombre, es solamente contra el sistema y contra la abominación, de los cuales él forma parte.

—¡Bien dicho, Buster! — gritó una voz entusiasmada.

Y el hombrecito con voz de director de funeral, levantó una mano reclamando silencio.

—Es una triste y solemne obligación la que tenemos que hacer — dijo —, pero es un deber. Procedamos en debida forma. —¡Sí! — gritó el entusiasta anterior —. ¡Vamos, cuanto antes! ¡Colguemos a ese sucio bastardo!

El hombretón se aproximó a Blaine y levantó el nudo de la cuerda. Lo puso sobre los hombros de Blaine, con suavidad, tras haberlo metido por la cabeza, cerrándolo con cierta blandura hasta que quedó justo a la medida del cuello. La cuerda era nueva, pinchosa y le quemaba en la piel como si fuera de hierro al rojo vivo. Blaine sintió el temblor de la muerte en todo su cuerpo, como si se hallase ya desnudo y vacío frente a la eternidad.

Durante todo aquel tiempo, había permanecido con la convicción subconsciente de que aquello no ocurriría, de que no iría a morir de aquella forma, de que podría ocurrirle a otras personas; pero no a Sheperd Blaine. Pero entonces la muerte se hallaba a pocos minutos de distancia, el instrumento de la muerte ya estaba situado en su lugar. Aquellos hombres, aquellos hombres a quienes no conocía, a quienes nunca había conocido, estaban a punto de arrancarle la vida.

Trató de levantar sus manos para sacarse la cuerda del cuello; pero los brazos no se movieron del lugar en que le caían de los hombros, fláccidos y sin vida. Tragó saliva, ya que creyó que comenzaba el primer síntoma de estrangulación.

¡Y todavía no habían empezado a ahorcarle!

Un frío horrible de todo su ser vacío comenzó a hacerse más y más helado como consecuencia de un terror espantoso, un terror total a la muerte tan próxima, un terror que le dejó helado como si fuese un témpano de hielo. Le pareció que la sangre le había cesado de circular en las venas, que no tenía ningún cuerpo y que el hielo depositado dentro de su cerebro se agrandaba más y más hasta reventarle. Y desde alguna remota región de su cerebro le llegó la completa sensación de que ya no era un hombre, sino simplemente un animal aterrorizado. Demasiado frío, demasiado helado en su terror, ni para mover un solo músculo, y sin gritar porque la lengua y la garganta habían dejado de funcionarle como tales órganos.

Pero aunque no pudiese gritar en alta voz, lo hizo interiormente. Y conforme aquellos gritos de terror interiores aumentaban más y más, una tensión crecía que no encontraba apaciguamiento posible, sabiendo que si aquella tensión no disminuía de algún modo, su organismo estallaría literalmente.

Y en una instantánea fracción de segundo, se produjo un extraño fenómeno, no fue una ausencia, ni una pérdida del conocimiento, sino que se encontró solo y sin la menor sensación de frío alguno.

Permaneció de pie, en la vieja acera de ladrillo del pueblo, que daba a la corte de justicia del pueblo, con la cuerda todavía colgándole del cuello; pero no se veía a una sola criatura en ninguna parte.

¡Estaba absolutamente solo en todo el pueblo!

XI

Había menos obscuridad y más luz y una quietud que resultaba inimaginable.

No había hierba.

No había árboles.

No había hombres, ni la menor traza de un solo hombre.

El patio de la cárcel y de la pequeña corte de justicia del pueblo, lo que había sido el patio, aparecía solitario y desnudo desde el asfalto de la calle. En el patio no había ninguna hierba, sólo el suelo desnudo v guijarros. No hierba seca o arrancada, era la total ausencia de ella. Como si jamás hubiera existido una brizna de hierba allí.

Con la cuerda todavía colgando del cuello, Blaine dio vueltas sobre sus talones en todas direcciones. Y en todas, la misma escena. La corte de Justicia aparecía contra la última luz del día, sombría y solitaria y la calle totalmente vacía, con los coches aparcados allá en la curva. Las tiendas de la acera de enfrente, alineadas con puertas y ventanas cerradas. Sólo había un árbol, un árbol solitario e inmóvil, plantado en la esquina, junto a la barbería.

Y ningún hombre por ninguna parte Ni pájaros, ni el canto de un solo pájaro. Ni perros. Ni gatos. Ni el simple zumbido de un insecto. Quizá, pensó Blaine, no había tampoco ni una sola bacteria, ni un solo microbio. Con precaución, como si al hacerlo tuviera miedo de romper el encanto de aquello, Blaine se sirvió de las manos y arrojó la cuerda lejos de sí. Se pasó las manos por el cuello, cuidadosamente, dándose un masaje. Tenía muchas y diminutas espinas de la cuerda clavadas en la piel. Intentó dar un paso hacia delante, aunque tenía el cuerpo destrozado de la paliza recibida. Pudo hacerlo a lo largo de la acera, situándose en medio de ella desde donde continuó mirando a lo largo y hacia atrás. Estaba completamente desierta, en tanto trecho como su vista podía dominar.

Y permaneció nuevamente atónito, helado en medio de la calle que había visto antes. Entonces comprendió lo que pudo haber ocurrido. «Aunque, pensó, tenía que haberlo hecho sin esfuerzo consciente, casi instintivamente, como una especie de reflejo condicionado, para escapar del peligro».

Era algo que no veía forma de comprender cómo pudo haberse producido, y que un minuto antes juraría que no hubiera sido posible que hubiese ocurrido. Era algo que ningún ser humano había hecho antes, ni siquiera hubiese tratado de hacerlo.

Y es que se había movido a través del tiempo. Había vuelto hacia el pasado por una media hora o así.

Intentó recordar cómo pudo haberlo conseguido; pero todo lo que podía recordar fue el terror que aumentaba por instantes en todo su ser, ola tras ola hasta hundirlo. Sólo había una respuesta: lo había hecho como una cuestión de un conocimiento profundamente escondido en su mente, y del cual no se había dado cuenta antes, habiendo surgido finalmente, en la última desesperación, como un esfuerzo instintivo, al igual que se pone un brazo, sin pensarlo, para detener el puñetazo que nos amenaza.

Como ser humano, aquello habría sido, naturalmente, algo más allá de su capacidad; pero lo sería para una mente de otro mundo extraño a la Tierra. Era un instinto más allá de la acción paranormal. No había duda alguna: la única solución de haber escapado de aquella situación, se debía al influjo directo y a la voluntad de la mente extraña a la suya.