Y en aquel mismo instante, él era asimismo Sheperd Blaine, un explorador anzuelo, una mente proyectada hacia el extremo desde la Tierra, y muy lejos de su origen.
Y también, al propio instante, su tiempo terminó.
Se produjo una sensación de precipitarse con violencia, como si el espacio en sí mismo pudiese pasar tronando a una fantástica velocidad. Sheperd Blaine, protestando de aquello, fue lanzado a través de cinco mil años luz de distancia, a un lugar concreto del norte de Méjico.
III
Blaine fue surgiendo de aquel pozo de obscuridad, donde había estado sumergido, empeñándose con ciega persistencia en terminar el camino emprendido, como algo parecido a conducirse por el puro instinto. Y se dio cuenta dónde estaba, estuvo bien seguro, aunque sin asirse a aquel conocimiento. Se había encontrado en aquel pozo momentos antes, muchas veces antes también, y ello le resultaba familiar; pero ahora sentía algo extraño que jamás había experimentado con anterioridad.
Era él mismo, sin duda alguna, pero en él radicaba aquella extrañeza casi como si fuese otra persona, como si solo fuese la mitad de sí mismo, y su otra mitad estuviese en poder de un ser desconocido, que le empujase contra un muro, inyectándole un temor insuperable que le aplastaba, abandonándole en la más absoluta soledad, una soledad llena de pavor cósmico insufrible, insoportable.
Fue surgiendo de aquel pozo sin fondo con un titánico esfuerzo de voluntad, como si tuviera que luchar con uñas y dientes, y su mente también tenía que luchar fanáticamente, como si no quisiera volver a sentir jamás aquella mortal y espantosa sensación, huyendo de aquella cosa que parecía haber formado parte de su propia vida y permaneciendo aparte, no obstante, tanto tiempo como viviera. Descansó un momento del salto experimentado y trató de dividirse, de clasificarse a sí mismo; pero él se hallaba mezclado con demasiadas cosas, había estado en muchos otros lugares misteriosos y aquello le tenía totalmente confuso. Era un ser humano (en cualquier forma que lo fuese) y era al propio tiempo una máquina escurridiza, además de ser aquella cosa color de rosa esparcida en un brillante suelo azul. Asimismo, era aquella insensatez que caía a través de eones de tiempo gritando terror, aunque en puras matemáticas sólo fuese una fracción de segundo.
Surgió, por fin, a la total consciencia de su experiencia. La obscuridad se desvaneció y advirtió a su alrededor una suave luz. Se hallaba yaciendo de plano sobre la espalda y se sintió en su hogar, en su mundo, con un profundo agradecimiento al saberse así de nuevo. Por fin despertó. Era Sheperd Blaine, un explorador para el Anzuelo. Había permanecido lejos, muy lejos en el espacio cósmico para husmear y saber lo que ocurría en lejanas estrellas. Había viajado muchos años luz, en tiempos que a veces tenían alguna significación y en otras, ninguna. Pero esta vez había encontrado una cosa y una parte de aquella cosa había vuelto a la Tierra con él mismo.
Lo había buscado y encontrado en un rincón de su mente, apretado estrechamente contra sus temores, y trató de acomodarse a la nueva situación, aún temiéndola. Era algo terrible hallarse capturado por una mente extraña, perteneciente a un mundo lejano y extraño. Y de otra parte, era algo repulsivo tener algo parecido enroscado dentro de la propia mente.
«Es duro para los dos», pensó Blaine, hablando para sí y para la otra cosa que ya formaba parte de sí mismo.
Trató de poner sus pensamientos en orden. Había partido antes, hacía unas treinta horas, no él, por supuesto, ya que su cuerpo había permanecido inmóvil allí, sino su mente como una máquina escurridiza y deslizante hacia aquel planeta inimaginado que giraba alrededor de un sol desconocido. El planeta no era en sí muy diferente de otros muchos planetas. Era simplemente un mundo salvaje y extraño, causando el mismo efecto que los demás, cuando se caía por primera vez sobre ellos. Pero esta vez se había encontrado con terribles tormentas de arena, al igual que en otros desiertos helados, o bien inmensos territorios de rocas primitivas. Durante treinta horas había luchado con aquella terrible arena sin haber apreciado nada. Y, repentinamente, había llegado a aquella estancia azulada con el Color de Rosa esparcido en su interior y al tomar contacto con el Color de Rosa, o la sombra de aquello, había vuelto a la Tierra con ello. Surgió de donde había estado escondido, sintiendo el contacto de la cosa nuevamente, y el pleno sentimiento y conocimiento de ello. La sangre le corría por las venas como un torrente helado, sintiéndose transido por la extraña influencia cósmica que ya formaba parte de su propio ser, sintiéndose igualmente impelido a gritar, loco de terror; pero no lo hizo. Continuó controlándose, y el Color de Rosa enrollado en el secreto escondrijo de su mente.
Blaine abrió los ojos y vio en el techo el resplandor de un bulbo eléctrico que le apuñalaba la vista. Hizo un inventario de su cuerpo y comprobó que todo estaba en perfecto orden. Realmente, no había razón alguna para lo contrario, ya que había permanecido en el mismo sitio durante aquel período de treinta horas consecutivas.
Estremecido, se levantó, incorporándose para sentarse de nuevo, viendo rostros que le miraban fijamente, rostros que se balanceaban en la luz.
—¿Difícil, eh? — preguntó una cara.
—Todos son difíciles — repuso Blaine.
Saltó de aquella máquina en forma de catafalco, estremeciéndose de nuevo por el frío.
—Aquí tiene su chaqueta, señor — dijo uno de aquellos rostros que le observaban, con el cuerpo embutido en una blusa blanca.
La mujer le ayudó a vestirse, encogiéndose de hombros al hacerlo.
La mujer le acercó un vaso, del que tomó un sorbo, comprobando que era leche. Tendría que haberlo supuesto por anticipado. En cuanto alguno de ellos volvía en sí, se le proporcionaba en el acto un vaso de leche. ¿Con algo dentro, quizá? Nunca se le había ocurrido a Blaine preguntar sobre aquello. No era sino una de las mil cosas pequeñas en apariencia, con que el Anzuelo le había hechizado a él y a todos los demás como él. El Anzuelo, en un siglo o más de existencia, se las había arreglado para acumular una completa tradición de antiguas costumbres y pequeños detalles en diversas gradaciones.
Gradualmente se hacía con su personalidad, mientras bebía el vaso de leche. Ahora encontraba familiar cuanto le rodeaba. Allí estaba la gran sala de operaciones con sus hileras de brillantes máquinas estelares, algunas de las cuales permanecían cerradas y el resto abiertas. En las cerradas yacían otros como él mismo, con sus cuerpos allí en reposo y las mentes lejos, muy lejos, en los espacios cósmicos.
—¿Qué hora es? — preguntó Blaine.
—Las nueve de la noche — repuso un hombre que sostenía una agenda en la mano.
La sensación de lo extraño volvía a torturarle de nuevo la mente, y allí surgían otra vez las mismas palabras: ¡Eh, amigo! Puedo intercambiar mi mente con la suya…
Pero entonces, a la luz de la razón humana, aquello era verdaderamente sorprendente, insólito. Era como un saludo perfectamente inteligible. Como un cordial apretón de manos de un amigo. Siendo un choque amistoso de las dos mentes, la sensación aún era más apreciable que si se hubieran apretado las manos materialmente.
La chica se le aproximó y le tocó en un hombro.
—Termine su leche, por favor — le dijo.
Y Blaine pensó que de haber sido un truco de su imaginación, sus percepciones no serían tan reales como lo eran. Sí, efectivamente, la sensación de extrañeza cósmica seguía yaciendo en un rincón de su cerebro, viva y palpitante.
—¿La máquina me ha hecho regresar perfectamente? — inquirió Blaine, inquieto.
—Sin el menor inconveniente — le respondió el hombre de la agenda.
«Media hora», pensó Blaine con calma, sorprendiéndose de hallarse tan encalmado interiormente. Media hora había permanecido con la mente proyectada hacia los espacios interestelares, con el tiempo requerido para la impresión de los registradores. Sí, allí estarían todos los datos, contando la completa historia de lo sucedido, sin el menor error, en ello no había duda posible. Y antes de que ellos lo leyeran, él debería marcharse lejos.