Había igualmente nuevas cosas fabricadas y nuevos metales y muchos productos nuevos de alimentación. Existían nuevas ideas sobre la arquitectura y materiales de construcción, nuevos perfumes, creaciones literarias diferentes, y principios de arte extraterrestres. Estaba también el dimensino, un maravilloso medio de entretenimiento que había reemplazado a los clásicos medios de diversión humanos, el cine, la radio y la televisión.
En el dimensino, el espectador no se limitaba simplemente a ver y a oír, sino que participaba igualmente en la acción. El espectador se convertía en parte de la representación, se identificaba con uno de los personajes, se volvía la persona de su elección en el drama que el dimensino creaba. En casi todas las casas, en las ciudades, ya tenían su habitación con el dimensino, que permitía la maravillosa sensación de casi trasmutarse en otra persona, de evadirse de su forma ordinaria y corriente y salir a otra dimensión especial del tiempo y la circunstancia, para vivir en lugares exóticos o en fantásticas situaciones. Y todas aquellas cosas, los alimentos, los tejidos, el dimensino, las drogas, todo en fin eran monopolios del Anzuelo. Y por todo aquello el Anzuelo se había ganado el odio de la gente, el odio de no comprender, de haber sido dejados al margen, de haber sido ayudados como jamás nadie pudo haber ayudado al progreso de la raza humana.
Acabó de comerse el alimento preparado, que le supo a gloria y comprobó que el sol ya había salido y que una fresca brisa animaba todas las cosas en aquel umbral de un nuevo día. La luz del sol entró entre el boscaje de chopos de Virginia, transformando las hojas de los chopos en monedas de oro, el ganado de la granja próxima mugía y vivía, todo había recobrado el movimiento de la vida, los coches pasaban zumbando de tanto en tanto sobre la carretera y el tronar lejano de un avión rápido cruzó el cielo en la altura.
Sobre la carretera, algo más abajo del puente, un camión cerrado vaciló en su marcha, y se detuvo finalmente, tras algunos fallos de su viejo motor. El conductor se apeó del camión, levantó el capot y anduvo buscando entre la maquinaria el motivo de la avería. Se volvió de nuevo e intentó arrancarlo, inútilmente. Volvió de nuevo con un juego de herramientas en la mano, que extendió sobre el suelo.
Era un camión antiguo, con motor de gasolina y ruedas, aunque tenía la asistencia adicional de un reactor. Había ya pocos vehículos como aquél en rodaje, excepto quizá, en lugares apartados del campo. «Un transportista independiente»s, pensó Blaine Yendo delante, y arreglándoselas como mejor podía, compitiendo con los camiones de las sociedades organizadas, al trabajar a una tarifa más económica, al hacérselo todo por sí mismo.
La pintura original del camión se había perdido del chasis y del maderamen exterior; pero pintado en frescos colores recientes, aparecían sobre trozos de la chapa y de la madera signos fetichistas, que servirían, sin duda alguna, para preservar a aquel pobre hombre de todo lo malo del mundo.
Según vio Blaine, desde donde se hallaba, tenía la matrícula de Illinois.
El conductor había tomado una de las herramientas, se había metido bajo el camión y pudo oír el ruido de los martillazos que estaba dando sobre la parte averiada, seguramente. Blaine ya había terminado su desayuno. Todavía le quedaban dos patatas y una mazorca de maíz y los carbones ya estaban apagándose. Removió los carbones y puso encima más trozos de madera. Cuando el último alimento estuvo convenientemente cocido, se lo puso en un bolsillo y se dirigió hacia la carretera. Al sonido de las pisadas de Blaine, el conductor del camión se salió al exterior y se le quedó mirando.
—Buenos días — le saludó Blaine, apareciendo tan feliz como pudiera estarlo — Le vi desde allí, mientras estaba desayunando.
El conductor le miró con una sospecha en los ojos.
—Me ha sobrado comida, si la quiere usted — le dijo Blaine —. Aunque, quizá, usted ya habrá comido.
—No, no lo he hecho todavía — repuso el hombre del camión, mostrando cierto interés — Intentaba haberlo hecho en el pueblo de ahí atrás; pero estaba todo cerrado.
—Bien, entonces. — y Blaine le ofreció la comida que llevaba en el bolsillo.
El hombre tomó las patatas y la mazorca de maíz y las sostuvo en el aire como si fuera a morderlas.
—¿Quiere decir que me lo regala usted?
—Pues claro que sí — repuso Blaine —. Aunque puede usted tirármelo a la cara, si es ese su deseo. El hombre hizo un gesto de conciliación. —No, de ningún modo. El próximo pueblo se encuentra a treinta millas y con este cacharro — dijo señalando el camión — no sé cuándo podré llegar hasta allí.
—No tengo sal; pero espero que la comida le sepa bien sin ella.
—Bien — repuso el otro — ya que es usted tan amable…
—Siéntese — dijo Blaine — y coma. ¿Qué es lo que le ocurre al motor?
—No estoy seguro. Puede que sea el carburador. Blaine se despojó de la chaqueta, que tiró a un lado. Se remangó las mangas de la camisa. El hombre se sentó sobre una roca al borde de la carretera y empezó a comer. Blaine recogió una llave inglesa y saltó sobre el guardabarros.
—Oiga — le preguntó el conductor —¿dónde consiguió usted esta comida?
—Allá arriba, en la colina — repuso Blaine — el granjero tiene mucho sembrado.
—¿Quiere decir que se la ha robado?
—Bien, ¿qué haría usted si no tuviera trabajo, ni dinero y trata de volver a casa?
—¿Por dónde vive usted?
—En Dakota del Sur.
El otro hombre tomó otro bocado de comida y la boca se le llenó tanto que no pudo seguir hablando.
Blaine continuó su trabajo de mecánica bajo el capot y se dio cuenta de que el carburador tenía todas las clavijas en su sitio, excepto una. Puso la llave inglesa sobre ella, y la clavija protestó con un chirrido.
—¡Maldita clavija, tan apretada! — protestó el conductor, viendo trabajar a Blaine.
Este, finalmente desatornilló la pieza y sacó el carburador. Se sentó junto al hombre, que continuaba comiendo. —La armadura de este chisme está a punto de saltar en pedazos — dijo el conductor —. Ya empezó a darme la lata nada más salir, y ha seguido molestándome todo el viaje. Mi opinión es que habrá que enviarla al infierno.
Blaine encontró otra llave más pequeña, con la cual fue ajustando todos los cables y pernos en el carburador.
—Traté de conducir durante la noche; pero eso no es para mí. ¡Demasiado arriesgado!
—¿Vio algo?
—Si no hubiera sido por esos signos que llevo pintados en el camión, lo habría pasado mal. Llevo un revólver conmigo; pero no sirve. No se puede conducir y manejar el revólver al mismo tiempo.
—Probablemente no conseguirá nada, aunque se lo proponga.
—Le digo a usted, amigo — continuó el conductor —, que estoy preparado contra todo eso. Llevo un bolsillo lleno de balas de plata.
—¿Son caras, eh?
—Claro que sí; pero hay que ir preparados.
—Sí, es natural — convino Blaine —. Supongo que tiene razón.
—Las cosas van de mal en peor, cada año que pasa. Hay un predicador, allá en el norte.
—Tengo entendido que hay muchos predicadores.
—Sí, hay muchos de ellos. Pero todo lo que hacen es hablar y hablar. Pero este a quien me refiero, está entrando en acción.
—¡Ya está! — exclamó Blaine, abriendo el carburador al fin y mirando con interés el interior del mecanismo. El hombre se inclinó sobre Blaine para ver lo que estaba haciendo.