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Existieron tipos avispados, como siempre ocurre en tales circunstancias, que hicieron al principio grandes fortunas con la nueva corriente. Los fabricantes habían lanzado cientos y miles de nuevos objetos y novedades para continuar en sus mil aspectos el nuevo capricho, la nueva afición, ya que el término específico tenía que ser aplicado en razón directa a la seriedad de cada individuo que lo practicase.

Si todo aquello estaba en un error, lo paranormal-kinético no lo era, desde luego, ya que no se trataba de nada sobrenatural. Ni de nada macabro tampoco, ya que no se trataba de tener relaciones con espíritus, fantasmas, duendes, o las hordas de cosas ya olvidadas en el pasado, propias de la Edad Media En su lugar era una nueva dimensión de la capacidad humana; pero las mentes, excitadas con aquel nuevo juguete, lo habían adoptado de todo corazón en todos sus aspectos, acabando por falsificar su recto sentido. Y como siempre ocurre también, lo habían superado por el lado falso, interpretándolo erróneamente. Habían jugado tan apasionadamente a interpretarlo con falsedad, que olvidaron, a despecho de todos los avisos que se dieron sobre el particular, que realmente era falsa y nociva tal interpretación. Hasta ir a parar en la creencia de todo lo fantástico e increíble, hasta llegar, en fin, a creer sólo en la verdad de lo fantasmal. Donde había existido la diversión, sólo había quedado la evocación de unos atrayentes faunos, por ejemplo, y allí donde sólo hubo motivos para bromas y diversiones, eran ahora los duendes, los trasgos y los espíritus los que andaban en danza.

Y, como era de esperar, se produjo una reacción, la inevitable reacción de los reformadores fanáticos, acompañada de la sombría crueldad, torcida y sin misericordia de la ceguera de toda reforma fanática. Y ahora, un pueblo asustado se dedicaba, impelido por la idea de cumplir una santa misión, a cazar a muerte a sus vecinos y congéneres dotados con poderes paranormales.

Existían muchos hombres dotados con poderes paranormales; pero se hallaban escondidos o disimulados. En realidad siempre habían existido, siempre existieron en todas las épocas; pero la mayor parte, ni sospechaba, ni pudieron soñar que dentro de ellos se escondía la fuerza y el poder que les permitiría alcanzar las estrellas. Fueron las gentes que habían sido precisamente un poco excéntricas, un tanto descentradas y que habían sido consideradas con tolerancia por sus vecinos como personas no dañinas a la sociedad. Habían sido muy pocos, desde luego, los que se habían mostrado parcialmente efectivos; pero aun dentro de esa efectividad, o no habían sido creídos, o creyéndoseles, habían usado sus poderes tan pobremente que en realidad no fueron comprendidos como tales. Y en los últimos años, cuando pudieron haber sido bien comprendidos, ninguno de ellos se hubiese atrevido a demostrarlo, porque el dios de la tribu de la Ciencia les había llamado tontos estúpidos.

Pero cuando el grupo de tenaces hombres de Méjico demostró que no se trataba de ninguna tontería, ni de ninguna estupidez, fue cuando los que poseían tales poderes pudieron mostrarse con ellos Los había que conocían tales poderes y se mostraron en libertad de usarlos, y otros que ni se habían imaginado tal cosa, y que igualmente estaban en condiciones de poder utilizar tales fuerzas paranormales, con las que estaban naturalmente dotados. Pero hubo otros, asimismo, que practicaron este nuevo arte recién descubierto para utilizarlo en sus propios fines inconfesables, y otros pocos, aunque los menos, que los usaron deliberadamente para el mal.

Y fue entonces cuando los moralistas grises y los revienta-púlpitos se manifestaron abiertamente para aplastar al PK por el daño que había producido. Y para ello utilizaron la psicología del miedo y el terror, jugaron con la fuerza irreductible de las supersticiones naturales, usaron la cuerda y la antorcha encendida y el tiro rápido en la noche, expandiendo el terror por toda la tierra, un terror que flotaba en el aire y que podía olerse, era algo picante que irritaba el olfato y empañaba los ojos de lágrimas.

—Usted es un hombre afortunado — dijo Riley a Blaine —. No teniendo miedo a esas cosas, se encuentra seguro contra ellas. Un perro no muerde sino al hombre que le tiene miedo, pero le lamerá la mano al que no le teme.

Pero resultaba imposible aconsejar a un hombre como Riley.

—La respuesta es bien fácil, Riley. No tenga miedo.

Noche tras noche, Riley ocupaba el asiento derecho de Blaine, mientras éste conducía el camión en la oscuridad, llevando siempre el revólver amartillado, cargado con las balas de plata. Cualquier cosa era un motivo de alarma, el grito de una lechuza, el paso rápido de una zorra por la carretera, una sombra imaginaria en el camino…, todo se hacía maligno y terrorífico en la oscuridad, mientras que el aullar de los coyotes se convertía en el gemido de un espíritu, presagiando la muerte y demandando una víctima.

Pero había más todavía que el terror imaginado. Había la sombra que aparecía en forma de hombre; aunque no lo fuese realmente, retorciéndose o bailando una danza fantástica sobre la rama de un árbol, las ruinas ennegrecidas de una granja a la orilla de la carretera, con la chimenea todavía humeante, como un dedo acusador, apuntando hacia el cielo y el pequeño campamento con el fuego encendido, que Blaine descubrió siguiendo el curso de un arroyo seco, en busca de un manantial, mientras dejó a Riley ocupándose de las bujías Blaine se había movido en silencio y con cuidado; pero aunque fue oído a última hora, todavía tuvo tiempo de captar la visión de los fugitivos que huyeron como almas que lleva el diablo, por la ladera de una montaña.

Blaine se detuvo ante el diminuto fuego de campaña, con la olla de hacer el café y la sartén, encontrándose cuatro hermosas truchas tiradas por el suelo y las mantas extendidas sobre la hierba y que habían servido de comodidad a los huidos. Se arrodilló junto al fuego y puso la sartén a la lumbre, habiendo recogido el pescado y puesto a freír. Pensó en llamar a los fugitivos, inspirándoles alguna confianza de algún modo; pero comprendió la completa inutilidad de su propósito, pues no le habrían creído de ninguna manera.

Eran animales perseguidos en una caza a muerte. Criaturas como animales perseguidos en aquella gran nación de los Estados Unidos, que por tantos años había ensalzado la libertad y que por tanto tiempo se había erigido en campeona de los derechos del hombre, en el mundo entero.

Y allí permaneció un rato, sintiendo en su corazón rabia y piedad, hasta el extremo de sentir los ojos llenos de lágrimas, que se enjugó con un puño sucio que le dejó la marca en las mejillas. Volvió finalmente junto a Riley, olvidando que en realidad había ido a buscar agua, y sin decir a su compañero la gente que había visto.

Continuaron conduciendo a través de desiertos y luchando denodadamente por saltar varios pasos montañosos con aquel cacharro renqueante hasta llegar, por fin, a la gran altiplanicie, donde el aire cortaba como un cuchillo, sin un árbol donde refugiarse, en un terreno desnudo que se extendía como una sabana inmensa, en el lejano horizonte.

Blaine ocupaba el asiento contiguo a Riley, que iba al volante, y procuró relajarse en su puesto, mientras el sol les batía sin piedad y el viento seco de la altura levantaba remolinos de polvo allá en el lejano lecho de un río seco, hacia el norte. «aun durante el día, pensó Blaine, todavía el hombre sigue teniendo miedo, todavía continúa haciendo su carrera sin fin desde la oscuridad».

«¿Tendría algo que ver, se imaginó, con el cargamento que llevaba el camión?» Ni en una sola ocasión Riley había dicho nada sobre el particular ni por una sola vez tampoco Blaine lo había inspeccionado En la trasera del camión había un pesado cerrojo que golpeaba sobre el chasis conforme el camión traqueteaba sobre la carretera. Hubo una ocasión o dos en que Blaine estuvo a punto de haberlo preguntado; pero siempre había existido una cierta reticencia que le había prevenido de hacerlo. «Después de todo, pensó Blaine, aquel no era asunto suyo». Su única obligación era cuidarse del camión y su único interés, ya que con cada vuelta de las ruedas era transportado y se acercaba más a donde pretendía ir.